Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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1936. Memorias de un salesiano (17)

por Victor in vínculis

10. EN LA CHECA DE FRANCOS RODRÍGUEZ
 
Yo era para el jefe y algunos más, el capellán. Mi misión era atender y asistir a los enfermos y moribundos, no dentro sino fuera. El Lamadrid, secretario de la Escuela, se encargaba de avisarme cuando yo debía actuar. Más de seis meses viví seguro, bien pagado y mejor alimentado. Nos pagaban 10 pesetas diarias, y nos daban semanalmente un suministro, en especie: carne, arroz, jabón, legumbres, queso, mantequilla, azúcar, aceite, etc.… que servían para pagar con creces mi pensión y dar de comer a mi comunidad de monjas, y a la querida familia  a las que he dejado momentáneamente olvidadas.
 
Vuelvo a ella.
 
Ya dije que Benigno Montero era veterinario. No pudiendo permanecer no solo inactivo, sino sin documentación que lo avalase, ante un posible registro, decidió enrolarse en el ejército, y lo consiguió. Le hicieron veterinario de un grupo militar rojo, situado en el Prado, con el grado de teniente.
 
Aunque era esta una zona muy castigada, Benigno estuvo siempre en retaguardia, al cuidado de los caballos, mulos y de la carne que se daba a los milicianos. Naturalmente siempre traía su buena ración a casa. Con su aportación y la mía, nuestra casa era un hotel, como si fuera de cinco estrellas.  Como eran muchas las personas que nos visitaban,  y muy necesitadas,  siempre se llevaban algo. El hambre a mediados del año 1938 empezaba a hacer estragos.
 
Dos hombres pues, defendíamos la vida en lo material de unas diez mujeres. En lo espiritual seguíamos nuestra vida, con cierta normalidad, misa frecuente, confesiones, rezo comunitario y no faltaban los “retiros” con sus conferencias y charlas a propósito. Solían tenerse en vísperas de las grandes fiestas.
 
Adiós escuela de ingenieros
 
Pero antes de tocar este tema he de recoger dos episodios en los que volví a ver y probar la poderosa intercesión de mi tío mártir Don Enrique Saiz  y la  mano de Dios.
 
Escucha, lector, que ya debes estar harto de este largo enredado rollo de mi vida.  Te lo expondré breve y sucintamente. Si te canso, déjalo.
 

HIGINIO MATA
Santa Juliana – La Checa de Francos Rodríguez

 
Higinio era un mozo de mi pueblo, y algo pariente mío. Estaba en nuestro colegio de Atocha, más que como criado, como fámulo. Sin ser religioso, hacía vida de comunidad. Cuando el asalto a nuestra casa quedó sin amparo.
 
Como si dijéramos, con lo puesto y en la calle. Mi tío lo protegió hasta el 23 de octubre, en que dio su vida como mártir. Ya hemos hablado de ello. Solía verme con Higinio. Le proporcioné ayuda material y espiritual. Un día me pidió le acompañara a la calle Santa Juliana. Ambos la desconocíamos. Decía tener en ella unos parientes.
 
Preguntando se llega a Roma, dice el refrán. Sabíamos que dicha calle estaba en Cuatro Caminos. Era esta zona de Madrid muy popular y habitada por gente pobre, baja y muy comunistizada. Subimos a un tranvía desde Sol a la glorieta de Cuatro Caminos. En él preguntamos, cándidamente al conductor por la calle de Santa Juliana. Nos dio las señas pero caímos en la trampa.
 
Una patrulla nos detuvo. Cinco hombres, cuatro de fusil y uno, más viejo y peor encarado, de pistola. A pocos pasos estaba nuestro colegio, en la calle de Francos Rodríguez. Era el cuartel General del 5º Regimiento de Milicias Comunistas. Su Jefe, el comandante Carlos Lister.
 
Los amplísimos patios estaban llenos de miles de personas que despedían a una expedición de milicianos. Eran las seis más o menos de la tarde. Por entre la masa, amorfa e ignorante, se abría un estrecho pasillo. Al pasar, algunos me reconocieron. Eran niños del Colegio u oratorianos domingueros, a los que tantas veces durante cuatro veranos, había entretenido en el patio y en el teatro.
 
-¡Mira! Oí a mis espaldas.
-Es D. Fortu, ¿Dónde lo llevarán?
 
Me miraban unos con compasión y lástima; otros reían, me hacían mofa y hasta me arrojaron algunas piedrecillas.
 
En la mitad del camino, uno de la patrulla me apuntó al pecho.
 
-Le matamos aquí, dijo. Me asusté.
-Espera, -cortó, enérgico, el que parecía el jefe-. Ya tendrán tiempo de hacerlo.
 
Entre miradas de odio atravesamos el sendero. Parecía interminable. Nos metieron en la Checa en la que habían convertido nuestro Colegio. Lo que había sido lugar y centro de alegría, y de honesta expansión, lo habían convertido en antesala de la muerte. Junto a mí que no tenía mejores ánimos, Higinio Mata, lloraba desconsolado.  Sus lágrimas se unieron a las mías.
 


Iglesia de San Francisco de Sales, parte del complejo del colegio salesiano de Estrecho, en Madrid, en el que se estableció el cuartel general del Quinto Regimiento. La fotografía de la iglesia está tomada desde la esquina de la calle de Francos Rodríguez con la calle de Bravo Murillo.
 
Como cualquier teatro, el nuestro tenía la sala o patio, entonces sin butacas, el escenario amplio y el sótano con los vestuarios.
 
Al entrar encontramos muchos detenidos. Los menos en el amplio salón, los más en el escenario. En los sótanos oíamos ayes, voces y lamentos. Por todo acomodo en el espacioso salón, dos bancos de madera.
 
Un guardián de paisano, con fúsil, nos vigilaba. Traté de ayudar a mi compañero y de infundirle valor y confianza, que yo no tenía. Era mayor que yo, y de aspecto aniñado, de carácter suave, humilde y tan sencillo que parecía anormal. Pudimos sentarnos. Le invité a rezar. Nos sosegamos. Bien despiertos esperamos los acontecimientos. De vez en cuando traían gente nueva, la que repartían por el salón, en el escenario y los sótanos.
 
Al mismo tiempo, se llevaban a otros. Ciertos ayes, algunos gritos, apagados por la distancia y la profundidad de los subterráneos erizaban el alma. ¿Qué será eso?  Nos preguntábamos, con miedo a respondernos.
 
Sobre las nueve nos trajeron la cena: unas patatas con pimientos rojos. Olían tentadoramente. Unas jóvenes, muy atractivas, enmandiladas de blanco, las servían.
 
-Tomad, tomad, decían socarronamente, gozándose de nuestro mal.
-Ya os queda poco.  Acabamos de hundirnos.
 
Volvimos a la expectativa y a rezar. Las diez, las once, las doce…
Seguía el trasiego de gentes que entraban y salían. Hubo relevo de guardia. El recién llegado me pareció o lo soñé, de mejor aspecto que el anterior. Acaso fue corazonada. Le llamé con más miedo que confianza.
 
-Por favor, le dije humildemente: Sabe Usted, ¿qué nos espera aquí? Llevamos tantas horas, y nadie nos ha dado, todavía una explicación. ¿No podrá usted hablar con su jefe?
-No se preocupen. Si no han hecho mal, nada les pasará, aseguró.
 
No pudo pasar aviso al responsable. Sus palabras nos consolaron y hasta le miramos casi agradecidos. Pasamos mal la noche. El frío, el sueño, y sobre todo el miedo se convirtieron en pesadilla. Despertábamos con sobresaltos. La imaginación tentadora, nos fingía la libertad. Tan cercanos eran para nosotros, en aquel lugar, y en estado semiconsciente, la realidad y lo ideal.
 
Amaneció al fin el día, radiante, lleno de luz, que invitaba a amar y a vivir. En el estado en que nos hallábamos, la depresión nos hería y nos molestaba todo. La luz del sol, el azul del cielo, a través de las ventanas, y el suave ambiente mañanero. ¡Cuánto vale la libertad! No se estima, como la vida, como la madre, como la Patria, hasta que se pierden.
 
El nuevo día parecía ofrecernos las mismas perspectivas que el anterior. Estábamos nerviosos. Entraba y salía gente, sin parar. Menos nosotros. Nos trajeron el desayuno: café con leche y pan. Insistí hasta tres veces, una con nuestro guardián, y dos con un joven que con papeles o lista iba y venía.
 
Al fin…
 

Sobre estas líneas: Reparto de armas a los milicianos en el cuartel de Francos Rodríguez, nº 5.
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