Comienza el día. Un beso y los buenos días. El sueño que adormece todavía los ojos y arrastra exhausto el cuerpo, y los pecios de esos otros sueños que soñé o me soñaron de noche. Mañana de julio, este sol que entra por la ventana y se mete curioso por debajo de la cama. El frugal desayuno, el aseo y un vestido en blanco y negro que recuerdo o veo. Ese espejo donde mi madre se miraba el alma y se curvaba las pestañas; ese peine rojo y la colonia de limón y canela. Y el agua del grifo, clara y cotidiana, donde dejo mis manos y donde pienso en aquella otra de la infancia, en el brocal del pozo de los abuelos. La vida parece que es todo ese montón de cosas sin importancia. Y en realidad lo es. Pero con el amor y el tiempo van adquiriendo distinta prestancia, mayor calado, y en ellas -no por acostumbradas son menos maravilla- vamos tomando conciencia de lo que somos. Es lo habitual el origen de lo extraordinario. La vida. Vivir. Ver. Intentar darnos cuenta. Y ese cojín dejarlo en su sitio.