Para las clases de oratoria trato de ofrecer a los estudiantes modelos de predicación tanto en el fondo (lo que se dice) como en la forma (como se dice). Suele haber dificultad en encontrar buenos modelos pero, por fortuna, los hay también en la Iglesia.
 
En octubre de 2010 el arzobispo de Nueva York ofreció una interesante y valiosa conferencia a un grupo de personalidades de diferentes ámbitos, sociales en un evento organizado por el . El título de esta entrada refleja el tema de fondo de aquel discurso que va más allá de una denuncia o constatación de hechos. De suyo, creo que su valor estriba en que va más allá de esto pues propone, de modo ameno e interesante, soluciones.
 
Ofrezco el texto completo que realmente permite un acercamiento a la realidad de la Iglesia hoy con no pocas pizcas de humor y una loable y amena profundidad. Pego también el video del discurso completo en lengua inglesa. Definitivamente un modelo de predicación (las negritas son mías)
 
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Gracias a todos. Agradezco profundamente la cortés invitación y la calurosa bienvenida. Estaba recordando cómo han sido increíblemente perseverantes. Cuando fui nombrado arzobispo de Nueva York, hace un año, en febrero, una de las primeras invitaciones que recibí fue para el Lumen Institute, y recuerdo haber llamado a David y decir: «David, no creo poder ir ese día” porque fue, creo yo, el viernes posterior a mi toma de posesión». Le dije: «No creo poder hacerlo, ¿pero por qué no me sigues invitando y, si Dios quiere, seremos capaces de ir tarde o temprano», y me estuvo buscando con persistencia y aquí estoy.
 
Me alegra estar con ustedes. Muchas gracias. Espero que puedan visualizar qué inspiración son todos ustedes. Aquí tenemos más de cien muy distinguidos –y no estoy tratando de echarles incienso–, tenemos más de cien distinguidos líderes ocupadísimos, y que desean tomarse un día para reflexionar en lo que realmente importa, lo primero en la vida: «Busca primero el Reino de Dios y lo demás se te dará por añadidura». Esta es una real inspiración para mí. Ustedes son “lumen”, son una luz para mí. Estoy algo intimidado, después de tener a excelentes predicadores como David, Frank y Joe. Me toca ser el cuarto en la línea de bateadores y ustedes me imponen, así que…, pero bueno, ¡aquí voy!
 

Hoy les voy a hablar sobre la Iglesia. Me dijeron (porque hice mi tarea), me dijeron que le estoy hablando a una audiencia muy católica. Me doy cuenta, con mucho respeto, que aquí hay gente que no es católica, pero los organizadores me aseguraron que, si bien no son católicos, guardan un gran respeto hacia la Iglesia, por ello espero que mis palabras de hoy sobre la Iglesia se puedan aplicar y, espero, ser de algún modo de interés para todos ustedes.
 
Nos reunimos en el primer viernes de octubre. Los primeros viernes siempre son importantes para mí. Nos reunimos en el primer día del mes dedicado al Santo Rosario y en la fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús, la pequeña flor, una de mis favoritas. Esta tarde –estoy llegando de una visita al santuario de la Madre Cabrini; nos reunimos ahí para rezar– y esta tarde vamos a tener el honor de recibir las reliquias de San Juan Bosco en la catedral de San Patricio. Ayer, estuve en el santuario de Nuestra Señora, Auxilio de los cristianos, y hubo ahí cerca de 2.000 jóvenes (fue un día raro, peor que este) para rezar… y su entusiasmo en recibir las reliquias de Juan Bosco… y fue muy inspirador el rezar y recordar su misión y su ejemplo.
 
Están conmigo dos huéspedes especiales que les quiero presentar. Mencioné a Don Bosco porque le tengo una gran devoción, y eso es así porque cuando tuve siete años y en segundo grado de la escuela Holy Infants, en Baldwin, Missouri (esos ocho años fueron los más importantes de mi educación religiosa), teníamos hermanas de la caridad, de Drogheda, Irlanda. Y mi maestra de segundo grado fue la hermana Mary Bosco. ¡Y ella está aquí! ¿Les puedo presentar a la hermana Mary Bosco? Hermana, ¿me dijo esta mañana, hace 68 años…? Hace 66 años en la fiesta de la pequeña flor, ella entró al convento.
 
Así que… ¡Aleluya! No les diré cuántos años tiene, pero conoció a la pequeña flor. ¡Bienvenida, hermana Clare, también de Irlanda, asignada a Belfast! Hermana, estamos complacidos de tenerla entre nosotros también.
 
Me han acompañado a dar la vuelta. Ya han visto la Quinta avenida y la avenida Madison y Broadway, y ahora quiero iniciar unas breves palabras con ustedes esta tarde llevándolos a otro camino, no Madison, ni la Quinta, ni Broadway, sino al camino de Damasco. Y quiero llevarlos en el tiempo, después de que Jesús regresó a su Padre en el Cielo, y quiero que recuerden a un hombre llamado Saulo, probablemente el terrorista más vicioso e intimidante contra la naciente Iglesia, galopando en el camino hacia Damasco para continuar su persecución despiadada contra la Iglesia.
 
Lo saben de memoria, pero dejemos que San Lucas, en el capítulo nueve de los Hechos de los Apóstoles, nos lo recuerde. «De repente vino una luz (lumen) del cielo. Saulo cayó al suelo y escuchó una voz: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. “¿Quién eres, Señor?”, preguntó Saulo. Y respondió la voz: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues…”».
 
Ahora, hermanos y hermanas, analicen cuidadosamente estas palabras. El Maestro, Jesús, no dijo “estás persiguiendo a mis discípulos, Saulo”. Él no dijo “tú persigues a mis seguidores”. Él no dijo “Saulo, Saulo, estás persiguiendo a mi Iglesia”. ¿Qué dijo? “Saulo, ¿por qué me persigues?”. ¿Ven todos la lección ahí? Saulo y su Iglesia son… –perdón, quise decir Jesús–, me distraje con la comida. ¡Siempre me distraigo con la comida! Uds. continúen, amigos. Ustedes pueden escuchar y comer. Porque el Señor sabe que yo puedo hablar y comer. Escucharon lo que Jesús…, ¿qué quiso decir Jesús? Mis amigos, Jesús y su Iglesia son uno. Jesús se identifica con su Iglesia. Jesús y su Iglesia son inseparables. Es lo que Jesús trataba de enseñar a Saulo en el camino hacia Damasco.
 
Y entonces, miren qué hizo Saulo. ¿Acaso Saulo dijo: “¡Oh! Qué experiencia de haberme caído del caballo. Aceptaré personalmente a Jesús como mi Señor y Salvador y seguiré siendo el mismo individuo en el mundo”. ¡No! Buscó a la Iglesia. Los seguidores unidos de Jesús guiados por Pedro y los apóstoles, que ya tenían –si bien como embrión– los sacramentos, una doctrina definida, la Eucaristía dominical, una cohesión común y una identidad externa y un código moral. Buscó la Iglesia para encontrar a Jesús, para ser bautizado en su Iglesia y para unirse a ellos en la labor de santificación y evangelización.

Por ello, amigos míos, este hombre ahora conocido como Pablo, después de su bautismo, no es de extrañar que este Pablo escribiría sobre la Iglesia de forma poetica, como la esposa de Cristo, como la Iglesia Cuerpo místico con Jesús como cabeza, como el templo de las piedras vivas con Cristo como piedra angular, los apóstoles como los fundamentos, y los miembros como piedras vivas. Y en Pablo, detectamos ya el murmullo del gran teólogo francés Henri de Lubac, quien en su lecho de muerte dijo: «Las dos cosas más importantes en mi vida son Jesús y su Iglesia y» –escuchen esto– «¿qué hubiera podido conocer de Él sin Ella?».
 
Mi primer pastor en San Louis, Mons. Cornelius Flavin, fue un gran promotor de conversiones. Cientos de personas acudieron a él para ser instruidos en la fe católica, y solía empezar cada instrucción con esta triple distinción. Él diría que un teísta es uno que cree en Dios, un cristiano es uno que cree que Dios se hizo hombre en la persona de Jesucristo, y un católico es uno que cree que este Jesús permanece vivo, activo y accesible en su Iglesia. Les digo esto, como si les dijera algo que no supieran. ¿Por qué digo esto a un grupo de líderes católicos comprometidos? Porque, esto es crítico hoy en día, yo sostengo que hoy vivimos en una era post-Iglesia. Se solía decir que vivíamos en una era post-cristiana. ¡Malarkey! (¡Pamplinas!) como dirían las hermanas Bosco y Clare.

No vivimos en una era post-cristiana. Nadie tiene problemas con Jesús. ¡Todos tienen problemas con la Iglesia! Hoy, la gente quiere un rey sin reino, un pastor sin rebaño, creer sin pertenecer, una familia espiritual con Dios como mi Padre y Jesús como mi Hermano donde yo soy el único hijo. Quieren un general sin ejército, quieren espiritualidad sin religión, quieren fe sin fieles, quieren a Cristo sin su Iglesia; y, amigos míos, para nosotros los católicos, esto es absolutamente imposible. El gran teólogo y beato Columba Marmion nos recuerda: «Todos los misterios de Dios-hombre se dan en el establecimiento de su Iglesia. Cristo vino para construirse un cuerpo de miembros, una esposa. Tan cercana e íntima es la unión que Él es la vid y ella las ramas; Él es la cabeza, la Iglesia es su cuerpo; Él es el novio, ella la novia. Unidos, ellos componen lo que san Agustín llamó “el Cristo total”».
 
Ahora escuchen todos. Ustedes están en las primeras filas de la evangelización. Ustedes están en las primeras filas tratando de llevar luz (lumen) al mundo. Les propongo que este es quizá el reto pastoral más espinoso que enfrentamos nosotros los católicos hoy en día: parece que el mundo no necesita de la Iglesia. Incluso un grupo creciente de católicos ven a la Iglesia como un obstáculo, una distracción. No les estoy diciendo nada nuevo. Ustedes tienen hijos, nietos, que viven así, ¿no? Incluso algunos de ustedes piensan así, no lo sé. Este sentimiento creciente de que podemos tener a Cristo sin su Iglesia hace que los católicos comprometidos se estremezcan. Sí, esto está pasando. Quisiera que vieran los resultados del centro de investigación de Filadelfia, el Pew Research Center, o el centro de investigación aplicada en el apostolado en Washington, D.C. Por primera vez en la historia de la Iglesia católica, en los Estados Unidos, la gente se está identificando como ex-católicos. ¡Uds. conocen las buenas noticias! Adivinen cuál es la denominación cristiana más grande en los Estados Unidos: los católicos romanos.

Adivinen cuál es la segunda denominación más grande en los Estados Unidos: la de los ex-católicos, gente que se identifica a sí misma como que fue católica. Ahora, miren, como bien saben, siempre está el grupo de lo que llamábamos católicos “reincididos” o alejados. La diferencia, hoy, es que la gente está abandonando la Iglesia. Antiguamente la gente solía decir: “Soy católico. No practico. Me he alejado. Solía ser católico”. Pero se identificaban aún como católicos. Como suele decir un pícaro periodista en Nueva York, Jimmy Breslin: «Nosotros los católicos nos alejamos con frecuencia, pero cuando nos enfermamos gravemente, regresamos a la Iglesia». ¡Pues ya no más, compañeros! La gente está abandonando la Iglesia, está renunciando a su membresía y uniéndose a otros.
 
Pero no soy [pesimista como] Chicken Little. Pues hay mucho crecimiento y muy buenas noticias en la Iglesia católica de los Estados Unidos. El año pasado, en la arquidiócesis de Nueva York, más de 3 mil personas se hicieron católicos en la Vigilia Pascual. Gente prominente continúa convirtiéndose al catolicismo. Gracias a la inmigración, la Iglesia está creciendo en los Estados Unidos. Y la abrumadora mayoría de hombres y mujeres católicos permanecen fieles a la fe de sus padres. ¡Aleluya por esto! No canto victoria, debo ser realista sabiendo –no sé si están de acuerdo conmigo o no– que el problema pastoral número uno que confrontamos los católicos, el día de hoy, es que más y más gente no ve la conexión intrínseca entre Jesucristo y su Iglesia.
 
¿Qué vamos a hacer al respecto? ¿Qué vamos a hacer? Puedo proponer cuatro cosas; hay muchas más y tengo más en mi mente. He dado esta misma plática el lunes pasado, de hecho, y sólo di tres propuestas. Hoy voy a tratar de proponer cuatro. Ya ven cómo voy creciendo constantemente y también aprendiendo. Ciertamente creciendo… La primera vez que me encontré con el Santo Padre Juan Pablo II, después de ser asignado arzobispo de Milwaukee, tuve que asistir a mi visita ad limina, y lo conocía un poco –no pretendo ser de los más conocidos, pero estuve en Roma 7 años como rector y él más o menos me reconoció– y cuando fui para informarle sobre Milwaukee, pude ver que me miró y me dijo: «Ah, me acuerdo de ti, del Colegio Norteamericano. Dime acerca de la arquidiócesis de Milwaukee». Este había sido un año más o menos desde que dejé el rectorado del colegio. Y le dije: «Santo Padre, ¡buenas noticias! La arquidiócesis de Milwaukee está creciendo», y me miró y dijo: «¡También su arzobispo!». Ahora, pues, tengo una declaración infalible… Pero bueno.
 
Permítanme sugerir cuatro cosas: primero, una visión renovada de la Iglesia; segundo, una apologética renovada; tercero, un sentido renovado de la misión contracultural de la Iglesia; y cuarto, un renovado sentido de arrepentimiento. ¿Están listos? Sólo voy a dedicar dos o tres minutos a cada uno de los puntos, así que no se tienen que preocupar.
 
Número uno. Sugeriría que tratáramos de cultivar una nueva apreciación de la Iglesia como nuestra familia espiritual. Necesitamos un nuevo modelo de Iglesia como nuestra familia sobrenatural. Ya ven que hay varios modelos de Iglesia. El Card. Avery Dulles –estamos orgullosos de decir que es neoyorkino– escribió un libro sobre modelos de la Iglesia: la Iglesia como comunión, la Iglesia como servidora, la Iglesia como sacramento, y así. Sugiero, amigos, que necesitamos un nuevo modelo para combatir este problema pastoral: la Iglesia como nuestra familia sobrenatural. Escuchen y vean si concuerdan conmigo.
 
Para nosotros los católicos, nacimos dentro de la Iglesia. Ahora bien, no estoy quitando méritos a los impactantes conversos –Dios los bendiga– que se unen a la Iglesia como adultos. Pero incluso ellos serían los primeros en decirnos que una de las primeras cosas que ellos aprecian de la Iglesia es que es una familia, es algo que existe casi ontológicamente en sus miembros. Es un ahí, es algo dado. Nosotros no elegimos a nuestra familia sobrenatural, la Iglesia, como tampoco elegimos a nuestra familia humana. El catolicismo está en nuestro ADN, en nuestros huesos, en nuestros genes. Ahora, nos podríamos alejar sólo por un momento de nuestra familia espiritual, así como lo hacemos con nuestra familia humana. Nos podríamos escandalizar de nuestra familia sobrenatural, o sentir confusos. ¿Y qué? Pasa lo mismo con nuestra familia humana, ¿o no? he tratado de hacer un árbol genealógico de mi familia, yendo a la raíz en Irlanda, y me detuve después de tres generaciones, estaba avergonzado.

Me acuerdo cuando fui rector del Colegio Norteamericano, en Roma, Bob y Dolores Hope… –no cuando fui rector, sino cuando fui estudiante en los años 70– adivinen quién vino a comer un día, pues Bob y Dolores Hope. Entonces Bob Hope tomó el micrófono y dijo: «Estoy aquí por mi esposa, Dolores. Ella es italiana. Y le prometí que la traería a Italia y que buscaríamos encontrar parientes suyos italianos». Luego añadió: «Costó diez mil dólares encontrarlos… y cien mil deshacerme de ellos». Entonces, nos avergonzamos de nuestra familia natural. Tenemos problemas con esto. Y es lo mismo con nuestra familia sobrenatural, pero bueno, ¡nunca la dejamos! Queremos estar con ella los domingos. Queremos estar con ella en Navidad y en Pascua. Queremos estar con ella en los eventos esenciales de la vida, como en el nacimiento y el matrimonio y en la muerte. Y mientras avanzamos en edad, más apreciamos la sabiduría y las enseñanzas que nos ha transmitido. Y nos damos cuenta que de algún modo, querámoslo o no, somos parte de la Iglesia –y digo esto con mucho respeto–, del mismo modo en que somos parte de nuestra familia humana.
 
Un obispo utilizó recientemente un término muy hermoso. Dijo que nosotros los católicos estamos marinados en la fe. Estamos marinados, hemos crecido así. Entonces la Iglesia no es nada más una institución o una colección de credos y de moral definidos claramente. No es nada más el agente más efectivo de caridad y educación en el mundo de hoy. No es nada más un buen lugar para rezar y alabar, si bien todo esto es esencial. ¡La Iglesia es mi hogar espiritual. Es mi familia!
 
¿Han leído “El poder y la gloria” de Graham Greene? Han escuchado acerca de Graham Greene, el gran converso del anglicanismo que vino a ser un renombrado escritor internacional británico. Probablemente su libro más famoso se titula “El poder y la gloria”, acerca del triste sacerdote whisky –el sacerdote nunca tuvo un nombre– el triste sacerdote whisky que tenía problemas con la botella pero permanecía fiel a la fe. Y estaba viviendo en los años 20 y 30 en el México severo anticlerical, donde ser un fiel sacerdote era castigado con la muerte. Y está en el aire, está huyendo de los soldados. Y una familia británica, episcopalianos, lo puso en el establo. Y la niña adolescente estaba fascinada con el padre whisky. Y un día le dice: «¿Por qué no renuncias?», «no entiendo», replicó el sacerdote whisky. «Tú sabes», continuó la chicha adolescente, «renuncia a tu fe católica». «Eso es imposible. De ninguna manera. Está fuera de mi poder», replicó el sacerdote whisky. La adolescente escuchaba con atención y dijo: «Ah, es como una marca de nacimiento». Ambos tenían razón. Es como una marca de nacimiento, nuestra fe, un carácter impreso en el bautismo. Y no hay modo de renunciar a ello. Nuestra fe es como una marca de nacimiento. Este es el número uno, amigos míos. Recobremos el sentido de la Iglesia como familia.
 
Número dos, redescubrir la apologética. ¿Saben a qué me refiero con apologética? Al arte de la credibilidad, y defender y presentar convincentemente la fe católica. Ya estoy cansado –y creo que mis hermanos sacerdotes que están en este salón desafortunadamente dirán que también ellos–, estoy cansado en este tiempo del año, cada año que soy sacerdote –me pasó hace unas semanas, un sábado por la noche en la misa de una parroquia del Bronx–, estoy cansado de tener a una mamá y a un papá que vinieron a mí y dijeron: «Sabe, arzobispo, hace un mes nuestro hijo se fue a la universidad. Él ha estado en una escuela católica desde el kínder. Nos esforzamos lo mejor que pudimos para que creciera en la fe católica. Nunca faltó a la misa dominical. Le hablamos la semana pasada para preguntarle si iría a misa, y nos dijo: “Mamá, papá, no se preocupen. Tengo un compañero de cuarto muy cristiano. Él me señaló dónde está mal la fe católica, y estoy yendo con él a su iglesia evangélica”. ¿Qué hicimos mal?». Eso me preguntaron los papás, y yo les dije: «No, ¿qué hizo mal la Iglesia? Hemos fallado al no convencer a este joven en el arte de la credibilidad, convincentemente defendiendo y presentando su fe. La denominación religiosa de su compañero de habitación no falló en esa área».
 
Yo digo que tenemos que traer de vuelta la apologética. No me refiero a la combativa, arrogante, que te da en la cara y que ha sido asociada en el pasado. Quiero decir un fundamento en la fe católica que es racional estable, humilde, confiable y además la habilidad de defenderla de comentarios estúpidos, bien sea que vengan de compañeros de habitación, páginas editoriales o comediantes de la tele. La Iglesia católica es la que posee la fe única, verdadera, santa, católica y apostólica. Como el hombre que beatificó Benedicto XVI la semana pasada, en Inglaterra, uno de los intelectuales más radiantes en el siglo XIX, John Henry Newman, cuando se convirtió a la Iglesia católica, escribió: «He llegado a creer que la Iglesia católica romana es la única Iglesia verdadera instituida por Jesucristo». Pertenecemos a la Iglesia que ha sobrevivido al calabozo, al fuego y a la espada. La apologética nos prepara para sobresalir de las críticas irracionales hacia nuestra fe, y para presentarla con claridad, paz, serenidad, confianza y alegría. Necesitamos, hoy más que nunca, de la apologética.
 
Y número tres. Un sentido renovado de ser contracultural. ¿Qué significa esto? Este es un término del último periodo de Juan Pablo II. La Iglesia es contracultural. La gente no se une a la Iglesia porque se conforma con el mundo, sino porque no lo hace. Invitamos a la gente que conforme sus vidas con las enseñanzas de la Biblia y de Jesucristo, fielmente presentadas en la Iglesia. No los invitamos a una comunidad que quiere cambiar las enseñanzas de Cristo para conformarlas a las modas del día. Tenemos una enseñanza inmutable que siempre es nueva y actual, y no cambia nada más para llenar la editorial de los periódicos élites. Ya ven que las únicas iglesias que crecen hoy en día son aquellas que presentan clara, consistente e irresistiblemente la fe y la moral. Esas religiones que se adaptan constantemente, cambian, vacilan y se rinden a lo que ellos laman “relevancia”, se hacen irrelevantes. Espero no estar ofendiendo a nadie, pero tengo un buen amigo –no católico, así que creo que hago bien al citarlo– que dijo: «¿Sabes cuándo fue la última vez que escuchaste de alguien en su lecho de muerte que se convierta al unitarianismo?». La gente se convierte al catolicismo, así como otras personas quizá se unen a otras denominaciones de fe, porque nos asimos a algo estable. Somos consistentes, somos fieles, somos leales.
 
¿Tuvieron la oportunidad de leer… –cómo es que este hombre aún tiene trabajo, no me lo explico–, tuvieron la oportunidad de leer el lunes después que el Santo Padre visitó Inglaterra, en la columna editorial del New York Times, del columnista Ross Douthat? No me explico cómo mantiene su trabajo en el New York Times defendiendo al Papa, pero, ¿puedo leerles un extracto de lo que dijo? Está hablando del éxito descomunal de la visita del Papa a Inglaterra. Dice: «La Iglesia de Benedicto y de Juan Pablo II se ha esforzado por mantener la continuidad con la tradición cristiana, incluso al grado de parecer reaccionaria y fuera de lugar. Sí, esto le ha costado a la Iglesia su lugar privilegiado entre los líderes de opinión del Oeste y se ha ganado el desprecio de la opinión en boga. Pero la continuidad, no una adaptación rápida y quizás arriesgada, ha sido siempre el propósito de la Iglesia y el secreto de su fortaleza perdurable. La gente busca a la Iglesia para salvaguardar lo que lograron aquellos visionarios del pasado, los santos y confesores de la fe, para conservar la herencia del catolicismo y proveer un símbolo de unidad al billón de miembros en nuestra Iglesia tan extensa. Buscan a la Iglesia por su amplitud de miras, por la sabiduría que dice que no todo cambio es para lo mejor, y que es mejor aguantar y sobrevivir algunas revoluciones que aceptarlas». Un sentido renovado de ser contracultural.
 
Y finalmente, cuatro: necesitamos un sentido renovado de arrepentimiento. Necesitamos confesar el lado pecador de la Iglesia. ¡Admitámoslo! Una de las razones por las que tenemos un número creciente de ex-católicos es porque se han sorprendido, entristecido y escandalizado por las acciones pecaminosas de los católicos, incluyendo a la jerarquía y al clero.
 
¿Han escuchado de Flannery O’Connor, la gran novelista católica del Sur, de Georgia? Ella dijo una vez: «No es el mucho sufrir por la Iglesia lo que me molesta. Es sufrir de Ella». Tiene razón en la apreciación. En su lado humano, Ella puede ser imperfecta, descuidada, torpe y corrupta. Durante el Gran Jubileo del año 2000, el Papa Juan Pablo pidió perdón 55 veces por pecados específicos, errores y escándalos de los miembros de la Iglesia en sus 20 décadas de historia. Cristo, como nos recuerda el teólogo Ronald Rolheiser, es siempre Cristo colgado entre dos ladrones. Y nosotros la amamos apasionadamente aún más. Y no necesitamos esconder el hecho de que el Cuerpo Místico de Cristo tiene verrugas. De hecho, lo anunciamos con trompetas, porque como clamó San Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». El escándalo, la estupidez, el pecado en los miembros de la Iglesia no prueban que Ella no es la única Iglesia verdadera, sino que Ella es, de hecho, la única Iglesia verdadera.
 
Uds. hablan del piropo irlandés. ¿Han escuchado hablar de la gran cita del historiador británico, no católico, Lord Macaulay? Escuchen esta maravilla: «Después de un estudio considerable y con un sentimiento de pesar, como protestante comprometido, debo confesar que creo que la Iglesia católica romana es de origen divino, porque ninguna institución humana dirigida con tanta estupidez hubiera podido sobrevivir una quincena». Recuerdo las bellas palabras del poeta italiano, Carlo Carretto, que escribió en su autobiografía (escuchen estas hermosas palabras acerca de la Iglesia): «¡Cuánto te he criticado, Iglesia mía, si bien cuánto te amo. Sí, me has hecho sufrir. Y, sin embargo, te debo más que nadie. Sí, tú me has dado escándalo, sin embargo, tú me has hecho entender la santidad. Nunca en este mundo he visto algo más comprometido, más falso, que tú, mi Iglesia. Y, sin embargo, nunca había tocado algo tan puro, tan generoso, tan verdadero, tan hermoso. Innumerables veces he sentido como que azoto la puerta de mi alma en tu cara. Y, sin embargo, cada noche oro para no morir sino en tus brazos. No, Iglesia mía, no me puedo librar de ti, puesto que soy uno contigo. Estas en mi sangre. Entonces, ¿a dónde iría? ¿A empezar otra iglesia? No lo podría hacer sin los mismos defectos, porque resulta que también son mis defectos. Entonces sería mi iglesia, no tuya. ¡No! Soy lo suficientemente viejo para saberlo. ¡Yo me quedo en la Iglesia!
 
Lo que resulta de todo esto, es que tenemos una Iglesia en la cruz. Tenemos una Iglesia herida. ¿Alguna vez se han preguntado qué fue lo que hizo Jesús, la primera vez que se apareció a sus discípulos, después de la resurrección? ¿Qué nos dice el capítulo 20 de San Juan? Lo primero que hizo fue mostrarles sus heridas. Jesús resucitado les mostró sus cinco heridas. Los exegetas nos dicen que hizo eso para decir: «No soy un fantasma. Soy el mismo que estuvo en la cruz el viernes». Sí, es la realidad de la resurrección. Pero yo sugiero que la otra razón por la cual Jesús nos mostró sus heridas es porque incluso en su cuerpo resucitado Él portaba las heridas, e incluso en su Cuerpo Místico, la Iglesia, Él portará las heridas. Somos una Iglesia herida, y eso no es algo malo. El Card. Cahal Daly, el primado emérito de Irlanda, dijo: «Hoy, la Iglesia se encuentra a sí misma en la tierra, de rodillas». Y además, dijo: «No es un mal lugar para estar».
 
Cuando fui rector del Colegio Norteamericano, en Roma, uno de mis mejores amigos sacerdotes trabajaba como vicerrector, Mons. Bernie. Él es de la diócesis de Scranton. Bernie y yo estuvimos juntos en el seminario, éramos compañeros de clase. Posteriormente, Bernie y yo trabajamos juntos en la nunciatura apostólica en Washington, D.C. Somos como hermanos. Cuando estuvimos juntos en Washington, D.C. –él es un gran atleta, está muy fornido– tanto él como el Arzobispo Laghi, nuncio en el momento, solía salir mucho a jugar ráquetbol por las tardes, y le rogábamos a Bernie que dejara ganar al nuncio, para que no estuviera de mal humor. Pero Bernie no lo permitía, era muy buen atleta. Y un día vino a casa y dijo: «Tim, hoy perdí feo. Mi visión está borrosa, necesito nuevos lentes». Así que fuimos al oculista y éste dijo: «Monseñor, sus ojos están bien. Le sugiero que vea a un neurólogo si le está molestando la vista». Y así lo hizo. Luego regresó y me dijo la mala noticia de que el neurólogo le había dicho que tenía esclerosis múltiple. Dijo: «La buena noticia es que el médico dijo que todavía tengo diez años». Bueno, pues diez años después, Bernie y yo estamos juntos en Roma. Yo soy rector en el Colegio Norteamericano y él es vicerrector. Y casi diez años a la fecha, trágicamente, el doctor estaba en lo correcto, porque la esclerosis múltiple vino fuerte. Y la entera comunidad del seminario fue testigo del deterioro de Mons. Bernard Yerish.
 
Y un día, él estaba en Misa –era el celebrante– y así que se aproximaba a los tres escalones del púlpito, sus piernas se le doblaron y se cayó, y su cabeza iba directo al altar de mármol. El seminario entero respiró hondo y, gracias a Dios, Bernie en escasos segundos fue capaz de agarrar el altar de mármol y así no se pegó en la cabeza. Y lentamente se fue incorporando, tomó aliento, y dijo: «No creo, de verdad, que seré capaz de continuar a menos que me quede aquí pegado en el altar». Y luego se detuvo y añadió: «Y quizá este sea el mejor sermón que haya dado hasta hoy».
 
Por eso les digo que esa fue, quizá, la mejor formación al sacerdocio que pudieron recibir esos jóvenes. Este hombre herido, este hombre frágil, este hombre débil, capaz de continuar con una eficacia que no tuvo cuando era fuerte y vigoroso y sano, porque se estaba adhiriendo al altar que representa, claro, a Cristo crucificado. Esa es la Iglesia. Esa es la Iglesia reconociendo su fragilidad, sus heridas, su pecaminosidad, su debilidad en adherirse a Cristo lo más que puede. Necesitamos recobrar y renovar el sentido de arrepentimiento y confesar el lado pecaminoso de la Iglesia.
 
Esas son mis cuatro recomendaciones, amigos. Un sentido renovado de la Iglesia como familia, un sentido renovado de la apologética, un sentido renovado de ser contracultural y un sentido renovado del arrepentimiento, para que confesemos los pecados de la Iglesia. Para que, si lo hacemos, quizá algún Lumen Institute, en un primer viernes, con otro arzobispo de Nueva York, se escuche que la gente no está dejando la Iglesia, y que la gente se siente atraída por la Iglesia, y que la Iglesia en una oda grandiosa pueda decir, junto con de Lubac, acerca de Jesús y su Iglesia: «¿Qué pudiera haber conocido de Él sin Ella?».
 
¡Gracias! Dios les bendiga y espero que haya valido la pena la espera.

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