El olivo, si no se cuida y se abandona a que fructifique espontáneamente, se convierte en acebuche u olivo silvestre; por el contrario, si se cuida al acebuche y se le injerta, vuelve a su primitiva naturaleza fructífera. Así sucede también con los hombres: cuando se abandonan y dan como fruto silvestre lo que su carne les apetece, se convierten en estériles por naturaleza en lo que se refiere a frutos de justicia. Porque mientras los hombres duermen, el enemigo siembra la semilla de cizaña: por esto mandaba el Señor a sus discípulos que anduvieran vigilantes. Al contrario los hombres estériles en frutos de justicia y como ahogados entre espinos, si se cuidan diligentemente y reciben a modo de injerto la palabra de Dios, recobran la naturaleza original del hombre, hecha a imagen y semejanza de Dios. Ahora bien, el acebuche cuando es injertado no pierde su condición de árbol, pero si cambia la calidad de su fruto, recibiendo un nombre nuevo y llamándose, no ya acebuche, sino olivo fructífero: de la misma manera el hombre que recibe el injerto de la fe y acoge al Espíritu de Dios, no pierde su condición carnal, pero cambia la calidad del fruto de sus obras y recibe un nombre nuevo que expresa su cambio en mejor, llamándose, ya no carne y sangre, sino hombre espiritual. Más aún, así corno el acebuche, si no es injertado, siendo silvestre es inútil para su señor, y es arrancado como árbol inútil y arrojado al fuego, así el hombre que no acoge con la fe el injerto del Espíritu, sigue siendo lo que antes era, es decir, carne y sangre, y no puede recibir en herencia el Reino de Dios. Con razón dice el Apóstol: «La carne y la sangre no pueden poseer el Reino de Dios» (I Cor 15, 50); y «los que viven en la carne no pueden agradar a Dios» (Rm 8, 8): no es que haya que rechazar la sustancia de la carne, pero hay que atraer sobre ella efusión del Espíritu… (San Ireneo de Lyon, Contra las herejías, V, 10:1)
 
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El símil utilizado por San Ireneo es muy adecuado y evidente. El acebuche cuidado e injertado se transforma en olivo. El ser humano, cuando vive dentro de  y recibe en su corazón la palabra de Dios, se convierte en un nuevo ser nacido del Espíritu.

 
Siempre me he preguntado la razón para que la efusión del Espíritu, que vivió  en sus primeros tiempos, se fuera atenuando y transformándo en un soplo más suave y personal. Leyendo este texto de San Ireneo he encontrado una razón interesante para ello. En los primeros tiempo no existían textos que recogieran  de Dios. Evangelio y Tradición se comunicaban oralmente. Es evidente la necesidad de una capacidad adicional de discernimiento y animación para que la Palabra de Dios se transmitiera. Cuando esta Palabra se puso por escrito y fue accesible a todos, el Espíritu dejó de soplar como huracán y se volvió brisa leve que susurra al oído.

 
Los efectos sobre el corazón del ser humano también son diferentes. En los primeros tiempos las evidencias de nuestra Fe eran pocas y necesitaban de un combustible especial para prender nuestra alma. Hoy en día las evidencias son muchas y depende de nuestra voluntad aceptarlas.

 
Lo cierto, tal como indica San Ireneo: “así el hombre que no acoge con la fe el injerto del Espíritu, sigue siendo lo que antes era […]no puede recibir en herencia el Reino de Dios.

 
Pocas veces nos preguntamos a nosotros mismos si dejamos que el Espíritu injerte en nosotros  proveniente de Dios. Nos cuesta aceptar que la conversión es un proceso continuo que dura toda nuestra vida y no una cómoda estación Termini.

 
Este domingo celebramos Pentecostés, que se marca como el momento en que  se manifestó por primera vez. Entonces se realizó por medio del Espíritu Santo. Hoy en día, también debería seguir siendo el Espíritu quien nos animara a dar testimonio y actuar. Que Dios nos envié su defensor y nos ayude a transformar nuestra agrietada naturaleza.