Últimamente muchos lectores me han animado a ir un poco más allá de los análisis sobre la Iglesia e intentar aportar soluciones, pues de lo contrario la reflexión emprendida se queda un poco coja. No les falta razón, pues un análisis crítico, por constructivo que sea, comporta la obligación de al menos aventurar algún tipo de solución.

Por más que a veces haya señalado temas tan básicos como la necesidad de una vuelta al primer anuncio, recortando una pastoral de mantenimiento que no se compadece con el mundo de hoy, hay que ir un poco más allá e intentar entender la raíz de muchas de las dolencias eclesiales que experimentamos hoy en día.

 En un momento de crisis como el que vivimos es muy fácil caer en análisis que centran todo en los problemas que vienen de fuera.

En esta perspectiva se habla de un mundo al que no le interesa el Evangelio por causa de la degradación de la sociedad. La gente que habla así se posiciona en la trinchera, y vive un cristianismo de resistencia, muchas veces nostálgico del pasado preconciliar, al cual se aferran como la única tabla de salvación.

 

Existen también posturas menos radicales, que desde una ortodoxia eclesial se preocupan de enderezar la nave, hacer un cierto apostolado, y conseguir atraer a la gente de vuelta a la Iglesia, asimilando el concilio y sus enseñanzas.

Los primeros serían los más tradicionalistas, los segundos serían los ortodoxos postconciliares de los que han nacido muchos de los movimientos actuales.

Existe una tercera postura que es la de los más “progres”, que sin ser nostálgica del pasado y sin identificarse con esa ortodoxia ambiente, intenta la promoción de los valores cristianos bajando a la arena del mundo.

La crisis de la Iglesia es obvia, y cada cual tiene muy claro las causas de la misma, aunque el común denominador es que casi nadie está dispuesto a hacer autocrítica para asumir la parte de culpa que le toca.

En medio de todo esto, la Iglesia incansablemene está llamando a una Nueva Evangelización de aquellas naciones que otrora fueron cristianas, y ya no lo son.

Los análisis de la situación son excelentes; en el magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI se ha señalado no sólo la deriva social en la que vivimos, sino un mal de dentro de la Iglesia, la secularización, que es la principal lacra que arrastramos eclesialmente.

Y aquí es donde quiero aportar mi granito de arena.

 Si bien es cierto que el mundo está fatal y hay que evangelizarlo, creo que la necesidad más acuciante para la Iglesia de hoy en día es la re-evangelización de la propia nave de Pedro.

Es del todo lógico pensar que si tenemos que re-evangelizar Europa, primero tenemos que asegurarnos de que nosotros mismos estamos evangelizados.

 En esta sintonía hace ya décadas que en Latinoamérica se empezó a hablar de evangelizar a los bautizados, pues nos encontramos con masas de católicos que han sido catequizados y sacramentalizados, pero que nunca se convirtieron a Cristo, con lo cual lógicamente acaban por abandonar la Iglesia.

Así que una primera solución es comenzar a cambiar por dentro, antes de emprenderla con ambiciosos planes de pastoral,  grandilocuentes eventos misionales, o incluso la creación de ministerios de Nueva Evangelización, que tienen la gran pega de presuponer que sus agentes de pastoral están convertidos, cuando no lo están.

Sé que lo que digo sonará muy fuerte a muchos oídos, pero en el día a día de mi trabajo pastoral no hago más que encontrarme con gente metidísima en la Iglesia, dispuesta a trabajar por los alejados, de un corazón y una entrega admirables, pero que están faltos de una experiencia personal y abrasadora de ese Dios al que sirven y quieren anunciar.

El problema no es sólo que los fieles bautizados no estén evangelizados, sino también que los agentes de pastoral que los cuidan, e incluso a veces sus mismos pastores, no saben ni entienden el corazón mismo del Evangelio por la sencilla razón de que no han experimentado una relación personal con Jesucristo.

Reconozcámoslo, vivimos una Iglesia en la que se “chupa mucha piedra” en la oración,  donde abundan los maestros y escasean los testigos. Se sabe enseñar y catequizar, pero se olvida que en la esencia de las cosas está ese encuentro personal con Jesucristo que es en definitiva lo que se quiere transmitir.

Eso lo he descubierto trabajando en el primer anuncio, también conocido como el Kerigma.

En la esencia de la vida cristiana está ese encuentro con la Buena Noticia de que Jesucristo murió y resucitó por mí, está vivo y es Señor. Esa es la piedra sobre la que se asienta todo el edificio, y sin ella todo lo demás se desmorona.

Vivimos una Iglesia que amenaza ruina, donde los sacramentos no se practican, donde la asistencia y militancia se ha convertido en una cosa de viejos en claro declive, y donde muy poca gente sabe dar razón personal de Jesucristo.

Sería un error tremendo pensar que la solución es salir afuera, evangelizando sin previamente haber sido evangelizados, porque nadie da lo que no tiene.

Así que pienso que el primer paso o solución práctica es conseguir que el primer anuncio, la primera experiencia de conversión, la tengan los laicos, religiosos, consagrados y sacerdotes que se van a encargar de la Nueva Evangelización, en un ministerio que se llame de reevangelización de la propia Iglesia.

El único que puede hacer esto, por supuesto, es el Espíritu Santo, y existen experiencias en la Iglesia de hoy en día que nos enseñan que es posible vivir un Nuevo Pentecostés, de manera que la vida cristiana de los propios miembros de la Iglesia se renueve.

Sin entrar en ellas- lo dejo para otro post- creo que la re-evangelización de la Iglesia pasa por entrar en esta dimensión del Espíritu Santo, que es quien da testimonio de Jesús en los corazones, que está íntimamente ligado a la gracia de la conversión y el nacer de nuevo que a todos nos hace falta para poder caminar como cristianos.