A principios de los noventa del siglo XX, en un día gris de octubre romano, tuve la oportunidad de saludar, de dar la mano a Juan Pablo II (consta testimonio fotográfico). Algunos pensarán de este simple gesto que es algo trivial, o que entra dentro de la mitomanía de cada cual. Para mí fue un relámpago de esperanza, un recomenzar. De alguna misteriosa manera todavía sigo prendido a aquella mano blanquísima en el aquí de mi cotidiana realidad. Un momento inolvidable, debo reconocerlo. El que lo ha probado lo sabe. Toda la biografía de aquel hombre se me hizo presente. Sentí el dolor por la temprana muerte de sus padres, su temor por la oscura sombra del nazismo y más tarde del comunismo. Y vi en sus ojos la mirada feliz del joven obrero, actor, filósofo y poeta que, con la misma fuerza y durante tantas décadas, anheló lo infinito a través de la belleza y del arte, en unos versos -lean Tríptico romano- que interceden por los hombres y claman por la santidad de nuestra existencia. Noté en mi propia mano -lo noto todavía-, el pulso de su amor a Dios y a las almas: coherencia y sentido de una vida.
 
Ese mismo día había visitado la casa donde murió el 23 de febrero de 1821 John Keats, el poeta por antonomasia, el autor de la “Oda sobre una urna griega” o de la “Oda al otoño”. La naturaleza eterna de los ideales luchando con la fugacidad del tiempo, del misterio que respira nuestra vida. Pensaba en su amor por Fanny Brawne, en el poema que Borges le dedica, en las últimas horas de su joven agonía, allí precisamente, en Roma... Llegué al Vaticano exhausto, mientras balbuceaba una y otra vez los mismos versos, como una cantinela: “La belleza es verdad, y la verdad belleza / -no hace falta saber más que esto en la tierra”. La basílica de San Pedro relucía en síntesis de inaudita fuerza espiritual. Los ojos, en su mirar, hilvanaban una extraña luz que difuminaba la materia a su antojo, la santidad de todas aquellas piedras.
 
¿Qué tiene que ver, se me dirá, el inmortal poeta inglés con este sucesor polaco de san Pedro? Tal vez su visión apasionada del alma humana (esa sensibilidad que es clarividencia), tal vez la constancia de un amor que transfigura lo ordinario en sobrenatural Poesía.