El alma se despista. Si lo sabré yo. Total, Dios me quiere mucho y su misericordia no me dejará en mal lugar. Sientes mociones del Espíritu Santo o delicados empujones de tu ángel. Pero prefieres pasar de largo o pensar en otra cosa, y desembarazarte discretamente de la monserga angélica y de conciencia. “Me gustaría, puede que luego”. Cuando te acuerdas de Dios ya llevas unos cuantos asuntos, has desayunado ese bizcocho con mermelada de fresa que tanto te gusta, e incluso te has molestado en consultar las últimas noticias del fútbol o del basket. Santiguarse en el ascensor no requiere mucho esfuerzo. ¿Y el amor? De sobras sabes que para Dios no hay nada pequeño, si hay un atisbo de amor, por diminuto que sea, la cosa se torna infinita. Las preocupaciones del día, el sueño, la desgana. El alma se conforma, y se confirma que tu alma es aficionada a las componendas. Van transcurriendo las horas, y estás tan ido, tan frenético en lo tuyo que lo de la presencia divina te trae al pairo. Más claro el agua. “Que no hombre, que no, que yo quiero al Señor desde hace muchos años”. ¿Entonces? ¿Qué ocurre, qué pasa? Ofrece a Dios algo que te cueste, venga, recomienza. Sé dócil a la gracia. Lee cinco minutos el Evangelio. Estás sentado, y según van transcurriendo los versículos vas adoptando una posición yaciente. ¿Dormido? ¿O es tu alma la que se amodorra? ¿O es que no sabes que Dios te espera? Mañana no, ahora. Venga hombre, levanta el corazón y el culo, abre los ojos. Un rato de oración. O la oración de tu trabajo. No es nada del otro mundo, pero tú vas y se lo ofreces. Lo mismo que haría Jesús con su faena de carpintero. Sé un poco torero: “Va por Ti, Padre”. Y comienzas a escribir sacando pecho, valiente, con la cabeza en el Cielo. ¿Y? Te acabas de acordar de no sé qué historia, y una llamada, y el espejo de enfrente, y la indolencia. Se te pasa por la mente que quieres ser santo, que tienes que ser santo. Con lo que hay. Al menos seré puntual en el ángelus. Las 12 en punto. Por Dios, no te quedes desmadejado en el sillón, un poco de consideración y de cortesía con tu Madre. Las 12:02. ¡En pie! Y piensas en el ángelus de Mollet; ves ante ti a esos dos humildes campesinos, ves su piedad y su fe. Y tú, sin embargo, ¿qué? E inopinadamente -vete tú a saber el motivo y el origen- una frase de Martin Luther King que has debido leer hace poco: “Si el hombre no ha descubierto nada por lo que morir, no es digno de vivir”. ¿Sería yo capaz de morir por Cristo cuando no soy ni siquiera capaz de terminar el ángelus o de dar cumplida cuenta de un sencillo rosario? Pero la santidad está en la lucha, en volver a ponerse de rodillas, y pedir perdón, y tomar aliento sobrenatural en la Eucaristía... Esto me sabe mal. Quiero decir que aunque Dios sea Dios y lleve todo el peso del asunto, sería un detalle por mi parte un esfuerzo más esmerado, un amor un poco más fino. Y es que no estás atento. No, no lo estoy. Te preocupas demasiado por el dinero. Más bien por su escasez. Aunque ya resultas cargante. No te falta de nada Urbizu. De nada. Ya está bien. El Reino de los cielos está complicado para los ricos (Jesús dixit), pero no debe estar muy allá para los quejicosos como tú. Se ve que rezas poco, que te fías poco del amor de Dios. Que sí, que tienes buen corazón y tal, que en tus mejores momentos parece que das el pego. Pero te queda camino. Del estrecho. Venga, va, un propósito que te valga. Mañana a misa de 8. Eso esta semana. Y busca el Corazón de Jesús en todo lo que hagas o dejes de hacer. Conversión, cambio, conocimiento propio, recogimiento y oído (Dios habla). Y no te olvides del agua bendita, y de dar un beso a tu mujer y a tus hijos. Y también a Cristo.