Muy pocos son los que se atreven a decir lo que piensan

(a decir lo que piensan de verdad, no esas cuatro baratijas

que nos quieren hacer pasar por realidad),

pero menos aún son aquellos que dicen lo que ven

debajo de su propio disfraz. No debe ser nada fácil atreverse

a terminar con lustros de lágrimas y contar,

pues eso, contar lo que más duele, con sinceridad,

sin querer aparentar lo que no somos ni seremos jamás.

Cada vez avergüenza más la verdad,

y nos sometemos a la tiranía de lo que piensan los demás.

O de lo que creemos que ellos piensan de nosotros.

(“Nada bueno, seguro”). Acostumbrados a fingir siempre una mentira.

Y la vida con la que nos vestimos todos los días para salir a escena

se vuelve insoportable de tanto olvidar esa alegría

que el hombre necesita para ser hombre, en definitiva.

La verdad cuesta, pero es necesario que nos atrevamos a vivirla.

No podemos seguir así, dando largas por más tiempo.

Porque el tiempo se acaba, señores.