Tengo miedo de que se me olvide decir el alma, que no sepa, o que me canse de las palabras. Que llegue un punto en que se me haga imposible expresar nada, o que lo que escriba sea siempre lo mismo.

La virtud no se improvisa.

Es lo que prefiero: quedarme quieto
y dibujar con palabras las cosas.

Ocurren cosas inesperadas, o las mismas cosas con otro detenimiento.

A los poetas les salva la palabra. A los políticos les condena.

La consistencia del mundo, su futuro, es el amor de los que en él vivimos. Esa es la energía más limpia, la más potente. La única que perdura más allá de la historia y de la materia.

Os describo lo que veo por mi ventana. Sobre los tejados antenas que sintonizan la frecuencia del cielo. El cristal, un estallido de gotas en ráfagas de sonidos de la infancia. La lluvia pone su brillo en las tejas y en las hojas de las plantas. Los truenos me abrazan a mi abuelo, y veo los rostros de otras almas pegados al poema donde se cobijan. ¡Cómo lava Dios el mundo! ¡Qué aguacero de sueños está cayendo!

Se ha puesto tan oscuro que escribo a tientas.

No sé si saben que discrepar de lo moderno está muy mal visto y puede ocasionar algún que otro quebranto en su fama.

¿Qué te has creído? Te muerdes las uñas del alma. Agitas los dedos entre las letras. Pero sin magia (dichosa palabrita). Las frases se acumulan sin más en el texto. O en el silencio. En estratos de apatía. Nada que hacer. Se empina cada vez más la vida. Estás que no estás. Y miras al sol en el suelo de tu cuarto.

Mis ojos ya no leen como antes. Ahora es todo distinto. Se distraen en otras miradas, o en las azaleas, o en cualquier bagatela de la calle. De pronto esos ojos se detienen en el líquido reflejo de unos abedules, o en el epicentro de un cuerpo que pasea. Indagan en el movimiento de las nubes o en esa nuca donde se estremece el deseo. Mis ojos ya no se conforman con palabras.