Un anuncio en la página web de la embajada alemana demandando jóvenes españoles con una cualificación tirando a alta que incluye un conocimiento del alemán que no está al alcance de cualquiera, y una formación académica de cierto alcance, ha puesto sobre la mesa un tema al que tan dados somos aquí. Y así, no han tardado en salir los que han empezado a rasgarse las vestiduras hablando de la vergüenza que les produce que nuestros jóvenes hayan de marchar a Alemania para cocer el pan para el que aquí no hay hornos.
 
            Pues bien, ¿saben Vds. lo que me avergüenza a mí? A mi me avergüenza, en todo caso, que en España no hayamos sido capaces de crear las condiciones para poder colgar en la página web de la Embajada española en Berlín, un anuncio demandando mano de obra cualificada alemana para nuestras empresas, nuestras instituciones y nuestros centros de investigación. Pero no, en modo alguno, que nuestros jóvenes se vayan al extranjero a buscar el trabajo que aquí no encuentran, más aún cuando como es el caso, se trata de trabajos de alta cualificación.
 
            Porque el trabajo, -y eso ha sido siempre así, no es nada nuevo-, hay que buscarlo allí donde se encuentre, y Alemania, después de todo, ni está tan lejos, ni es tan diferente. Pero es que si el trabajo estuviera en la Cochinchina... ¡pues en la Cochinchina habría que buscarlo! Y a nadie deberían caérsele, por ello, los anillos. Donde el trabajo no está nunca es, desde luego, en el bar de la esquina. Y menos aún, debajo de la cama.
 
            Nuestros padres, los abuelos de estos niños a los que Alemania ofrece ahora puestos de trabajo a través de la página web de su embajada, ya se buscaron las habichuelas en ese mismo país hace sólo unos añitos, no tantos si se piensa bien. Y lo hicieron en condiciones muchísimo, infinitamente más penosas que estos niños. Y buscaron lo mismo en la Argentina, y en Suiza, y en Francia, y en Venezuela, y en Cuba, y en tantos y tantos otros lugares del mundo, algunos de ellos recónditos. Lo cual no es razón para avergonzarnos de aquellos hombres y mujeres (como muchos, en su fuero interno, hacen), sino, mas bien, para lo contrario: para enorgullecernos de ellos y reconocer, como tantas veces hemos hecho desde esta columna, que compusieron la mejor generación de la historia de España. Una generación que de tan cerca como conoció la guerra, dedicó todos sus esfuerzos a olvidarla. Algo tan diferente de lo que hacen estos jovencitos y sus padres, que somos nosotros, quizás, precisamente, por no haberla conocido. Convenientemente azuzados, eso sí, por esos irresponsables con nula formación moral e intelectual que nos gobiernan desde el odio y el sectarismo y esperan sacar tajada de tan bajos sentimientos.
 
            La experiencia alemana enriquecerá a nuestros jóvenes; la experiencia les madurará. Algunos hallarán la felicidad en tierras germánicas, y tal vez no volverán. Otros, la mayoría, sí lo harán. Nos enseñarán como se hacen las cosas fuera. Antes, habrán enseñado en Alemania como hacemos en España las que hacemos bien, que no son pocas.

            Y en el camino, habrán aprendido nuestros jóvenes, como ya aprendieron nuestros padres y algunos de nosotros también, que en la vida hay que luchar, y que a cada derecho que tenemos, corresponde un deber, que no es ni más ni menos que el de trabajar para hacer aquél posible. Y que Dios no nos manda el trabajo a casa, sino que se complace en ponérnoslo lejos, porque uno de sus más inescrutables designios consiste en vérnoslo encontrar. Y que no por ser jovencitos españoles del s. XXI, tenemos más derecho a ser ricos o prósperos que el que tienen los que habitan en cualquier otro lugar del orbe. Y que para conseguir tan loables objetivos, no existe otro medio que el trabajo, la imaginación, el riesgo, y a menudo, el sufrimiento. Conceptos todos ellos olvidados hace tanto tiempo ya, en este país de nuestros desvelos.
 
 
 
 
 
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Del alarmante informe PISA sobre España
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