Me han regalado el magnífico libro “En la mitad de mi vida” escrito por uno de esos grandes personajes, María San Gil, de los que tan escasos anda la vida política española, y en cuyas páginas, que transcribiría una por una a Vds., se narra con clarividencia lo que ha sido el sufrimiento por el que nuestras víctimas del terrorismo han tenido que pasar en esta España cobarde, cainita y acomplejada que ha preferido mirar para otro lado que acompañarlas en su dolor.
 
            Entre tantas otras cosas, María San Gil nos habla del protagonista de algunas de las acciones más abyectas y miserables de esa página dolorosa que son los años de plomo del terrorismo vasco separatista. Uno que incomprensiblemente, al menos para mí (los caminos del Señor pueden llegar a ser verdaderamente inescrutables), llegó a portar en su cabeza la mitra de obispo. Pero dejemos que sea María quien nos lo cuente, como testigo directo que fue de los hechos que en su libro narra:
 
            “ETA ha conseguido durante años imponernos su ley del silencio y, por miedo o por comodidad, hemos accedido a ello. Como sociedad hemos dejado mucho que desear, pero nuestras instituciones no han dado mejor ejemplo. Y no sólo me refiero a las instituciones políticas, porque en el País Vasco incluso la institución eclesiástica ha adolecido de falta de ejemplaridad e incluso de falta de caridad cristiana.
            La foto del Obispo Setién pasando de largo delante de los hijos de José María Aldaya concentrados para pedir la liberación de su padre y no deteniéndose para darles unas palabras de ánimo y consuelo es demoledora. Setién, entonces Obispo de San Sebastián, se dirigía la mañana del 20 de enero de 1996 a la basílica de Santa María, en el corazón de la parte vieja donostiarra, a celebrar la misa del día de San Sebastián, y pasó delante de la concentración que hacían los hijos, familiares y amigos de Aldaya en la que pedían su liberación. No se dignó mirarlos. Unos hijos que sufrieron el via crucis de tener a su padre secuestrado por ETA durante 341 días. ¿Por qué? Debería ser él quien contestara, pero aquel gesto no ayudó a mejorar la imagen que de Setién teníamos gran parte de los fieles. De Setién sabíamos, entre otras cosas, que durante los funerales prohibía dentro de las iglesias la bandera española sobre los féretros de los guardias civiles asesinados por ETA. [...]
            Me parecía increíble que Setién, mi obispo, no fuera más solidario con nuestro dolor y por eso creí que teniendo una reunión con él y explicándole directamente cuales eran nuestras circunstancias, su actitud cambiaría. Pero en absoluto fue así. Le puse el ejemplo de lo que sufría mi madre, pensando que me podía pasar algo y que nunca, a pesar de ir todas las semanas a misa, había recibido una palabra de consuelo o de ánimo. “¿Cómo voy a saber que tu madre sufre si no me lo cuenta?” Esto es lo que me contestó. Quizás las madres de los presos de ETA sí le contaban sus penas, porque les llegó incluso a ceder los bajos de la catedral del Buen Pastor para que hicieran sus encierros.
            Como somos gente educada, la entrevista terminó de forma correcta, pero recuerdo que bajé con los ojos llenos de lágrimas al darme cuenta de que, a pesar de formar parte de la grey, a mi “pastor” le importábamos bastante poco. Me llegó a decir: “¿Dónde está escrito que hay que querer a todos los hijos por igual?”. Yo entonces, ya era madre de dos niños, y nunca he dudado de que los quiero a los dos por igual, aunque sean completamente diferentes. Pero mi obispo me dejó muy claro que, para él, había fieles de primera y fieles de segunda. O sea, como los vascos, que los hay de primera, que suelen ser los nacionalistas, y de segunda, que somos los no nacionalistas” (op.cit. pág. 24-25).
 
 
 
 
 
Del perdón cristiano y las víctimas del terrorismo
De un español y un americano, padres los dos de un asesino
De lo que le dice la madre de un asesinado por ETA a la de su asesino