“… ha puesto los ojos en la humildad de su esclava… el Poderoso ha hecho obras grandes por míÉl hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón…(Lc 1, 48.49.51)


Con este título quiero decir "Cómo ser familia de Dios, Iglesia, y no morir en el intento", con todo respeto aquí que, el día de hoy, en el que hacemos memoria (obligatoria) del Inmaculado Corazón de María, María en su misterio más profundo, nos enseña cómo ser Iglesia, pero de verdad.

Un corazón, como el de Jesús, manso y humilde, que sabe ver y reconocer en los acontecimientos la mano de Dios, que medita en el interior (todas las cosas que dijo e hizo su hijo Jesús), sin dejar de tener preocupaciones muy humanas (como la de un hijo perdido y luego hallado; y la de unos novios que se quedan sin vino), y que se ofrece en el supremo sacrificio de entregar, de ver morir, a su queridísimo y dulce hijo, para luego abrazarle y estar con Él para siempre, y por toda la eternidad, atendiendo las súplicas de los que quedamos aquí, peregrinos.

Y es que si repasamos bien la historia de la Madre de Jesucristo, de la Madre de Dios y nuestra, descubrimos, como dice un amigo sacerdote (P. Patricio, cmf, -Misionero hijo del Inmaculado Corazón de María-) que camina por el Evangelio como de puntillas. Y con esa sencillez que le caracteriza, apareciendo las veces justas, interviene de forma totalmente admirable y ejemplar.

Ya desde el ‘protoevangelio’ aparece: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar.”(Gen 3,15) el anuncio del linaje de la historia de la salvación en medio de una enemistad con el mal.

Luego, el anciano Simeón, lo confirmaría en la presentación de Jesús en el templo: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.” De aquí se puede concluir que hay una novedad muy grande, mucho mayor que la Creación, que a través de la Encarnación de Jesucristo, del Hijo de Dios, en María, va a afirmarse de manera sin precedentes la Historia y la Alianza Nueva de Dios con Su pueblo.

María, es decir, la Bienaventurada Virgen María, nos dice continuamente, como a los siervos de las bodas de Canaán: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).

Pero hoy, con esta celebración de su corazón inmaculado, ¿qué me dice a mí que haga? Eso me lo planteo y te lo paso también a ti como tarea, lector. El evangelio de hoy en Lc 2, 41-51 acentúa el contraste de una angustiosa búsqueda de Jesús, normal en unos buenos padres,  con el debido conocimiento que habían de tener éstos sobre Él, acerca de su actitud de permanencia en la casa del Padre. Se trata, a través de una pequeña y sencilla ‘aventura familiar’, de mostrarnos cómo se ha de acoger el mensaje y la acción de Dios, conservándolos en el corazón, a semejanza de María.

Así, María no sólo es Madre de Jesucristo, el Verbo encarnado, sino que nos forma (al modo que hace una fragua templando el metal) y nos muestra, como verdadera madre nuestra que es, cómo es éso de la familia de Dios, cómo es ser Iglesia, no de cualquier manera que se nos pueda ocurrir, o en la que podamos más o menos creer o esperar, como si fuera discutible u opinable, sino según la Revelación que todo un Dios, en un entorno bien concreto, en una historia de salvación y de amor, ha querido formar con el linaje humano, elegir, a través de María.

Porque la familia que Dios quiere hacer y manifiesta con y a través de María, la Iglesia, es una determinada, circunscrita, encarnada de una manera concreta, que se ha ido extendiendo y haciéndose cada vez más grande, en obras mayores (Jn 14, 12) gracias a la primera discípula y Madre de todos los creyentes.

Como dice LG 63: “Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom., 8, 29); a saber: los fieles, a cuya generación y educación coopera con materno amor.”

Ésta es la Madre de Dios, tipo de la Iglesia “en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo”. Por ello, no puede haber Iglesia sin referirnos a Ella, porque Ella siempre nos lleva a Jesucristo.

Digamos cuánto queremos a María. Así será nuestro amor por la Iglesia que Jesucristo instituyó sobre Pedro.

Por eso, ahora no debe extrañar a nadie que el hoy beato Juan Pablo II, el Magno, enamorado de Ella, le dijera siempre “Totus tuus”. Así, Ella estuvo en todos los momentos de su vida abrazada a él, intercediendo, protegiendo y ayudándole en su misión. Él confió en Ella, y cambió el mundo. (dice el vídeo) ¿Y nosotros?

Cuanto más somos de María, más tenemos que ver con Jesús, más familia de Dios somos. Es como para pensárselo un poco más y meditarlo en el corazón, como Ella:

“Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.’ “ (Mc 3, 34-35).