Cuando vimos caer las primeras bombas y derribarse las casas y morir a los niños, reprobamos, nos conmovimos, rechazamos la violencia y nos dimos cuenta del horror que significaba la guerra.
 
Las cifras de muertos que a diario se sucedían nos impresionaban y las escenas de infantes sin padres, de mujeres sin esposo, de abuelos sin nada, nos conmovían hasta las lágrimas.
 
Sólo los de fría sangre toleraban las imágenes de muerte que la prensa nos regalaba y pocos eran los que al final del telediario se quedaban sin ese vacío que nace de la impotencia de no poder paliar el sufrimiento.
 
Las imágenes siempre crueles, el número de cadáveres siempre alto, los rostros sin nombre de la soledad y el hambre convivieron y siguen conviviendo a diario con nosotros. El primer instinto fue de rechazo pero, poco a poco, el rechazo natural hacia el dolor ajeno y las ganas de sosegarlo se han ido mitigando. ¿A base de qué? A fuerza de rutina.
 
Ahora se escucha con triste indiferencia el número de caídos cuando las bombas de los terroristas estallan y dejan en la tristeza a decenas de deudos diariamente. El enésimo episodio de terrorismo ha sido el asesinato de 58 católicos, tres de ellos sacerdotes, en la catedral del Perpetuo Socorrro, en Bagdag, la capital iraquí, el pasado 31 de octubre de 2010. Al ser cristianos, apenas si ha tenido repercusión mediática la “noticia”.
 
¿Nos hemos acostumbrado a la muerte? Quizá sí porque no nos toca de cerca, porque nos parece lejana, porque es un hecho ordinario, lamentablemente. Y es que la muerte es más muerte cuando está a nuestro lado, cuando se le llega a tentar con la propia mano.
 
Qué extraño… Si sucede un atentado en otro lugar del planeta, como por ejemplo una ciudad del primer mundo occidental, el corazón late de prisa y la conmoción otra vez llega. Quizá el número de muertos no llegue en un solo atentado al que diariamente se repite en Medio Oriente, pero lleva la huella de la novedad y la sorpresa. Además que a los católicos difícilmente se les regala espacio a menos que sea por el escándalo.
 
Pero, ¿qué no valen lo mismo las vidas de palestinos, iraquíes y libaneses que la de ingleses, holandeses y españoles? ¿No tienen el mismo valor las vidas de católicos que las de ateos, agnósticos o musulmanes? No, no es comparar un dolor con otro ni suscitar polémica a como dé lugar; ambas tragedias son reprobables y las dos deben siempre evitarse. Pero el botón sirve de muestra para evidenciar la enfermedad de esa otra rutina.
 
“El hombre muere tantas veces cuantas pierde a los suyos”, escribió Publilio Siro. Quizá en nosotros se está extinguiendo ese interés profundo por el prójimo. Que es ya una forma inconsciente de morir viviendo.
 
Hay muchos Irak a los que ya nos hemos acostumbrado y con los cuales convivimos indiferentes, adormilados, estoicos. En su obra maestra Tomás de Kempis escribió: “Dichoso el que tiene siempre ante sus ojos la hora de su muerte”.