Dios. Te escribo para ponerme en tu presencia,
para fijarme mejor en que estás a mi lado. Dios.
Y paso un buen rato mirando esa palabra que te nombra,
con la que te amo
pese a que esté pensando en otra cosa.
Dios. Imagino tu potencia de misericordia, tu paciencia, tu justicia,
tu amor. Imagino
tu mirada infinita de tan concreta.
Tu mirada en mí, que tengo el poder de nombrarte,
de escribirte aquí, a primera hora de la mañana. Dios.
Y vienes. O ya estabas.
Siempre estás. Aunque te mancille con mis obras.
Sobre mi escritorio deletreo tu intimidad trina.
Y te enseño la mesa, los libros, el alma rota.
Ven, Dios mío, ven conmigo. Asómate a mi vida
y restaura toda esta infinidad de cascotes y ruinas.
Te quiero, pero me derrumbo. Sin voluntad para casi nada
dejo pasar los días sin amarte.
Digo que te quiero (es más: lo escribo), pero es mentira,
debe serlo. ¿Cómo te voy a querer si malquiero tu gracia?
¿Cómo te voy a querer si no hablo contigo?
¿Ves estos libros? Los prefiero.
Paso más tiempo con ellos, y a ti de hecho te olvido.
¡Dios, Dios! Pero a pesar de todo te quiero.
Pese a que las evidencias demuestren lo contrario.
Necio y todo, y torpe, te escribo
ahora, en esta hermosa mañana de mayo.
Dios, estás aquí, conmigo. Abrázame los pecados.