Hay que proponérselo. La vida de piedad es como todo: un cúmulo de esfuerzos. Y el rescoldo del amor, que siente la necesidad de lo genuino, de verse crecer en más fuego. Hay que proponérselo, sí, de acuerdo, pero también ser dócil al Espíritu, a esas inspiraciones que uno percibe. ¡Cuántas veces nos parece que llegan en mal momento! Y seguimos con lo que veníamos haciendo. Esto ocurre. Nos ocurre. Lo posponemos, no apetece. Pero si decimos “sí” y rezamos ese rosario o leemos los Hechos de los apóstoles, por poner unos ejemplos, el alma se acerca a Dios. Inapelable, cierto. Sólo ha sido cosa de un pequeño esfuerzo, de un acto de amor específico. La vida cristiana necesita de esos momentos de fuego. Nutrir al alma de piropos marianos, o de esas palabras de la Sagrada Escritura que narran, sin ir más lejos, la frecuencia entre los primeros cristianos del ayuno y de la oración para sacar adelante su fe en la sociedad de su tiempo, en las almas de su tiempo.

Ser fieles a Dios. De eso se trata. De eso trata la felicidad, si es que la queremos. Ir dejándonos llevar por la gracia, poner por obra lo que decimos creer. Amar en concreto. Con una jaculatoria (¿quién dice que es pequeña?), o con la liturgia de un trabajo a imagen y semejanza de Cristo (es decir, puntual, acabado, bien urdido). Piedad: el amor hecho vida, o la vida hecha amor. La vida enamorada de la intimidad de Dios, que se manifiesta constantemente a nuestro alrededor, y en el alma, adentro. Propósito renovado de ser santo. Porque es posible, porque Dios lo quiere, porque no es otra la vocación del cristiano. De cualquiera. Sin excesivas disquisiciones. El corazón decidido, afirmativo, humilde, optimista. Santos nos hace Dios. El primer requisito es querer. El segundo querer. El tercero querer más aún. Más todavía. Querer con voluntad y querer de corazón. Levantarse, pedir perdón y seguir en el empeño. Empeño, como digo, de piedad, de actos concretos de amor. De afán, de generosidad, de entrega.
 
Ser cristiano. Querer. Enamorarse. Querer enamorarse. Nutrirse de Dios en cualquier situación de la vida. Darse. Afrontar la aflicción contemplando la Cruz, profundizando en el costado redentor de Cristo. Y sentir los entresijos de una inconfundible alegría, de esa paz que anhela el hombre. Proponérselo. Esta vez sí que sí. Con aplomo. Amor con amor se paga. Con piedad de niños. Poniéndonos de puntillas sobre el alma. Poniéndonos de rodillas para ver mejor la entraña de Dios, que nos busca siempre, que nos llama, que espera cualquier excusa para hacernos sus confidencias de Amor. Ser cristiano significa no dejar a Cristo para luego. Ya, ahora mismo. Decírselo. Escucharle, poner un poquito de más atención a la magnitud sobrenatural de la que estamos hechos. Dentro de un rato no, ahora, ya mismo. El amor apremia. La felicidad no admite más retardos. Y todo esto requiere un esfuerzo. Constante.