Ya se está convirtiendo en costumbre. La Iglesia Católica y Romana debe pedir perdón por todo, casi hasta por existir. Ninguna otra institución -incluidas las religiones más variopintas- es tan vilipendiada y denostada. Ya no digamos en España, donde ser anticlerical o denigrar venga o no a cuento a la Iglesia es un timbre de democrática "modernez" (con Z de zote) y de pedigrí ideológico y cultural (?). Todo vale. En algunos medios de comunicación resulta casi obsesivo. Y sin casi. Muy pocas veces se da de la religión católica una visión positiva o digna. O al menos ecuánime. O simplemente plantearse el decir la verdad. Es más fácil recurrir a la ironía de la caricatura o a la charlotada de un "progresismo" presuntuoso y hueco.
 
Cicatería, resentimiento e ignorancia transforman la noticia en esperpento, y en culebrón su doctrina, lo más sagrado. Sonrisas cómplices, ácida mordiente, desplantes, prejuicios bobalicones, comentarios procaces o misticismos a la violeta rubrican la farsa. Son muchos los que, impunemente, se creen con derecho a insultar a la Iglesia Católica, viendo lo que no hay o faltando deliberadamente a la verdad. Para medrar, para vender o para darse fuste en determinados ambientes. La Iglesia es mi Madre y llevo mal, lo confieso, tanto menosprecio altisonante, tanta tontería irrespirable. Porque una cosa es poner la otra mejilla y otra muy distinta ser imbécil.

En el morbo que siempre tiene entre nosotros lo anticlerical, no deja de asombrarme la impunidad, la petulancia de ciertos gestos, los tópicos más rancios, el poco rigor profesional de algunos y el afán redentor de muchos a los que en realidad la Iglesia les importa una higa. Es más, querrían que dejara de existir o que los católicos estuviéramos calladitos. Y no nos engañemos con melifluas consideraciones, porque es en lo que están. Se afanan en ello y se ufanan ante los demás.

¿Vamos a dejar que sigan escupiendo sobre Dios por mucho tiempo sin decir nada, sin hacer nada? Los cristianos debemos ceñirnos los lomos y salir a la palestra con nuestro testimonio: con nuestra palabra y con nuestras obras. Y con nuestro voto. O se nos comerán por los pies hasta llegar al alma, acostumbrando nuestras vidas a la mentira, o a la comodidad cobarde del "no pasa nada", del "ya vendrán tiempos mejores".