Con motivo de la fiesta del Pilar, día de la Hispanidad conviene recordar brevemente algunos conceptos que nos recordaba D. Arturo Lozano.

Aunque, por tratarse de una realidad vital, su contenido o sustancia tiene raíz, evolución e historia secular -como veremos-, la palabra Hispanidad es término acuñado en nuestros días.

Su principal valedor fue Monseñor Zacarías de Vizcarra.


Él distinguía entre hispanidad con minúscula e Hispanidad con mayúscula:

En el noble empeño de definirla, desarrollarla y difundirla, ocupan puestos de honor, junto a Monseñor Vizcarra, los profesores Ramiro de Maeztu y García Morente, el incomparable hablista «españoleador» García Sanchiz y el Cardenal Gomá.

Y, en una perspectiva más amplia, referida más a la sustancia que al término, Juan Vázquez de Mella, verbo de la Hispanidad; Jaime Balmes, filósofo de la Hispanidad, y Donoso Cortés, profeta de la Hispanidad; Menéndez Pelayo, polígrafo de la Hispanidad, y Rubén Darío, poeta de la Hispanidad.

El Cardenal Gomá ofrece en su libro Hispanidad esta versión que enfila la sustancia medular del concepto, entendido como realidad y como proyecto:

«Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de acuñarse otra palabra como ésta de la Hispanidad, que comprenda y caracterice la totalidad de los pueblos hispánicos? La palabra está ya acuñada y la usamos todos. Según esto, ¿qué es la Hispanidad?»

Y, entre cálidas expresiones que proclaman a su juicio la sublimidad y alcance del término, afirma:
 
«Hispanidad es, ante todo, redención, que eso llevó España a América y a sus colonias: la Redención. La Hispanidad es vocablo ecuménico, susurra acentos de cristiandad, disuelve con su luz las diferencias, las razas y las fronteras y aspira a encarnarse en la Humanidad... Que en Oriente y en Occidente, en el Aquilón y en el Mediodía, se llegue a alabar a Dios con la dulce lengua de Fray Luis, ¡eso es Hispanidad!»

Muy pronto la idea y la palabra Hispanidad, que habían tenido tan ilustres valedores, tomaron cuerpo en una serie de decretos, organismos e instituciones.

La partida de bautismo de la Hispanidad

Se trata de una proposición que hacía Simón Bolívar, el héroe de la independencia americana, tan celebrado en nuestros días, a la corona de España, a través de su embajador en Londres, don Francisco Antonio de Zea, para que se pusiera definitivamente fin a la guerra entre España y América y se establecieran las bases de una futura fraternidad, con la constitución de una federación hispano-americana.

En dicho documento, junto al cese de hostilidades y la independencia americana, se propone una alianza entre la Gran Colombia y España con el resto de las naciones americanas, igualdad de derechos para españoles y americanos y eliminación de aduanas.

El proyecto se abre camino

Casi exactamente un siglo después de la invitación de Simón Bolívar, el año 1917, un decreto del Presidente de la República Argentina, Hipólito Yrigoyen, declaraba el 12 de octubre «Día de la Raza y Fiesta Nacional».


Con él daba satisfacción, según indica, al «memorial presentado por la Asociación Patriótica Española, a la que se han adherido todas las demás Sociedades Españolas y diversas Instituciones Argentinas, científicas y literarias». Y en sus diversos artículos aporta las razones de fondo que aconsejan tal decisión:

1.° Que el descubrimiento de América es el acontecimiento de más trascendencia que haya realizado la Humanidad a través de los tiempos.

2.° Que se debió al genio hispano, al identificarse con el genio de Colón, una efemérides tan portentosa, «que no quedó circunscrita al prodigio del Descubrimiento, sino que se consolidó en la conquista, empresa esta tan ardua y ciclópea que no posible término de comparación en los anales de todos los pueblos. Y

3.° Que la España descubridora y colonizadora volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, la labor de sus menestrales, y con la aleación de todos estos factores obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad que hoy florece en las naciones a las que ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimientos.

Al año siguiente del decreto Irigoyen, en Argentina, el rey de España, Alfonso XIII, establecía, por un decreto de rango similar, el 12 de octubre como Fiesta de la Raza y Fiesta Nacional. Muy rápidamente estos primeros conatos de aire festivo van transformándose en realidad latente que impregna toda una política nacional.

Tras el final victorioso del Alzamiento Nacional, el nuevo Estado incorpora a sus principios animadores la concepción de España como «eje espiritual del mundo hispánico», con un claro propósito de alianza y hasta de fraterna unidad con aquellas naciones entrañables.



En esta línea hay que colocar la creación, por un decreto firmado por Francisco Franco el 2 de noviembre de 1940, del Consejo de la Hispanidad.

En él se tiene buen cuidado en destacar que «no le mueve a España, en esta decisión, ningún tipo de apetencias hegemónicas o de tierras y riquezas ajenas». «Ante el espíritu materialista -se dice que todas las ambiciona para sí- España nada pide ni nada reclama; sólo desea devolver a la Hispanidad su conciencia unitaria y estar presente en América con viva presencia de inteligencia y amor, las dos altas virtudes que presidieron siempre nuestra obra de expansión en el mundo, corno ordenó en su día el amoroso espíritu de la Reina Católica».

Este Consejo de la Hispanidad dio paso inmediatamente, para potenciar su operatividad y coordinación, al Instituto de Cultura Hispánica, desde cuya casa madre en Madrid nacieron, en un breve espacio de tiempo, más de un centenar de filiales en toda América.

La Hispanidad, fiesta nacional

No casaba con el sentido ecuménico de la gesta española el carácter selectivo y en cierto modo excluyente de un Día de la Raza, bajo el amparo de la Madre común.

Por eso aquélla dio paso a la nueva Fiesta de la Hispanidad el año 1958.

Ya en el siglo XIX, al celebrarse el cuarto centenario del descubrimiento, un real decreto, firmado en el monasterio de la Rábida, el 12 de octubre de 1892, bajo la regencia de doña María Cristina de Habsburgo, expresaba el claro propósito de instituir como fiesta nacional el aniversario del día en que las carabelas, que habían partido de Palos de Moguer el 3 de agosto anterior, aprobaron en las ensenadas naturales de la isla de Guanahaní.


 
Pero el definitivo establecimiento se daría en nuestros días. El 12 de octubre del año 1939 comenzaban en Zaragoza las solemnes conmemoraciones oficiales del Día de la Hispanidad, que habría de celebrarse ya, sin solución de continuidad, aunque alternando los lugares que habrían de servirle de noble marco, para darle una más clara amplitud dentro de las naciones. Por fin, un decreto de la Presidencia del Gobierno, de 9 de enero de 1958, razona y decide:

«Dada la enorme trascendencia que el 12 de octubre significa para España y todos los pueblos de América Hispana, el 12 de octubre será fiesta nacional, bajo el nombre de "Día de la Hispanidad"

El fenómeno histórico. Difusión y sentido

Hechos, instituciones, lugares, documentos y monumentos: éstos son los avales de un fenómeno histórico indiscutible y de su perceptible sentido trascendente y pilarista.

La fecha original

Si bien se sostiene, sobre todo a raíz de las revelaciones de la Madre Ágreda, que, de acuerdo con la tradición, la Virgen Santísima vino a Zaragoza desde Jerusalén y en carne mortal, para consolar al Apóstol Santiago, en la noche que va del 1 al 2 de enero del año 40 de nuestra era, tenemos noticias muy fiables de que la fiesta mayor se celebraba ya el 12 de octubre en pleno siglo XII.

Como oportunamente estudió y publicó F. Gutiérrez Lasanta, existe una «Carta de concordia entre los Obispos de Pamplona y Zaragoza», que lleva la fecha de 12 de octubre del año 1121, «fiesta de la Dedicación de la Iglesia de Zaragoza».

Parece que esta fiesta se corresponde con la Iglesia de Santa María del Pilar, ya que, conquistada Zaragoza por el Batallador en el año 1118, parece que las únicas iglesias con relevancia que quedaban en la ciudad, tras la larga dominación musulmana, eran la de las Santas Masas y la de Santa María.

Es cierto que don Pedro de Librana, el primer Obispo tras la reconquista de la ciudad, procedió a habilitar e inaugurar muy pronto un brazo de la antigua mezquita mayor, que con el tiempo se convertiría en la Catedral de La Seo.

Pero, por otro lado, hay un manuscrito (n.° 1.582 de la Biblioteca Nacional) del canónigo de La Seo don Juan Briz Martínez, que, aunque fechado ya en 1642, es muy interesante a nuestro propósito, ya que en él se alude clara y directamente a la fiesta de la Dedicación y la adjudica a la Santa Capilla del Pilar, por varias razones:

1.° La Carta de Concordia entre los Obispos de Zaragoza y Pamplona, en que -como hemos señalado previamente, pero el escrito se hace eco de la misma se señala la fecha de 1121 corno de la Dedicación de la Iglesia de Zaragoza, sólo cuatro años después de la conquista; y el rey Alfonso inauguró La Seo no en ese día, sino el 6 de enero. Y

2.° Cita al padre Fray Diego Murillo como muy bien documentado que sostiene lo mismo. (La obra aludida de Fray D. Murillo se titula Fundación milagrosa de la Capilla Angélica de la Virgen del Pilar y su fecha de edición es 1616.) El P. Murillo, en efecto, aduce incluso una sentencia de la Rota del 18 de junio de 1610 en este sentido. Hay, además, una carta que escribe en 1602 el canónigo del Pilar Bartolomé Llorente al canónigo de La Seo Bartolomé Leonardo de Argensola, sobre este mismo tema de la Dedicación y fiesta del 12 de octubre. En esta interesantísima carta, que no podernos transcribir por razón de espacio, pero que el lector podrá consultar en la citada obra de G. Lasanta (volumen 8.1) certifica que esta fiesta del 12 de octubre que los canónigos del Pilar vienen celebrando desde fechas muy remotas, como lo fue desde el principio hasta la toma de Zaragoza -dice textualmente-, tuvo como centro la memoria de la milagrosa aparición de Nuestra Sefíora al Apóstol Santiago, el cual -se dice-, por mandato de la Virgen, le edificó y dedicó el templo. La carta tiene como motivo fundamental certificar de la antigüedad y pertenencia de la fiesta a la Iglesia del Pilar y comunicar que, junto a la gran solemnidad que ha cobrado la celebración desde hace algunos años, desde esa fecha de 1602 tendrá lecciones propias.

A refrendar la tesis viene ahora la referencia a los misales de la biblioteca del Cabildo zaragozano. Uno del siglo xv (sin que se concrete más su fecha) y otros correspondientes a los años 1486, 1522, 1540, 1554 y 1555, todos ellos repiten la misma nota: «12 de Octubre. Fiesta de la Dedicación de la iglesia de Santa María la Mayor y del Pilar». Y siguen algunos detalles en torno al rito y tenor de la solemnidad.

Hemos creído interesante detenernos en las precedentes consideraciones en torno a la fecha exacta y antigüedad de la fiesta, ya que por sí misma es de gran valor en orden al título que proclamamos de Santa María del Pilar de Zaragoza sobre la Hispanidad.

No está en dependencia la fecha del 12 de octubre, en que Zaragoza celebra las fiestas mayores en honor de Santa María del Pilar, de aquel otro venturoso 12 de octubre del año 1492, en que las naves de Colón tocaron las tierras del Nuevo Mundo.

Tampoco, efectivamente, tenemos humanamente razones para afirmar la dependencia del descubrimiento de la solemnidad pilarista.


Pero nadie nos puede prohibir que, cristianamente, juzguemos providencial la coincidencia y que alberguemos en nuestro interior la exultante sospecha de que Dios quiso que, a partir de aquel 12 de octubre de 1492, ya no fuera sólo un templo hermoso a las orillas del Ebro el dedicado a su memoria, sino que en una versión plástica y moderna de su propia «buenaventura evangélicas: «Me llamarán bendita todas las generaciones», su santuario se extenderá por todo el universo y las estrellas de la corona zaragozano se multiplicarán prodigiosamente en una constelación inabarcable de templos, imágenes, lugares y, sobre todo, de corazones.

Toponimia

Y de las sospechas pasamos a las realidades.

Si a la hispanidad con minúscula, la geográfica, según la distinción establecida por Monseñor Vizcarra, añadimos el adjetivo de pilarista como sello específico, no cabe duda de que podemos afirmar, sin ningún tipo de reserva, que existe una geografía pilarista extendida por todo el mundo.

Multitud de ríos, montañas, pueblos, calles, departamentos enteros, más allá de nuestras fronteras, se denominan y se honran con el santo nombre de Pilar. «Brasileños, guaraníes, gauchos, aztecas, quechúas y araucanos, tagalos y malayos, negros y pieles rojas; entre cafetales, cocoteros y campos de cañas -destaca y resume poéticamente G. Lasanta (o. c.)-, junto a las plantaciones aromáticas de tabaco de las más famosas vegas; rodeada de las grandes ganaderías vacunas y caballares de la Pampa y entre las leyendas y mágicos embrujos de las minas de oro, plata y diamantes ... »

Por todas las partes de América y por otras lejanísimas latitudes emerge señorial y maternal, señalando el cielo como las torres de nuestra basílica o acogiendo y cobijando a los hijos de todos los colores como sus cúpulas, la Señora y Madre del Pilar.

Está por realizar un estudio sistemático de esta exuberante realidad, con amplísima proyección en América Hispana y Filipinas, sobre todo, pero no en exclusiva.

Cofradías y peregrinaciones son como el oleaje superficial, el flujo y reflujo permanente de una devoción que va y viene, que nace como poderosa corriente en el Pilar zaragozano y que a él retorna unas veces con serena quietud y otras como hemos de peregrinaciones organizadas, con abundantes, desde el siglo xv hasta nuestros días.

Son la respuesta agradecida de pueblos que han recibido la luz del Evangelio y han conocido de dónde partió el impulso. La sacristía y los muros del Santo Templo están llenos de recuerdos y magníficos. ¿Cómo le pagaremos a la Madre?, se preguntan, abrumadas, los pueblos creyentes. Y junto a sus mejores joyas, instrumentos, galas, los pueblos han rivalizado en regalarle mantos y muchos le ofrecen toda la nación como dote, expresada en su bandera.

Al cumplirse el primer centenario de la guerra de los Sitios y casi de la independencia americana, diecinueve repúblicas quisieron reconocer su gozosa dependencia de la Virgen del Pilar presentándole otras tantas banderas que previamente había bendecido en Roma San Pío X, que se unió fervorosamente al sentido de la ofrenda.

Herencia y quehacer

Sin poder abarcar, ni mucho menos, la gloriosa herencia, ella y el tiempo nos impulsan a vivir nuestro presente y avistar el futuro como un honroso quehacer.

Afirmamos con el profesor Corts Grau que «el ideal hispánico es materia perenne». Y con el penúltimo director del tristemente fenecido en nuestra patria Instituto de Cultura Hispánica, don Gregorio Marañón Moya, sostenemos que la Hispanidad es «una categoría por encima del espacio y del tiempo. Pertenece al presente y al pasado, pero ha de ser ante todo un quehacer para el futuro. La palabra Hispanidad expresa lo que es común a los hombres y los pueblos hispánicos, lo que les da una relación peculiar entre ellos mismos y los distingue de los demás. La Hispanidad no es una unidad de raza, ni siquiera un idioma común. Lo que da carácter a la Hispanidad, lo que en ella ata y vincula es, sobre todo, un mismo sentido de vida

Como dice Álvaro Castellano Arés ( Sentido único de la Hispanidad, «Doce de Octubre», 1944), que fue director de la Academia de la Hispanidad de Salamanca, «García Morente coincidió con Ramiro de Maeztu en atribuir un origen absolutamente cristiano a la Hispanidad, al tiempo que afirma que el cristianismo es algo consustancial con la misma idea».

También aquí los hechos y los testimonios cantan. Hace unos años, cuando España recibía una vez más los ataques desconsiderados a su obra en América, de parte de un sector de la Administración norteamericana, un anglosajón y protestante, de la categoría de Arnold Toynbee, dictaba en la Universidad de Pensilvania dos conferencias en las que, frente al sentido anglosajón del imperio, contraponía el sentido espiritual en la colonización llevada a cabo por los pueblos hispanos o ibéricos.

Y pronunciaba las siguientes palabras que parece mentira no hayan tenido más difusión entre nosotros: «Los hispanos y portugueses, cristianos y católicos, han llevado a cabo un sentido colonizador distinto: no sólo comen su pan con los indígenas que han civilizado, sino que se casan con ellos. ¡Dios los bendiga! Si la raza humana alguna vez llega a unirse en una sola familia, será gracias a ellos, no a nosotros

Sabiéndose hijos de Dios y reconociendo en aquellos seres la misma vocación y comunidad de destino, la consecuencia lógica fue una simbiosis fraternal y un legado testimonial que certifica para la historia de forma irrebatible su categoría: el «mestizaje».

Con el sano deseo de que la Hispanidad no se quede en nuestras manos como un recuerdo glorioso o como simple retórica vacía, en nuestros días, aparte de ir despertando oportunamente en todos la conciencia sana de que formamos una gigantesca comunidad, una y plural, como ocurre con los hijos de una familia de casi quinientos millones de habla española, se hacen proyectos y se dan unos primeros y meritorios pasos en orden a crear un Mercado Común Iberoamericano y se aboga, elevando el tono, por un Mercado Común Cultural que, recordémoslo, empezó con la conquista y ¡de qué manera!: a los cincuenta años de poner su pie Colón en América, se habían trasplantado allí todas nuestras instituciones.

Pero, con ser todo ello laudable y noble, el empeño que se nos reclama hoy es, sin duda, de más altos vuelos: se trata de mantener y avivar la fe cristiana que fue y debe seguir siendo la columna vertebral de nuestra epopeya colonizadora.

Diversas iniciativas han brotado en los tiempos modernos, a la sombra del Pilar, para llevar al mundo esta renovada savia que es, con mucho y como ha recordado repetidamente el Papa a todo el Occidente cristiano, el factor esencial de su personalidad y su verdadera grandeza.

En 1949 nacía la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana, para promover y orientar las vocaciones sacerdotales a las tierras americanas. Fruto de ello ha sido la generosa y, con frecuencia, heroica marcha de centenares de sacerdotes, y últimamente también seglares, que han quemado su existencia en el empeño con admirables frutos. Hoy, cuando vivimos una profunda crisis moral y espiritual en el viejo continente y España no es precisamente una excepción, al proponernos la Hispanidad como quehacer, no podemos ocultar nuestra preocupación por la enorme responsabilidad que pesa sobre la Madre Patria de no trasplantar la crisis a aquellas tierras, lo que sería una ligereza imperdonable. Y ninguna garantía mejor que una fe alimentada y depurada en una auténtica devoción a María, Reina y Patrona de la Hispanidad.

Estas palabras del Papa, pronunciadas aquí en Zaragoza, a los pies del Pilar, son el mejor impulso a este propósito:

«Esa herencia de fe mariana de tantas generaciones, ha de convertirse no sólo en recuerdo de un pueblo, sino en punto de partida hacia Dios. Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pasado, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe mariana. Porque en esta continuidad religiosa, la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia. Y la presencia secular de Santa María va arraigándose a través de los siglos, inspirando y alentando las generaciones sucesivas. Así se consolida el difícil ascenso de un pueblo hacia lo alto.»


Por eso, apoyados en el Santo Pilar de Zaragoza, que, en expresión del Pontífice Juan Pablo II, «ha sido siempre considerado como el símbolo de la firmeza de la fe de los españoles», alentados e impulsados, como Santiago, por sentida cercanía de la Madre buena universal, recibimos el «testigo» de la tradición gloriosa y, sin perder comba, hemos de lanzarnos a la carrera, en la alegre seguridad de que, si no desmayamos ni nos salimos de pista, seguirá creciendo esa gloriosa comunidad de destino que llamamos Hispanidad.


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