El hecho de que los musulmanes se hallen en pleno ramadán, el mes en el que practican su ayuno religioso, es una excelente ocasión para realizar un repaso de lo que son las prohibiciones y limitaciones alimentarias en el seno de cada una de las tres religiones denominadas "del libro".
 
            Los preceptos alimentarios constituyen una gravosa rémora en la más antigua de las tres religiones, el judaísmo, en el que existe todo un elenco de alimentos prohibidos. Los recoge el Levítico en el capítulo denominado “Reglas referentes a la pureza y la impureza”, en el epígrafe “Animales puros e impuros”, a los cuales divide a su vez en animales terrestres, animales acuáticos, aves, insectos alados y bichos terrestres (ver Lv. 11, 1-30).
 
            Para no hacerlo excesivamente largo, de la dieta básica española, los judíos tendrían prohibido el cerdo, los mariscos por ser pez sin escamas, y el conejo. También, por citar uno que se está imponiendo en la dieta moderna, el avestruz.
 
            Las restricciones alimentarias pasan muy aligeradas al Corán, donde se prescribe lo siguiente:
 
            “[Dios] os ha prohibido sólo la carne mortecina, la sangre, la carne de cerdo y la de todo animal sobre el que se haya invocado un nombre diferente del de Dios. Pero si alguien se ve compelido por la necesidad, -no por deseo ni por afán de contravenir- no peca. Dios es indulgente, misericordioso” (C. 2, 173).
 
            En el ámbito musulmán está también la institución de la takiyya, que permite a un musulmán disimular su religión o aliviarla en situaciones extremas. Yo tuve un gran amigo musulmán que hacía un uso bien laxo de la takiyya, un ejemplo del cual no me resisto a contarles. Convivíamos en Francia en la misma casa, junto con un tercero, mi gran amigo Jean Noël, francés y cristiano por más señas, y a menudo cocinaba yo. Hacía por aquel entonces (yo) unas deliciosas paellas de cerdo, e invitábamos a muchos amigos: la nuestra era una casa muy divertida. Cada vez que esto ocurría, le decía a Mustafá, que tal era el nombre de nuestro compañero marroquí: “Mustafá, si quieres te digo la receta para que la puedas hacer tú”. Y él, mientras se relamía, me decía con una sonrisa socarrona: “no hace falta, no hace falta”.
 
            Eran tiempos muy diferentes: los musulmanes que yo conocí en Francia hace ya más de veinte años, dedicaban buena parte de sus esfuerzos a, sin renunciar a sus señas básicas de identidad, comportarse como franceses, integrándose en la sociedad que les había acogido, la francesa en este caso. Mucho me temo que las pretensiones de muchos musulmanes hoy -no de todos-, sean muy diferentes por lo que respecta a las sociedades no musulmanas a las que acuden en busca de trabajo y bienestar. Pero ese es otro tema que no nos ocupa ahora (aunque puede ocuparnos en cualquier otra ocasión).
 
            Volviendo a lo nuestro, en el cristianismo, las prohibiciones alimentarias desaparecen totalmente. Se recoge muy ilustrativamente en el episodio del libro de los Hechos en el que leemos:
 
            “Al día siguiente, mientras ellos iban de camino y se acercaban a la ciudad, subió Pedro a la terraza, sobre la hora sexta, para hacer oración. Sintió hambre y quiso comer. Mientras se lo preparaban le sobrevino un éxtasis, y vio el cielo abierto y que bajaba hacia la tierra una cosa así como un gran lienzo, atado por las cuatro puntas. Dentro de él había toda suerte de cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves del cielo. Y una voz le dijo: «Levántate, Pedro, sacrifica y come.» Pedro replicó: «De ninguna manera, Señor; porque jamás he comido nada profano e impuro.» La voz le dijo por segunda vez: «Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano.» Esto se repitió tres veces, e inmediatamente la cosa aquella fue elevada hacia el cielo” (Hch. 10, 916).