La salud de Juan Carlos Borbón, puesta en entredicho desde hace unos meses, ha llevado a la opinión publica la sucesión del actual Jefe del Estado

Algunos han hablado sobre el paso de la Jefatura del Estado a Felipe Borbón.

En referencia a este asunto me complace poner en discusión algunos presupuestos que propone Javier Alonso Diéguez sobre la crisis de la Monarquía, y cuando es o no es auténtica.

La consideración formalista de la monarquía carece de validez histórica. La monarquía sólo puede desarrollar su virtualidad en el contexto de una sociedad fuertemente organizada.

El dominio sinárquico actualmente imperante es radicalmente incompatible con la existencia de un centro de responsabilidad fuerte emplazado en la suprema magistratura del Estado, ya que esto último presupone una representación auténtica que actúe como contención orgánica frente al ejercicio del poder político.

La instauración de la monarquía sólo adquiere un sentido decisivo en relación con la liberación de la sociedad del dominio oligárquico de la partitocracia, como manifestación concreta de una distinción real entre soberanía política y soberanía social.

"El verdadero reinado es un poder libremente consentido con prerrogativas superiores. Pero como hoy los ciudadanos valen lo mismo en general y ninguno tiene una superioridad tan grande que pueda aspirar exclusivamente a tan alta posición en el Estado, se sigue que no se presta asentimiento a la creación de un reinado; y si alguno intenta reinar, valiéndose de la astucia o de la violencia, se le mira al momento como a un tirano.
En los reinados hereditarios es preciso añadir otra causa especial de destrucción, y es que la mayor parte de estos reyes que lo son por herencia, se hacen bien pronto despreciables, y no se les consiente ningún poder excesivo, teniendo en cuenta que poseen no una autoridad tiránica, sino una simple dignidad real.
Es muy fácil derrocar un reinado, porque no hay rey desde el momento que no se quiere tener; mientras que el tirano, por el contrario se impone a pesar de la voluntad general"
(
Aristóteles,"La Política", Libro Octavo, Capítulo VIII).

Estas palabras del Estagirita podrían haberse escrito, con leves retoques, en las columnas de cualquier diario de nuestro tiempo. Y es que cuando hablamos del hombre pocas cosas han cambiado.

Durante siglos las disputas doctrinales sobre el gobierno de los Estados se han alimentado de los conceptos e incluso de los mismos hechos constituyentes de la historia política de Grecia y Roma.

Las Revoluciones Americana y Francesa también invocaron, en su momento, los modelos políticos clásicos como título de legitimidad. Examinemos pues las palabras del Filósofo por si con ellas logramos arrojar algo de luz sobre algunas de las paradojas de la sociedad contemporánea.

Antes de nada, es preciso aclarar el significado del término "tirano" para la filosofía política clásica.

Originariamente el tirano era un jefe popular que rompía con la tradición de una legitimidad nobiliaria, normalmente ya en decadencia. El tirano surgía habitualmente en el contexto de una revolución democrática contra una oligarquía.

El tirano es, pues, un usurpador, un detentador meramente fáctico del poder ya que ha accedido a él rompiendo con la legitimidad preexistente. En ocasiones, la legitimidad, por corrupción del poder político y frecuentemente de la sociedad en la que éste actúa, reviste un carácter meramente formal, se reduce a una simple legalidad. Este carácter de la tiranía conduce a Aristóteles a afirmar que se trata de un gobierno fundado siempre en la violencia.

De ahí que, con el tiempo, la noción de tirano se aplicase a todo poder absoluto e irresponsable, incluso el ejercido por un sujeto que lo detentase legítimamente en virtud de un título sucesorio. Sin embargo, el concepto de tirano parecía aludir genéricamente a lo que hoy llamaríamos "un revolucionario", es decir, un caudillo popular que rompe con la legalidad preexistente e instaura un nuevo orden político.

En línea con lo que señalaba el texto transcrito en primer término, podemos afirmar que en la sociedad contemporánea existe una cierta igualdad general de condición entre los ciudadanos que hace difícil la aceptación de una autoridad cuya continuidad se basa en una sucesión hereditaria.

Este argumento adolece de una cierta demagogia, por cuanto nadie tiene el derecho de gobernar, sino el derecho a ser gobernado justamente indisociablemente unido a su deber de contribuir al bien común de la comunidad a la que pertenece.

Decimos que hoy existe una igualdad general de condición entre los ciudadanos porque entendemos que en relación con una serie de aspectos como los bienes de primera necesidad, las prestaciones sociales o la cultura, las sociedades desarrolladas – cuantitativamente minoritarias, no lo olvidemos – han logrado una patente universalización.

Sin embargo, en el ámbito político la pretendida universalización de la participación política no es tal, por cuanto el funcionamiento del sistema descansa sobre la premisa del monopolio representativo de los partidos políticos, organizaciones que movilizan enormes recursos para la conquista y el disfrute del poder político y que, a estas alturas, ya ni siquiera pretenden que se les identifique en relación con un sistema ideológico, sino que se limitan pura y simplemente a servir a los intereses de una sinarquía de orden plutocrático.

Ahora bien, el Filósofo llega hasta el extremo de afirmar que los reyes que lo son por herencia se hacen bien pronto despreciables. Esta afirmación ha de interpretarse a la luz del empirismo moderado que profesaba Aristóteles. El Estagirita no rechaza la sucesión hereditaria como garantía de la unidad, continuidad, independencia, responsabilidad y legitimidad del gobierno de los Estados.

Lo que entiende como carente de validez histórica es la consideración meramente formalista de la monarquía. La sucesión legítima es una condición necesaria pero no suficiente para excluir la degeneración del reinado en tiranía, por cuanto ésta, como veíamos, no se identifica sólo con la usurpación, con el quebrantamiento más o menos traumático del orden dinástico, sino que concurre siempre que el poder se ejerce de forma contraria al bien común.

En una sociedad en la que la demagogia campa a sus anchas un jefe hereditario suele inhibirse de cualquier intervención en el gobierno del Estado porque sabe que cualquier decisión que se atreva a tomar será considerada como arbitraria e inaceptable.

El rey prefiere, en estos casos, limitarse a las funciones de pontífice o maestro de ceremonias del "culto" constitucional y jefe honorífico del ejército (Op. cit. Libro Tercero, Capítulo IX).

Pero como el monarca sabe que "... no hay rey desde el momento que no se quiere tener...", su actitud debe ser de adulación constante a la oligarquía partitocrática, con la que desde el primer momento mantiene una simbiosis de legitimidad que contribuye, a fin de cuentas, al reforzamiento del poder sinárquico al que antes aludíamos, el cual necesita mantener su carácter anónimo y impersonal bajo la mascarada de un régimen tan pluralista que arrambla con cualquier brote de autoridad responsable.

Simultáneamente, el rey alaga al pueblo atribuyéndole la soberanía, un poder omnímodo e ilimitado, frente a las funciones meramente protocolarias que él, humildemente, desempeña. Esta inhibición absoluta del rey no sólo quebranta irremediablemente la legitimidad del poder monárquico, sino que le hace cómplice de la demagogia oligárquica que impera en las sociedades corrompidas.

Dice Aristóteles hablando de la democracia que

"los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía. El pueblo, entonces, es un verdadero monarca, único, aunque compuesto por la mayoría, que reina, no individualmente, sino en cuerpo. (...).
Tan pronto como el pueblo es monarca, pretende obrar como tal, porque sacude el yugo de la ley y se hace déspota, y desde entonces los aduladores del pueblo tienen un gran partido.
Esta democracia es en su género lo que la tiranía respecto del reinado. En ambos casos encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos; en el uno mediante las decisiones populares, en el otro mediante las órdenes arbitrarias. Además, el demagogo y el adulador tienen una manifiesta semejanza.
Ambos tienen un crédito ilimitado; el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrompido.
Los demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo, porque su propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben inspirarle"

(Op. cit. Libro Sexto, Capítulo IV).

En este texto el Estagirita alude a la demagogia, la forma pésima del régimen democrático, en la que el pueblo ya no constituye una comunidad políticamente organizada, sino una plebe o masa cuya manipulación puede dar lugar a tremendas catástrofes sociales. No en vano, para el pensamiento político clásico la tiranía surge siempre como reacción frente a los excesos demagógicos.

La desesperanza de una verdadera monarquía llevó a algunos pensadores como Donoso Cortés o Vazquez de Mella a defender el decisionismo personal de la dictadura como terapéutica postrevolucionaria. En el orden de los hechos, las cosas fueron mucho más lejos y la acción deletérea del liberalismo en las sociedades contemporáneas dio paso a los horrores del fascismo y del comunismo.

Por otra parte, señala el Filósofo, si en algún momento el monarca hereditario trata de reinar de modo efectivo, valiéndose de la astucia o de la violencia, adquiere la condición de tirano ante su pueblo.

El recurso a la violencia no es frecuente en las sociedades modernas, ya que despierta la reacción instintiva del pueblo que la identifica inmediatamente como signo probable de la emergencia de un poder tiránico. La astucia, en cambio, constituye un camino mucho más adecuado a la situación del rey en una monarquía parlamentaria.

El monarca puede sentir la tentación de usar simplemente de su posición y de su conocimiento de los asuntos de Estado para influir de algún modo en la decisión que vaya a adoptar el gobierno en alguna materia. A menudo, el origen de tales maniobras ocultas se encuentra no en la astucia del rey, sino en los intereses inconfesables de las oligarquías que conforman la base de sustentación del sistema político imperante en una nación.

La consagración constitucional de la irresponsabilidad del rey no nos puede hacer olvidar que éste es el jefe del Estado y, por tanto, la persona física que simboliza su unidad y permanencia (artículo 56 de la Constitución española de 1978).

El Estado en la más pura ortodoxia liberal se "constituye" (cfr. artículo 2 de la Constitución española de 1978), es decir, brota de la Constitución y del orden jurídico-político que ella instaura. Si la Constitución establece un rey como jefe del Estado es fácil colegir que la pervivencia de la institución monárquica queda vinculada a la pervivencia más general del Estado al que aquélla representa de modo eminente.

En este sentido, las fuerzas políticas que están detrás de un determinado orden constitucional concluyen un pacto tácito con el monarca que, en cuanto representante supremo del Estado, les confiere un reconocimiento público de legitimidad, a través de actos simbólicos de investidura y, a cambio, los oligarcas apuntalan la continuidad del monarca como signo externo de la permanencia y estabilidad del régimen político que les garantiza el monopolio en el ejercicio del poder y de la representación.

Es difícil predecir cuánto durará semejante matrimonio de conveniencias pero, de cualquier forma, parece claro que una situación como la descrita en nada favorece al robustecimiento de la institución monárquica sino que, por el contrario, socava su autoridad al vincularla a los intereses mezquinos propios de la casta política partitocrática.

León Duguit, el célebre administrativista de la escuela realista de Burdeos, en su "Tratado de Derecho Político", publicado en 1911, caracterizaba implícitamente a la república presidencialista como una forma funcionalmente monárquica de gobierno. Las dificultades con las que se encuentra este planteamiento son muy similares a las anteriormente expuestas en relación con la monarquía hereditaria.

El establecimiento de un centro de responsabilidad fuerte en la suprema magistratura del Estado choca con la realidad profundamente consolidada de la omnipotencia de las oligarquías, que pueden mediatizar irresistiblemente el ejercicio del sufragio, en virtud de su monopolio legal y fáctico de los mecanismos de representación.

En el ámbito norteamericano, los mandatos de Lincoln, Wilson y Roosevelt consolidaron la doctrina del "leadership" presidencial. La coincidencia no es, desde luego, casual, no sólo por la acusada personalidad de los tres presidentes mentados, sino por la misma naturaleza crítica de las etapas históricas que presidieron: la Guerra Civil de Secesión, la Primera Guerra Mundial y crisis económica de 1929, a la que sucedió, casi sin solución de continuidad, la Segunda Guerra Mundial.

La opinión pública ha respaldado en estas tres crisis la iniciativa presidencial, que por otra parte ha visto reforzados sus poderes por situaciones de guerra en que entran en juego sus facultades extraordinarias como comandante en jefe del Ejército, prácticamente ilimitadas, a enjuiciar por los precedentes que ofrece la historia americana.

Sin perjuicio de estas facultades, casi extraconstitucionales, lo realmente significativo en la historia de la presidencia norteamericana es la línea de crecimiento de su ámbito ordinario de actuación, aún más acusada por concentrarse en esta magistratura el movimiento hacia una creciente centralización nacional, apoyada en la regulación intervencionista de la Unión en el orden económico y social.

Al mismo tiempo, la falta de unidad y cohesión del Congreso y la misma naturaleza de la función judicial, tienden a destacar la unidad de la acción del poder ejecutivo en la obra de centralización.

El presidente es hoy el "empresario de la prosperidad y la voz del pueblo". El mensaje como vía o instrumento de la iniciativa legislativa se ha institucionalizado, el veto se ejerce no para impedir la legislación, sino para orientarla, y la radiodifusión y la televisión son hoy instrumentos normales de apelación al pueblo.

El siglo XX ha consagrado el predominio político de la administración, frente al poder legislativo y los tribunales. La presidencia, como cabeza visible de la administración, define en la práctica la política nacional.

Sin embargo, la naturaleza plebiscitaria de la elección presidencial queda muy limitada fácticamente por la condición de jefe de un partido nacional del presidente. El presidente se limita pues, en la práctica, a dar unidad y coherencia orgánica a la oligarquía del Congreso.

En esta línea de pensamiento, el caso francés resulta aún más significativo. El sentido de la Constitución de la V República Francesa, aprobada en 1958, sólo puede entenderse a la luz de la crisis de las instituciones establecidas por la Constitución de 1946, que se puso de relieve por la incapacidad de éstas para superar el conflicto argelino. Los partidos de la IV República se habían constituido, al amparo del predominio institucional de la Asamblea Nacional, como las auténticas fuerzas gobernantes, hasta tal punto que el régimen francés podía definirse como una verdadera oligarquía.

Los gobiernos de compromiso basados en un pacto entre los partidos caían incluso al margen del Parlamento, por intrigas de partido, que eran a veces consecuencia de lo que se vino en llamar la "course aux portefeuilles" de los diputados ambiciosos de una cartera ministerial. El propósito de la Constitución es separar las funciones legislativas y ejecutivas y hallar una base de unidad por encima de los partidos, apoyándose en dos fundamentos: la institución de la presidencia como poder moderador y la apelación al pueblo mediante el referéndum o por la disolución de la Asamblea.

El nombramiento del primer ministro, la apelación al referéndum, la disolución de la Asamblea Nacional, el derecho de mensaje y la apelación al Consejo Constitucional son actos que no están sujetos a refrendo ministerial y que entrañan una decisión y una responsabilidad plena en su ejercicio, sólo matizada por la propuesta del Gobierno o la consulta a otros órganos que se exige en ciertos casos.

Sin embargo, la evolución de este modelo ha mostrado su incapacidad para superar los problemas a los que venimos haciendo referencia. El modelo semipresidencial francés da lugar, en la práctica, a un ejecutivo bicéfalo en el que el la oligarquía partidaria puede vaciar de contenido al poder presidencial mediante el reforzamiento del papel del primer ministro y, en general, del gobierno de origen parlamentario.

El último episodio de esta odisea política está teniendo lugar en suelo italiano. Tan pronto como se anunció la firma del armisticio con los aliados, se constituyó en Roma, en septiembre de 1943, un "comité de liberación nacional", con representantes de los seis partidos siguientes: democracia cristiana, liberales, democrático del trabajo, partido de acción, socialistas y comunistas. Esta "hexarquía" ejerció un papel decisivo en el período de crisis constitucional que siguió a la caída del fascismo.

El rey Víctor Manuel III reinaba a principios del siglo pasado en una Italia en la que imperaba un régimen parlamentario que estaba protagonizando el desguace del Estado en beneficio de la rapiña partidista. Su apoyo entusiasta a la dictadura fascista buscaba el robustecimiento de aquel Estado endeble y de la institución monárquica que lo coronaba.

El diagnóstico del Filósofo volvió a cumplirse y la Casa de Saboya fue desterrada de Italia por su colaboración activa con la tiranía totalitaria del fascismo. A la caída de éste, la oligarquía partidista renació de sus cenizas con más pujanza que antes y aseguró nuevamente su dominio político mediante la consagración de un régimen parlamentario en la Constitución de 1947.

El término "partitocrazia" expresa en Italia que, en la práctica, la preponderancia política de la Asamblea Legislativa se ha trasladado a las organizaciones de los partidos. El uso de este término no implica, en principio, una valoración negativa, pero manifiesta una realidad en la que el dominio oligárquico ha alcanzado las proporciones de una auténtica metástasis del Estado.

Al amparo de esta debilidad de las instituciones públicas las grandes empresas se han convertido en las auténticas instancias de decisión, consolidándose un insolente dominio sinárquico.

Los acontecimientos políticos recientes en Italia parecen querer impulsar una reforma del marco institucional de la Constitución de 1947 que permita superar la situación de crisis permanente, pero sus promotores no son sino nuevos partidos aspirantes al usufructo perpetuo de los despojos del Estado.

El panorama político en la mayor parte de las repúblicas americanas no hace sino confirmar las tendencia anteriormente expuesta. Ramiro de Maeztu en su "Defensa de la Hispanidad" expuso magistralmente la inviabilidad financiera de un Estado que se concibe como botín a repartir entre los diversos partidos políticos. Maeztu llegó al extremo de afirmar que las dictaduras en Hispanoamérica eran básicamente un problema de gasto público.

Por otra parte, el modelo tecnocrático impuesto por los Estados Unidos pretende establecer un orden a la vez más justo y más disciplinado, pero las posibilidades de realizar efectivamente tal ideal resultan pequeñas.

La tecnocracia considera que es posible predeterminar normativamente a través de la planificación la conducta del pueblo, concebido como muchedumbre inorgánica, en términos puramente utilitaristas, en función del esquema "estímulo-respuesta". El ideal de la justicia no puede alcanzarse fácilmente por ese camino del bienestar tecnológico, ya que la justicia no puede reducirse a un simple ajuste material sino que, como virtud moral que es, no puede prescindir de la calidad también moral de los términos de su referencia.

Esta consideración puede parecer "moralizante", pero los acontecimientos nos han mostrado una realidad en la que las formas políticas supuestamente avanzadas no han venido sino a ser la garantía de pervivencia de un neocolonialismo sinárquico sustentado por oligarquías partitocráticas, con sus efectos colaterales de quiebra económica e inestabilidad política permanente.

Ante esta situación se ha postulado como solución el comunismo, es decir, el suicidio de la nación a través de su absorción por un Estado todopoderoso regido por una oligarquía de partido único.

Este mimetismo político de las jóvenes repúblicas americanas y de la mayor parte de las africanas ha contribuido, contra las esperanzas democráticas que en el se pusieron, a fortalecer el poder militar, y la asistencia tecnológica a pueblos subdesarrollados ha servido, en primer término, para fomentar la creación en aquéllas de gobiernos militares.

El mismo hecho de que el dominio tecnocrático suscite reacciones varias pero siempre anárquicas y subversivas, contribuye a robustecer la fuerza del Ejército, que aparece entonces como más imprescindible para mantener el orden público, y a alejar la posibilidad de un gobierno propiamente civil.

La misión principal del Estado es la instauración de un orden de justicia.

El cumplimiento de esta misión sólo será posible si el Estado es fuerte y no se halla atenazado por el monopolio oligárquico de los partidos. La representación auténtica de una sociedad organizada es el único modo conocido de evitar que el poder del Estado degenere en tiranía.

Así, en el orden económico el Estado no debe asumir el protagonismo sino más bien ejercer sus potestades regulatorias para imponer un marco jurídico adecuado a la actividad económica. Sin embargo, la tendencia actual en los Estados del bienestar sigue otros derroteros.

Los denominados procesos de privatización del sector público no sirven sino al propósito de externalizar el poder fáctico de la sinarquía, mediante la atribución de la gestión de las empresas privatizadas a personal de confianza política que asume como misión específica el robustecimiento de las bases económicas de la partitocracia a partir de la posición dominante que ostentan dichas empresas en ciertos sectores estratégicos de la economía nacional.

La fuerza y el poder de la monarquía residen, en definitiva, en su aptitud para configurar una autoridad consciente de su responsabilidad.

La doctrina contrarrevolucionaria francesa esgrimía como argumento decisivo en favor de la forma monárquica de gobierno lo que denominaba principio de encarnación del poder político: "Sans souverain incarnée dans un homme, le peuple ne connaît que la fiction de la représentation nationale au sommet de l’Etat, où personne n’est plus responsable de personne".

Frente al concepto revolucionario de soberanía nacional popular, desmentido por la realidad del dominio fáctico de la partitocracia, el pensamiento clásico parte de la distinción entre soberanía política y soberanía social, gobierno y representación, cónsules y tribunos.

La noción de soberanía popular expresa la absorción de la soberanía social por la soberanía política. Con ello se rechaza la socialización de la política y del Estado y se promueve la politización y estatización de la sociedad.

Nietzsche aludía a este fenómeno cuando se refería a la democracia liberal como "la politización delirante de todas las cosas". En el mismo sentido, Ortega y Gasset acuñaba el concepto de"democracia morbosa".

La oligarquía partitocrática ha logrado implantar su hegemonía en todas las esferas de la vida social y en ese contexto la sociedad pierde su iniciativa. Las demandas sociales no tienen acceso a las instancias públicas de decisión si no se formulan en términos políticamente correctos, es decir, si no son asumidas por los partidos políticos o por organizaciones sociales completamente mediatizadas por ellos.

En este contexto, la monarquía, como forma de gobierno visible, personal, basada en la legitimidad, queda reducida a un ornamento casi folklórico.

La instauración de una monarquía no puede ser sino la última etapa del proceso de restauración completa del orden social.

Sólo cuando las sociedades contemporáneas hayan culminado la reconquista de los espacios de autarquía arrebatados por el estatismo asfixiante de los dos últimos siglos, dando lugar a una auténtica democracia orgánica, tendrá sentido reforzar la autoridad de la suprema magistratura del Estado.

Una sociedad fuertemente organizada necesita de una autoridad enérgica, precisamente porque la política tiene en ella una dimensión mucho más proporcionada y, en consecuencia, dicha autoridad no pretenderá erigirse en la instancia inapelable de decisión para todas las realidades de la vida social, sino que tendrá que limitarse a satisfacer aquellas necesidades que exceden de la esfera de actuación definida por las libertades concretas de los individuos y de los cuerpos intermedios en los que éstos se integran.

Hasta entonces las disputas en torno a la conveniencia o inconveniencia de la "monarquía" (corona) carecerán de interés para los auténticos monárquicos y sólo serán tema de conversación para los cortesanos y los demagogos.


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