¡Oh Señor, a veces no sé
para qué quieres contar conmigo!
A veces no sé si sé
que sin Ti la vida se queda sólo en un capricho
o en un vestigio de sombras.
Ya me ves,
una mujer y unos hijos
(se bastan por ellos mismos),
este afán por las nubes y los libros
y poco más, muy poco más.
Tan poco que no merece la pena escribirlo.
Me siento en cualquier sitio y ahí me quedo,
sin decir nada. Observo las cosas
y las imagino dentro de un siglo.
O en el año 3000 después de tu venida al mundo.
De mí ya no se acordará nadie (¡nadie!),
ni siquiera sobrevivirá un verso.
Y mis hijos estarán muertos, así como los hijos
de mis hijos, sólo quedará la ceniza
en algunos olvidados nichos
del cementerio, del mar o de la brisa.
(La ceniza que un día resucitará
en el mismo cuerpo en el que ahora vivo).

¡Oh Señor, a veces no sé
si ni tan siquiera existo!
Y se me olvida que me amas.
Sólo pienso en mí y en lo que será
de mí y de lo mío.
Pendiente de todo menos de Ti, infinito
aliento de mi vida y de aquella rosa
de fuego que un día soñé que era el cielo.