No cambian mucho las cosas. Ni siquiera las extraordinarias. Hay un rayo de sol que cada mañana sobre estas horas se queda un rato en mi mesa. Y tengo que estar pendiente de él, por ver si ilumina algo nuevo, o se desliza por el alma. Y me quedo encandilado en el marco de un espejo, en sus volutas doradas, en los adornos florales que circundan mi reflejo. Un vistazo a los periódicos me estremece y me hace rezar en un acto intenso. Miro las vetas de la madera de las puertas. Y viajo a bosques donde alguien pasearía a la sombra de los árboles que luego cortaron para que yo abriera la casa. No cambian apenas las cosas. Lo extraordinario de esta luz y de estas acacias; lo extraordinario de las palabras que pasean por la calle, o que corren en una estampida de gritos. Y ese poco de cielo, y ese mucho de aire que circula por el tiempo. Hay unas escarpias en la pared, que no sostienen nada, como no sea mi mirada y quizá el recuerdo de un lejano cuadro, cuando era más joven y leía a cualquier hora a Juan Ramón Jiménez, y me imaginaba un mundo lleno de estanques y violetas, y estelas de espumas poéticas. ¡Cuántas cosas suceden y se suceden al cabo de la vida! ¡Cuántas cosas que no percibimos, que no atendemos! Y vuelvo a contemplar ese rayo de sol, ahora un poco más delgado y ceñido a mi mano derecha.