TRIDUO PASCUAL

Iniciamos hoy la celebración de los tres grandes días de la liturgia de la Iglesia. Durante este Triduo Santo ce­lebramos la muerte, la sepultura y resurrección del Se­ñor.

El Jueves Santo tiene como centro la Ultima Cena del Señor con sus Apóstoles, en la que Jesucristo abre de par en par su alma para hablarles del mandamiento nue­vo, para expresarles el cariño que les tiene, para rezar por ellos al Padre y darles las últimas recomendacio­nes. Y sobre todo para hacernos el maravilloso regalo de la Eucaristía y del Sacerdocio. Es día de caridad, de agradecimiento, de adoración y desagravio a la Euca­ristía. Es noche de vela. Es noche de oración.

 

El Viernes Santo centra su liturgia en la celebración de la Pasión y Muerte del Señor. Es día de austeridad. Seguimos tratando de cerca a la Eucaristía y nos vamos centrando en la Cruz. Instrumento de suplicio en la Pa­sión de Cristo y por ello símbolo del cristiano. Es día de seguir de cerca los pasos del Señor hacia el Calva­rio con la cruz a cuestas. Es día de acompañarle en su soledad. Día de enamorarnos aún más del sacrificio, de la mortificación, de nuestras pequeñas cruces.

 

El Sábado Santo. Día silencioso y expectante. La li­turgia, como las santas mujeres, se limita a sentir la ausencia y esperar el triunfo del Señor. Sigue en alto la cruz. Podemos escuchar y meditar tranquilamente las últimas palabras del Señor antes de morir, que han que­dado como un eco en el ambiente. Y nos disponemos con impaciencia a participar en la gran Vigilia Pascual, llena de luz, de historia y de alegría. Es la noche del fuego, de la oración, del agua, del canto glorioso, de la explosión alborozada ante la gran noticia de la Resu­rrección del Señor. Es noche de felicitaciones.

 

Vamos a adentrarnos en el Triduo Pascual con la in­contenible ilusión de dejarnos inundar por la presencia de Dios que viene a salvarnos. Que te duela la Pasión, que te emocione el gesto de Dios. «Dolor de Amor. —Porque El es bueno. —Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que tienes es suyo. —Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡El!... ¡¡a ti!!

—Llora, hijo mío, de dolor de Amor» (Camino 436).

JUEVES SANTO

El mandamiento nuevo

 

El día de Jueves Santo es el día en el que el Señor, en la intensa intimidad del Cenáculo, habla tranquilo y solemnemente del mandamiento nuevo del amor. Co­mienza el Señor por lavarles los pies a sus discípulos. ¡Qué gran gesto de cariño! El Señor los quiere limpios de alma para acercarse a la sagrada mesa y acceder después al sacerdocio. Les quiere dar todo lo inimagi­nable. Es su despedida y empieza a repartir la inestima­ble herencia. Se pone en acción el formidable amor de Dios.

 


Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de ´pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. El amor de Dios no se queda en buenos deseos, ni en mezquindades. Dios ama hasta el extremo, hasta las últimas consecuencias, hasta el detalle más nimio. ¿Cómo es tu amor?: de palabra, de compromiso, de medianías, de buenos propósitos, sin consecuencias prácticas, cansino, tibio, desnaturalizado, teórico, sin garra, envejecido, sin ilusión, raquítico... Nos falta coraje para amar hasta el extremo. Nos falta audacia para entregarnos sin cálculos egoístas.

El amor del Señor es un amor hasta el fin de su vida en la Cruz, y hasta el fin de los tiempos en el Sagrario. Estos son nuestros poderes: el amor de un Dios incan­sable, su cariño sin medida por los hombres. Esta es nuestra felicidad: saber que tenemos a Dios a nuestro lado. Como el Padre me ha amado a mí, así os amo yo a vosotros (Juan 15,9). ¿No es para deshacernos en acción de gra­cias?

 

Después que les lavó los píes y tomó su manto, vol­vió a la mesa, y les dijo: ¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ´el Maestro´ y ´el Señor´, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejem­plo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. Ya sabemos cómo hay que amar: con obras: «Obras son amores», dice el refrán.

 


Y el Señor, en aquella conmovedora despedida íntima, no se cansa de repetirles la necesidad del mutuo amor, que se ha de convertir en el distintivo del discípulo de Cristo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros (Juan 13,34-35).

 

La caridad mantiene viva la llama de la fe y la espe­ranza. El amor nos une a Dios y estrecha nuestros lazos con los hermanos. Amor a Dios y amor a los hombres. «De estos dos preceptos penden la ley y los Profetas: del amor a Dios y del prójimo» (San Agustín, Epist. 192)

El misterio de la Eucaristía



Jueves Santo es esencialmente el día de la Eucaris­tía. Es el Sacramento de la grandeza de un Dios que hace por el hombre «locuras» para que podamos gozar de su cariñosa presencia. La Eucaristía es el Sacramen­to de la humildad de Dios: «Humildad de Jesús: en Be­lén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humilla­ción y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz.

Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! («Nues­tra» Misa, Jesús...) (Camino n.533)

 

La Eucaristía es el amor en su máxima expresión: la entrega incondicional, la disposición permanente y ab­soluta. «Nos encontramos en la encrucijada de los gran­des caminos de los destinos históricos, proféticos y es­pirituales de la humanidad: aquí se concluye el Antiguo Testamento; aquí se inaugura el Nuevo; aquí el encuen- del sacerdocio católico. El sacerdocio es algo que todos debemos sentir como nuestro. Gracias al sacerdote Cris­to sigue entre nosotros bautizando, perdonando, dándo­se en comida, ofreciendo el sacrificio eucarístico, san­tificando el matrimonio, confirmando nuestra fe, acom­pañando al cristiano en el transcendental momento de pasar de esta vía a la Vida definitiva. Hoy es día de agradecer el sacerdocio y pedir por los sacerdotes en una oración intensa.

 

Un Jueves Santo, decía Pablo VI hablando de los sacer­dotes: «El prodigio continúa: ´Haced esto en conmemo­ración mía´; el sacerdocio católico nació de este amor y para este amor; todo fiel cristiano estará así invitado a esta mesa inefable, a esta Incomparable comunión: ´nosotros, dirá el Apóstol, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, porque todos participamos en un único pan´ (1 Cor 10,17).

 

Aquí el espíritu, concentrado en la contemplación del misterio eucarístico, descubre el perfil del ´Cristo total´: Jesús, la cabeza, y sus miembros formando un único Cuerpo místico, su Iglesia, que vive en El animada por el Espíritu Santo.

 

El misterio del sacerdocio

 


El sacerdocio es esencial en nuestra Iglesia, por eso el enemigo lo primero que intenta es corromper a estos hombres llamados por Dios para servir a los fieles. Y por eso los fieles, como preocupación primordial en la vivencia de su fe, han de cuidar con escrupulosidad de sus hermanos los sacerdotes. Este cuidado se ha de traducir en una oración ferviente por su fidelidad y san­tidad; en un apoyo humano para que se sienta animado en su difícil tarea; en una amistad familiar y respetuosa para que no se encuentre solo; en un agradecimiento espiritual y humano por su entrega a nuestro servicio; en secundar sus evangélicas indicaciones para que no se desaliente ante la indiferencia. En definitiva, se trata de dejarnos guiar por este instrumento maravilloso que es el sacerdote, para alcanzar la santidad a la que he­mos sido llamados.

 

¡Jamás debemos descuartizar al sacerdote con nues­tra mordaz crítica! ¡No podemos hundirlo con la calum­nia! No tratemos de utilizarlos para nuestros fines egoís­tas. No se les puede abandonar en su tarea como si la Iglesia fuese solamente cosa de ellos. Tampoco debe­mos cometer la gran injusticia de no atender sus nece­sidades materiales, cuando lo ha dejado todo por ser­virnos.

 

Es demasiado grande una vocación sacerdotal para que, seguramente sin mala intención, la arrinconemos con la incomprensión, la indiferencia, el olvido, el me­nosprecio...

 

¡Cuántas vidas sacerdotales se han perdido porque no hemos sabido cuidarlas! Alguna vez nos pedirá cuen­tas Dios de los sacerdotes que puso a nuestra dispo­sición.

 

«El sacerdocio cristiano está, pues, íntimamente uni­do al misterio, a la vida, al crecimiento y ai destino de la Iglesia, Esposa virginal de Cristo. El sacerdote es el padre, el hermano, el siervo universal; su persona y su vida toda pertenecen a los demás, son posesión de la Iglesia, que lo ama con amor nupcial y tiene con él y so­bre él —que hace las veces de Cristo, su Esposo— re­laciones y derechos de los que ningún otro hombre pue­de ser destinatario.

 

...Elegido, consagrado y enviado para formar y alimen­tar a la Iglesia con la Palabra y la gracia de Dios, el sacerdote comprende existencialmente, en su vida pas­toral, la grandeza a la vez divina y humana de su voca­ción, descubriendo la necesidad que los demás hom­bres tienen de él. Siente que su corazón se dilata, y que su afectividad y capacidad de amar se realizan ple­namente en la tarea pastoral y paterna de engendrar go­zosamente al Pueblo de Dios en la fe, de formarlo y lle­varlo como virgen casta (Cfr. 2 Cor 11,2) a la plenitud de vida en Cristo» (Alvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio)

 

Esto es el sacerdote: un hombre de Dios, entregado a las cosas divinas, y sirviendo incondicionalmente a sus hermanos. Si la Iglesia tiene planteado hoy un tema primordial, es el de las vocaciones al sacerdocio, el de la fidelidad y santidad de sus sacerdotes, el de la iden­tificación del sacerdote con su específica e irrenunciable misión sagrada.

 

Del sacerdote lo espera Dios y la Iglesia todo. A los pies de Cristo Eucaristía que reposa vivo en el litúrgico monumento, vamos a pedir por todos los sacerdotes pa­ra que el Señor les dé la fortaleza necesaria para seguir cumpliendo su tarea con toda fidelidad.

Que el Señor nos dé un amor limpio al sacerdocio y sepamos respetar su dignidad correspondiendo incondicionalmente a su total entrega.

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Juan García Inza
juan.garciainza@gmail.com

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