Martes, 19 de marzo de 2024

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Aborto: la más profunda herida del corazón

por Hacerse como niños

 

Pero Rafa, ¿este blog no iba sobre las aventuras vitales de tus hijos? ¿no querías alegrarnos el día y dibujar una sonrisa en nuestras caras en medio de tanta mala noticia? ¿por qué, entonces, escribir ahora sobre un tema tan ‘chungo’ como el aborto?

Te daré tres razones que me parecen suficientes para hacerlo:

La primera es que, como reza mi ‘biografía vital’ -esa que tienes a tu derecha mientras lees estas líneas- vine a este mundo sin invitación. Por si no lo pillas, quiero decir que fui un candidato a ser abortado, a quien sólo el amor de una madre soltera, sola y asustada, salvó de morir antes de nacer.

La segunda es que, en efecto, aquí hablo de mis hijos; y tres de ellos no están ya en este mundo. Un aborto natural no es igual que uno provocado, pero te da una idea muy aproximada.

La tercera es mi profunda convicción de que quien no aporta soluciones, forma parte del problema. Y cada cosa que hagamos, por pequeña que parezca, suma a la hora de acabar con la mayor locura de nuestros días.

“Mata un hombre y será un asesinato. Mata un millón y será una estadística...”

La frase es de un tal Stalin. Fuerte, ¿no? Por desgracia, no iba desencaminado.

Hablando de estadísticas, las últimas dicen que en 2010 hubo en España 113.031 abortos; millón y medio desde la ley de 1985. Estoy convencido de que, en realidad, son muchos más; sólo que muchos de ellos no aparecen en las contabilidades de los abortorios, no vaya a ser que, encima, tengan que pagar más a Hacienda. Este es el drama con que nos topamos en los medios de comunicación, al menos un día al año, y que confirma algo que pocos se atreven a decir, y lo que es más triste, a pensar: el hombre se ha vuelto loco.

Vivimos atendiendo a cuestiones accesorias, que algunos se encargan de decidir cuándo deben ser o dejar de ser titulares de prensa, mientras muchos quedamos obnubilados por esos árboles que no nos dejan ver el bosque: que si la crisis, que si el déficit, Urdangarín por aquí, Pepiño por allá, De Guindos versus Montoro, y los sindicatos proponiendo no trabajar el 29 de junio, mientras cinco millones de españoles suspiran por un empleo de lo que sea; noticias que se alojan sin permiso, con la celeridad e inmediatez que nuestro día a día requiere, en el profundo vacío de nuestro corazón.

De vez en cuando, la dura realidad se asoma a esos titulares con noticias como la que en estos días ronda los informativos: el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, pretende cambiar la ley actual ley del aborto por otra que proteja la maternidad y el derecho del no nacido. Ante esto, casi nadie queda impasible; todo opinamos. A unos les parece un retroceso; a otros, insuficiente. Y tiramos de la soga en uno y otro sentido, como si fuese un tema meramente político o ideológico.

La pregunta es: ¿cuánto nos durará la reacción? Porque la dictadura de la prisa, del “estoy muy ocupado”, del frenético día a día, hace que no afrontemos la curación de esta herida como fuera necesario: yendo a la raíz del problema, limpiando lo sucio y lo infectado -aunque duela- y aplicando el único bálsamo capaz de sanarla para siempre. En lugar de esto, nos ponemos una tirita y unas gotas de Betadine, confiando en que deje de sangrar y nos deje en paz. Pero no, apartando la herida de nuestra vista, no se cerrará.

La herida del aborto es infecciosa: muchas veces nace en el miedo y la soledad de la mujer que aborta, en la cobardía o indiferencia del padre de la criatura, se extiende ‘gracias’ a la iniquidad de los médicos y sanitarios abortistas, e infecta a familiares, amigos, conocidos... hasta que rápidamente, casi sin que se note, alcanza a toda una sociedad adormecida, delatada por el primer síntoma de todo adicto: la no aceptación de su de su dolencia.

Una herida social tan grave como esta tiene solución, pero esta solución tiene un alto precio, y debemos preguntarnos si estamos dispuestos a pagarlo. ¿Cambiar la ley? ¿Hacerla cumplir, al menos? ¿Influir el la política desde grupos organizados? ¿Hacer pedagogía del derecho a la vida? ¿Denunciar la realidad del aborto, su industria y sus intereses? ¿Dar una adecuada formación a los jóvenes? ¿Educar en casa con verdadero compromiso? ¿Fomentar una antropología adecuada de la sexualidad y el amor humano?¿Salir al la calle el 24 de marzo, Día Internacional de la Vida? Todas son propuestas magníficas, necesarias, que hay sin duda que apoyar, respetando la libertad de quien propone cada una con su estilo y su forma de hacer particulares.

Pero hay algo más importante, algo fundamental; algo indispensable si queremos que nuestro activismo, nuestro compromiso social y nuestra lucha pro vida no sean sólo un montón de buenas intenciones, más o menos coordinadas, mejor o peor ejecutadas, que acaben por convertirse en “tiritas y betadine”. Algo que no depende de estrategias, de esquemas racionales o planes de comunicación. Algo en lo que quizás no hemos caído, porque no adivinamos la relación causa-efecto que pudiera tener con la consecución de nuestros objetivos. Algo que no es compatible con ninguna de las tres diabólicas características del aborto -la mentira, el silencio cómplice y el asesinato-, porque jamás podría convivir con ninguna de ellas. Algo que está en nosotros, pero que con frecuencia nos empeñamos en esconder, en rechazar o simplemente en no dejar actuar.

¿Cuánto nos durará la reacción ante la dictadura de la inmediatez? Apartando la herida de nuestra vista, no se cerrará.

Decía un santo sabio que “donde está nuestro corazón, está nuestro tesoro”. Y si nuestro corazón está ocupado por cosas más o menos urgentes, por preocupaciones o sanas intenciones que lo llevan y lo traen sin dejarlo parar, por muy buenas que aparentemente sean, entonces será imposible dar con el ungüento sanador, que no es otro que el Amor de Dios. ¿Dónde encontrarlo? En el silencio, en lo escondido; Él está ahí mismo: en ti, en mí, en nuestro corazón. Y está vivo. Pero no nos damos cuenta. ¿O no queremos? El Dios-hombre que se humilla, que se deja capturar, torturar y matar, que carga con la cruz de nuestros pecados -también los de los abortistas-, que predica con su ejemplo la cultura del perdón, que nos enseña con su vida el camino hacia la civilización del amor y que nos espera... siempre. Él y sólo Él es el bálsamo, la medicina que sanará definitivamente nuestras heridas del alma y el maltrecho corazón de una sociedad en la que el hombre parece haberse vuelto loco; y es que cuando se deja -aunque no se reconozca- de creer en Dios, automáticamente se empieza a creer en otras cosas, que son las que a la postre ocupan, sin poder saciarlo, nuestro corazón sediento; sediento de amor.

Para tocar el corazón de los otros, antes tenemos que mirar el nuestro. Sólo si Dios es de verdad el eje, el centro y el fin único de nuestra existencia, sólo si le dejamos ser el motor de nuestra vida, podremos tener paz y un corazón preparado para amar, para perdonar, para ser misericordiosos, para que el ‘tú’ esté antes que el ‘yo’; para hablar de Él a los cuatro vientos como el está enamorado, para no callar, como quien tiene un tesoro y anhela compartirlo.

La buena noticia es que, además de haberse quedado con nosotros (en la Eucaristía, en la Palabra, en los Sacramentos) nos dejó un regalo; un regalo en forma de Madre bella, dulce, amorosa y comprensiva: se llama María y es el camino más corto y seguro hacia el Amor. Curiosamente, la Virgen María es quien nos proporciona las armas más eficaces para esta batalla por la vida, esta batalla contra el mal. Ella no precisa de campañas de marketing ni presencia en los medios; Ella trabaja a su estilo, al estilo de Cristo: en lo pequeño, con un lenguaje sin palabras. Y sólo necesita nuestro compromiso, nuestra respuesta al Amor de su Hijo a través de la oración con el corazón, del amor a Jesús en la Eucaristía y de la aceptación del sufrimiento que se funda en la Esperanza; tantas y tantas veces nos ha repetido que el Rosario es nuestra arma secreta, y aún no nos lo creemos. ¿Será que debemos abrir un poquito más el corazón? ¿No será que aún lo tenemos demasiado duro?

El gran homicida, el padre de la mentira, el señor del mundo, disfruta como nadie con las estadísticas del aparentemente imparable crecimiento del número de abortos. Y espera que nosotros reaccionemos como cabría esperar: saltando como resortes con odio, con ira y desesperanza ante esa realidad, atentando contra los abortorios o incluso contra los abortistas. Insultando y despreciando a los políticos que hacen posible que esta locura por la que nos juzgará la Historia siga ocurriendo. Pero es tan soberbio que no cuenta con que el ejército de los humildes, de los mansos de corazón, responde a sus ataques poniendo amor donde había odio, y reza por los abortistas y por los políticos en lugar de atacarlos. Olvida, además, el cornudo enemigo, que el mal siempre termina por destruirse a sí mismo -por eso nunca triunfará-, y olvida también que la sangre de los mártires del siglo XXI tiene su función en el plan de salvación de Dios, como la tuvo la de los Santos Inocentes hace dos mil años, cuando ayudó a que el Niño-Dios pudiera escapar de las garras de Herodes. Seguro que los padres de aquellos pequeños no lo entendieron entonces, como no lo podemos comprender ahora nosotros; pero hacernos como niños nos lleva a confiar en nuestro Padre, en quien más nos ama, en quien sana nuestras heridas y las del mundo entero.

Y yo confío en Él.

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