Por Dios, con este calor no hay quien haga nada. Para rezar estoy yo, como para poner los cinco sentidos en el alma. Que no. Me limito a hacer la cama con un titánico esfuerzo y a recoger el desayuno de esas maneras. Pero me quedo ahí, con los platos en la mano y echando un vistazo a no se sabe dónde de algún remoto sueño. Debería, tendría, convendría… Y sigo en la misma posición de todo, remoloneando entre palabras, cruzando las piernas y poniéndome bien el pelo. ¡Qué poca variación en mis días! Sentado aquí, acariciando los libros e imaginando el lugar ideal de lectura. Quitando un poco el polvo, poniendo cierto orden en los bolígrafos, plumas y lapiceros. Bueno, supongo Señor que esta es mi oración, la manera de decirte que, en fin, a pesar de la desidia te quiero y te necesito. Mira, se me acaba de pasar por la cabeza una playa. Ya sé que no es ninguna consideración ascética, pero yo te cuento. La playa pudiera ser de Acapulco o alguna cala de Santander. Dándote las gracias por ese cielo y por ese mar, y por esas olas omnipotentes que me acercan tu presencia. ¡Esta cabeza mía! De golpe me quito las gafas y veo una biblioteca enorme, donde curioseo durante horas. Es eso mi vida desde hace semanas: una permanente y continua curiosidad. Un constante paseo por aquí y por allá. Dios mío, el ensueño de la bartola, ese sonido de las aves y ver como se deslizan los gatos por las escaleras y tejados. A veces todo mi entretenimiento se resume en una ventana, o en toda esa luz cuajada en su espalda. ¡Qué voluptuosa me parece la vida! ¡Qué llena de deseos y de hermosura! La vida, con su alma y el silencio que la acaricia. La vida, como una dama que se ruboriza cuando la miras. La vida, esta plegaria tan imperfecta, este amor que se entrega.