Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

Y los hijos de los matrimonios irregulares, ¿qué?


Esos padres, por lo común, son plenamente conscientes de que viven al margen de la Iglesia y, pese a ello, no quieren que sus hijos dejen de ser cristianos.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

No he terminado de hacerme una idea cabal de lo que ha decidido al Sínodo de los obispos sobre la familia, especialmente en relación con el cacareado tema del acceso a la eucaristía de los divorciados vueltos a casar. Leyendo despacito los puntos 84, 85 y 86, relativos a ese tema, los encuentro un tanto confusos. O sea, algo parecido a un sí pero no, o un no pero sí. Seguramente por torpeza mía, porque ando muy escasito de teología de la buena.

Pero lo que sí he echado de menos es una aclaración sobre lo que la Iglesia puede admitir respecto a la recepción de los sacramentos de los hijos de parejas en situación de irregularidad canónica: divorciados vueltos a casar, casados por lo civil o simplemente parejas de hecho. Ciertamente los padres no viven conforme a las normas de la Iglesia, es decir, las que enseñan los Evangelios.

Sin embargo, muchos de esos padres tienen especial interés en que los hijos reciban el bautismo en cuanto nacen, la comunión cuando corresponda, y hasta la confirmación en no pocos de los casos. Esos padres, por lo común, son plenamente conscientes de que viven al margen de la Iglesia y, pese a ello, no quieren que sus hijos dejen de ser cristianos. La aceptación de una cultura y la fe que lleva implícita es aún muy profunda en nuestro pueblo, esto es, en la sociedad española.

No lo hacen en general, siquiera en el bautismo, por el fasto o los banquetes familiares que a veces se montan en torno a tan señalados actos religiosa, sino porque no quieren que sus hijos crezcan en estado de paganitos, sino como miembros de una Iglesia de la que están alejados pero de la que no han renegado definitivamente. Algo queda en el fondo de sus corazones que los que estamos dentro del redil, especialmente los pastores, debemos entender y atender y cuidar con delicadeza.

Entonces se plantean algunos dilemas, lógicamente: ¿debe negarse el bautismo a los angelitos cuyos padres no son practicantes habituales porque tienen impedimentos para serlo?; ¿hay que obligar a esos padres a recibir cursillos de “formación” prebautismal bajo amenaza de no bautizar al hijo en caso contrario?; ¿no es una humillación o una afrenta a su situación personal si no hacen estos cursillos?; ¿qué les pueden decir en ellos: que su estado no es un buen ejemplo cristiano para el niño que quieren bautizar?; ¿acaso no saben en qué estado viven?

Y no digamos nada de los bautizos colectivos que ahora se llevan en no pocas parroquias. Bautizos masivos, tumultuarios, como si se tratara de una iniciación cristiana en serie, al mejor estilo colectivista o de grandes almacenes. El bautizo es un acto demasiado entrañable y familiar para sustraerle su individualidad, su singularidad. Naturalmente da más trabajo al párroco, a los sacerdotes de una parroquia, el bautizar a cada neófito cuando les venga bien a sus respectivos padres, pero gana en afectividad familiar y efectividad pastoral.

Nada de ello creo que se ha dicho en el Sínodo que acaba de terminar como si no formara parte en la vida familiar. ¿Dónde está la misericordia hacia esos niños cuyos padres, vivan como vivan, quieren sin embargo, que no dejen de ser hijos de la Iglesia? ¿Les ponemos todas las pegas del mundo, mejor dicho, los rechazamos de hecho, o les facilitamos los sacramentos de iniciación y confirmación cristiana?

Acojamos con gozo a los que vienen por voluntad propia, que a cobijo de la Santa Madre Iglesia se está mucho más seguro y reconfortante que a la intemperie. Cosa bien distinta sería que para ello hubiese que retorcer y alterar las enseñanzas de Aquel que nos redimió, que es el caso de los divorciados y vueltos a casar, pero si nada toca al fondo de la fe, ¿por qué mostrarse rígidos, exigentes y antipáticos? Eso es, entiendo yo, la verdadera misericordia.
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