Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

Yo no estuve en la beatificación. O sí.


Pido a Dios que tenga a bien glorificar todavía más a Juan Pablo II, con uno o con muchos milagros, los que El quiera hacer y nosotros pedir.

por Gonzalo Mazarrasa

Opinión

El viernes 29 de abril madrugué para ir al aeropuerto y allí, a las 8 horas, pude celebrar misa en la capilla de Nuestra Señora de Loreto, en la terminal 2, antes de coger el vuelo para Frankfurt. Dos personas asistieron a la misma. En Frankfurt hice transbordo y logré aterrizar en Roma-Fiumicino a las 17.30 horas, cogiendo luego el “trenino” hasta la estación Termini. Allí cogí el temible autobús 64, que va hasta el Vaticano y suele ser muy frecuentado por los amigos de lo ajeno, en busca de turistas descuidados.

Una vez sito en san Pedro, me encontré en la calle, junto a la columnata y el Santo Oficio, con mis dos amigos sacerdotes, Christopher Hartley y Antonio Diufaín, uno venido desde Gode (Etiopía) y el otro desde Moyobamba (Perú). Siempre nos solemos ver en encuentros con el Papa. Para celebrarlo nos sentamos en un restaurante próximo, a cenar y contarnos aventuras.

El sábado 30 había quedado con Alfonso Riobó, sacerdote de la Prelatura del Opus Dei y director de la revista Palabra, en la sede de la Prelatura. Viale Bruno Buozzi, 75. Allí pude celebrar Misa en la capilla de san Juan María Vianney, después de venerar la tumba de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Era algo que había querido hacer hacía mucho tiempo, en agradecimiento al santo por un favor que me hizo hace más de veinte años, cuando él aún no era ni siquiera beato.

Después volvimos al Vaticano en tranvía y fuimos a ver una exposición sobre Juan Pablo II en el ala Carlomagno, junto a la columnata. Es preciosa. Os recomiendo que vayáis a verla si pasáis por Roma. A mí me gustó tanto que volví esa misma tarde para verla más despacio. Tengo que confesar que lloré todo lo que quise –tengo la lágrima fácil, sobre todo con los Papas-. Lo que más me gustó fue ver los esquíes y botas que el Papa usaba en Polonia cuando era arzobispo y esquiaba en los Montes Tatra, en Zakopane. Y lo que más me impresionó fue el vídeo del atentado del 13 de mayo de 1981, con el sonido original de los disparos.

Por la noche fui al Circo Máximo y pude entrar a duras penas, justo antes de que hablase monseñor Stanislao. Después rezamos el Rosario en unión con cinco santuarios marianos desperdigados por todo el mundo. Según las noticias, éramos 200.000 personas los congregados en aquella Vigila de oración.

Y llegó el gran día, la fiesta de la Divina Misericordia. Las Angélicas en cuya residencia me hospedaba abrieron las puertas de la calle a las 6.30 am, y yo salí, vestido con mi flamante sotana –prestada- camino de san Pedro. Habíamos quedado un grupo de sacerdotes de Toledo en una calle adyacente para ir a las oficinas de la Congregación del Culto Divino y seguir desde allí la ceremonia. Tarea inútil: las calles adyacentes estaban todas cerradas y no pasaba nadie si no tenía la necesaria acreditación. En vista de la situación, decidí volverme a la residencia de las Angélicas y allí, a las 9 am, concelebré con dos sacerdotes más, para luego ponernos a ver la ceremonia por TV.
La verdad es que lo vimos todo estupendamente, como es lógico, aunque a veces un demonio meridiano me decía interiormente: “¿para esto has venido a Roma, para verlo por TV?”

Pero como a los demonios –meridianos o no- no hay que hacerles caso en ningún caso, tampoco se lo hice en éste. Las monjas nos dieron de comer y, después de una breve siesta, preceptiva tras la vigilia y el madrugón, me armé de valor y bajé de nuevo al Vaticano, dispuesto, esta vez sí, a perseverar lo que hiciera falta en la cola infinita hasta venerar los restos expuestos del Beato en la Basílica Vaticana.

Al llegar a la columnata, vi salir a la gente que ya había estado en el templo por un lateral de la misma y me quedé mirando pensativo unos instantes. En esto, un carabinieri me llama y me pregunta si voy solo. Le digo que sí, y entonces procede a flanquearme la entrada a la plaza, e incluso me anima a buscarme la vida para no tener que ir al comienzo de la interminable cola. Yo, entre asombrado y escéptico, decido hacerle caso y me dirijo contra corriente hacia la puerta de la basílica por la que salían los que ya habían podido venerar al nuevo Beato, cuyo tapiz presidía ahora la Plaza de san Pedro con su sonrisa picarona.

Es entonces cuando le miro y le digo sin ambages: “¿me voy a ir de aquí sin verte?” Quería hacerle sentirse de algún modo responsable, al menos en parte, de mi infortunio, después de mi largo viaje desde España. Quizás el episodio con el carabinieri me dio ánimos para echar el órdago, no sé. El caso es que, enfrascado en estos pensamientos, me fui acercando hasta el segundo y definitivo control, junto a las escalinatas de la Basílica, siempre contra corriente de los que salían. Al llegar allí, de nuevo me quedé a unos metros de distancia, perplejo, sin saber muy bien qué hacer. Y entonces volvió a ocurrir: un segundo guardia me hizo señas para que me acercase y, al llegar donde él, me hizo pasar, de modo que ya pude entrar sin más problemas en la Basílica y dirigirme hasta el centro de la misma donde estaban expuestos los restos mortales del Beato Juan Pablo II. Al llegar allí, busqué instintivamente un sitio tranquilo para rezar. A la derecha estaban los confesonarios y algunos penitentes sentados en los bancos, aguardando su turno. Decidí unirme a ellos y fui a confesarme con un fraile agustino, después de unos minutos de examen de conciencia en los que seleccioné algunos de los pecados más deplorables de mi ya larga existencia en esta Tierra (aunque ya los hubiera confesado con anterioridad). Al acercarme al confesonario, de nuevo me asaltó el llanto, de modo que puse a prueba la paciencia del buen fraile que me miraba con gesto comprensivo.

Cuando por fin pude confesarme, volví a los bancos a rezar la penitencia y me uní al Rosario que, desde los micrófonos de la Basílica, alguien empezaba a dirigir, acompañado, entre misterio y misterio, por un coro que cantaba en italiano canciones que yo me sabía en español desde pequeño: “Al Cielo, al Cielo, sí, un día a verla iré, al Cielo, al Cielo, sí, un día a verla iré..”
Creo que estuve cosa de una hora, hasta que acabó el Rosario y sonó el móvil para sacarme de mi enmimismamiento místico. Un sacerdote amigo me llamaba desde la Embajada española ante la Santa Sede: había empezado la recepción y yo tenía entrada para la misma. Hacia allí me dirigí con otro sacerdote que encontré a la salida de san Pedro pero, para cuando llegamos, ya salían los últimos invitados. Con todo, mereció la pena volver a contemplar la Piazza di Spagna con la columna y la imagen de la Inmaculada, nuestra Patrona, protegiendo “su” embajada y la Patria por ella representada en ese sitio desde hace siglos –es la embajada más antigua del mundo: data, creo, de la época de los Reyes Católicos-.
Vueltos a san Pedro, pudimos cenar en un restaurante con otros tres sacerdotes amigos y comentar las emociones de ese día inolvidable.

A la mañana siguiente celebré la Misa del Beato en la capilla de las Angélicas y, de nuevo, volví a bajar a san Pedro para despedirme de Juan Pablo II. El cardenal Bertone celebraba en la plaza la Misa de acción de gracias ante la multitud. A todo esto, ni el sábado por la noche, ni el domingo ni el lunes llovió, siendo así que las previsiones eran pesimistas al respecto.

A mediodía volví con un grupo de peregrinos al aeropuerto. En el viaje de vuelta le pedí prestado a mi compañero de asiento el libro-entrevista de monseñor Stanislao, el que fue secretario del Papa Juan Pablo II durante 39 años: “Mi vida con Karol”. Entre Roma, Frankfurt y Madrid me dio tiempo a leerme 170 de las 240 páginas del mismo, pudiendo aprender cosas nuevas del Beato, que no sabía. Fue el final mejor para esos cuatro días dedicados al Papa al que me había pasado la vida siguiendo de un sitio a otro por el mundo y hoy, seis años después de su muerte, aún seguía haciéndolo.

Al llegar de vuelta al aeropuerto de Barajas recogí mi vieja mochila y empuñé de nuevo mi Rosario para dar gracias a la Virgen por habernos dado a Juan Pablo II, el Papa todo de María.
Si la beatificación permite dar un culto restringido al que la recibe, tengo para mí que no va a ser esto suficiente en el caso de Juan Pablo II. Pocos como él han sido tan universales, tan “católicos” –que eso significa la palabra en cuestión-. El millón largo de peregrinos procedentes de todo el mundo –hasta vi una bandera australiana entre la multitud- estaba diciendo a las claras que va a ser necesario canonizar a este beato, para que podamos darle un culto universal, no limitado a unas pocas diócesis –Polonia, Roma-. Juan Pablo II es de todos, es la persona a la que han visto y seguido en directo más millones de personas en la historia, es el Papa más “global”, y su culto va a ser difícil que quede restringido a unas fronteras que él, cuando vivía, no hizo más que traspasar una y otra vez para anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra.

Por todo ello pido a Dios, Nuestro Señor, que tenga a bien glorificarle todavía más, con uno o con muchos milagros, los que El quiera hacer y nosotros pedir. Juan Pablo II, te quiere todo el mundo. ¡Santo súbito!

 

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