La izquierda, especie necrófaga, se alimenta de muertos. Los vivos se le dan mal porque nadie que respire elige una hoz si puede escoger una cosechadora. Como quiera que el socialismo ha convertido el hambre en una conquista social, los vivos optan por lo general por sistemas políticos que le garanticen las tres comidas diarias y la copita de chinchón para las risas de la sobremesa. Los muertos son otra cosa. A los muertos, que no comen, se lo come la izquierda para regurgitar en beneficio propio un discurso fúnebre atestado de cunetas, juicios sumarísimos y paredones.

Si alguien aduce que ese es también el discurso del catolicismo respecto a la Guerra Civil es porque ignora la relación del martirio con el perdón, que es la antítesis del resentimiento, que es a su vez la pala con la que la izquierda excava las trincheras desde las que dispara al cadáver de Franco para herir no tanto a quien añora el Fuero de los Españoles como a quienes, al asumir que Fraga y Carrillo eran compatibles por desiguales en un país desigual, pero compatible, hicieron posible la transición, que es a la política contemporánea lo que la caricia de toda la vida al amor.

La transición prevalece sobre la democracia como la caricia prevalece sobre el beso. La caricia, que es instintiva, no engaña, en tanto que el beso, que es racional, es un pretexto para el silencio por aquello de que no se habla con la boca llena. Se puede besar mientras se piensa en Peñíscola o en la línea recta, como se puede acatar la Constitución mientras se piensa en dinamitar su artículo dos o en castigar a la Iglesia con una asignatura alternativa a la de religión, que, al ofrecer desprovistas de fe sus virtudes cardinales, viene a ser como una chilena de Ronaldo que no acaba en gol.