"Por ser descendencia de Adán, pertenecimos un tiempo a Satanás. En el bautismo, la sangre de Cristo cayó sobre nosotros y arrancó nuestra alma del poder de Satanás. Mas en nuestra carne ha quedado la concupiscencia; la inclinación al mal no ha sido borrada completamente. Dios quiere que seamos vencedores netos por nuestra propia colaboración. Él lucha en nosotros; su Ágape nos sostiene en la lucha. Pero ese Ágape debe convertirse en Ágape nuestro, porque Dios quiere séquito voluntario, y no forzado, amor desinteresado y libre. Por eso tenemos que tomar la Cruz con sus dos caras. Mientras sigamos bajo el pecado y mientras nuestra voluntad no esté totalmente sometida al Ágape, tenemos que llevar la pasión de la cruz, su vergüenza, debemos mortificarnos: "Mortificationem Domini Iesu in corpore nostro circumferentes - Llevando siempre en nuestros cuerpos la muerte de Jesús" (2Co 4, 10).
 
El Señor ha triunfado; su Cruz es Cruz de gloria y este glorioso estandarte va delante de nosotros arrastrándonos y dándonos fuerza y valor. Por el momento, nuestra cruz sigue siendo instrumento de muerte: "Mortificamur tota die" - Somos muertos todo el día" (Rm 8,36). Pero con cada avance en la lucha contra la carne y contra el pecado, hacemos que avance nuestro estandarte y nosotros mismos nos acercamos a la Cruz de gloria.
 
Cada vez que sufrimos una afrenta, una humillación o una enfermedad; cada vez que ejercitamos la obediencia, o mortificamos nuestro cuerpo, o renunciamos a nuestra voluntad, avanza el estandarte de la Cruz. Vistos con los ojos del mundo, cada vez somos más pequeños e insignificantes; pero a los ojos de Dios, la Cruz aparece cada vez más adornada y más gloriosa. A cada acto de amor de la Cruz, se debilita el dominio de Satanás y del mundo, y se acerca el Reino de Dios"

(Odo Casel, El Misterio de la cruz, p. 103s).
 
¡Ya tenemos más pistas para nuestro trabajo cuaresmal interior!
 
La cruz maniestada en una afrenta, o una humillación, o una enfermedad, o un acto de obediencia o... ¡¡tantas cosas!!