En Murcia (España) hay un paraje muy pintoresco en el interior, junto al Río Segura, que se llama Valle de Ricote. Aquella zona fue el último reducto morisco que hubo en España en tiempo de los Reyes Católicos. Y este Valle conserva la fisonomía propia de un oasis. Es muy semejante a las conocidas llanuras de Jericó en Tierra Santa, con sus palmeras, sus árboles frutales, sus paisajes entre montañas, su verdor... Se respira allí una ambiente agradable, hasta el punto que hay un lema, una consigna más bien,  que rige en todos los pueblos del contorno, y que dice así: VIVE LA PAZ DEL VALLE.

                ¿Por qué traigo este tema local a un blog que pretende tratar temas más generales? Sencillamente porque me lo ha sugerido el problema que se está viviendo en otro valle, el Valle de los Caídos, en donde no se está respetando la paz de los muertos, y tampoco de los vivos que allí acuden.

                El Valle de los Caídos hay que sustraerlo de toda controversia política. Tuvo un origen circunstancial, como sabemos. Pretendían con ello fomentar la reconciliación de un pueblo dividido por vivos y muertos. Y terminar definitivamente una contienda sangrienta coronando el monumento funerario con una cruz, símbolo del perdón. Desde ella nos perdonó a todos Cristo, el Hijo de Dios.

                Existen todavía fuertes reminiscencias del que se consideró bando perdedor en la guerra fratricida. Y ese bando, muy localizado en la izquierda política, nunca ha perdonado aquella humillación. No entro en el tema de la dictadura franquista. Ahí hay filón para nunca acabar. Pero no es honesto enseñar a las nuevas generaciones que todo el conflicto comenzó con un militar insurrecto, ocultando que  desde años antes del “alzamiento nacional” en España reinaba el terror. No había libertad para profesar, y menos defender, tu fe o tu ideología. Que por el mero hecho de llevar una sotana, un hábito, ir a Misa los domingos, o comprar un determinado periódico, te quitaban vilmente de en medio. Miles de españoles murieron cruelmente martirizados por los que profesaban un odio visceral a la fe. La situación era insostenible. Ahí está la historia objetiva y los cuerpos del delito. Aquello tenía que explotar de alguna manera, porque era inhumano. Y vino lo que ya sabemos. Y los abusos suscitan más abusos del signo contrario. La violencia engendra violencia.

                Miles de muertos de ambos bandos. El Valle de los Caídos, de todos los caídos, pretendió aportar un granito de arena a la reconciliación nacional. Y entre las rocas de tan gigantesca obra reposan muchos de los que murieron. La vida los separó, pero la muerte nos nivela a todos. Y allí se hizo una basílica, y se le encomendó a una Comunidad de Monjes, para rezar por todos los difuntos, y también por los vivos.

                Pero me da la impresión que lo que a muchos estorba no es la basílica, ni la cruz, ni las Misas que allí se puedan celebrar, sino las tumbas de dos enterramientos: la de Franco y la de José Antonio. Comprendo que los que todavía se sientan “vencidos” le repela todo lo que le recuerde sus malos momentos. Pero pienso que hemos de asumir los datos históricos con grandeza de ánimo, y olvidar los rencores.

            Yo nací después de la guerra civil. Todo lo que ocurrió entes y en ella lo sé por la historia y por lo que me han contado. No soy franquista ni falangista. Soy sencillamente un sacerdote católico. Pero comprendo que los sacerdotes, religiosos y cristianos corrientes que se veían perseguidos, que contemplaban con estupor los incendios de los lugares sagrados, las profanaciones de las tumbas, y siempre esperando que les llegara a ellos el turno, cuando ven que alguien, en este caso Franco con su ejército, viene a echarles una mano, se agarraran a ella con emoción y agradecimiento. Otra cosa es lo que pudo venir después con las connivencias poco recomendables, pero que, gracias a Dios, se superaron. Hoy también se dan algunos casos de connivencias de militantes de izquierdas con cierto clero, y se aprovechan de ello.

            Dejemos las cosas como están, respetemos la historia, evitemos que haya más caídos, que los monjes puedan seguir celebrando la Misa y los fieles asistiendo tranquilamente a ella. Y sin tan malos fueron algunos de los que allí están enterrados, que ofrezcan las Misas por sus almas, que tal vez lo necesiten. Hay problemas más graves que solucionar en nuestra España de hoy.

Juan García Inza