Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXXII Domingo Tiempo Ordinario-Consagración de la basílica de San Juan de Letrán

por Al partir el pan

Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12; 1 Corintios 3, 9c-11. 16-17; Mateo 25, 1-13; Juan 2, 13-22
«No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre»
«Necesitamos volver siempre a la humildad del origen. María se hace esclava de Dios en su pequeñez. La vida crece por su servicio silencioso y oculto. El amor se muestra en pequeños detalles»

Los grandes logros de la humanidad suelen tener comienzos pequeños. Muchos genios en la historia del hombre tuvieron inicios humildes, vivieron pobremente, incluso no fueron valorados en vida. En la historia de la Iglesia siempre ha sido así. Pequeños comienzos, instrumentos débiles. Para que se pueda ver claramente la mano de Dios moviendo los hilos. Grandes basílicas muchas veces comenzaron siendo pequeñas capillas. Como la basílica de la Natividad en Belén, donde Jesús nació. Una pobre cueva. Lo pequeño es el origen de lo grande. Jesús oculto en Nazaret, antes de comenzar los milagros. Jesús muerto como un malhechor, en la cruz, antes de que se rasgara el velo del templo. Jesús oculto en el pan y el vino, para desconcertar a los hombres que buscan lo que se ve, lo que tiene poder. Muchos hombres frágiles siguieron las huellas de Jesús. Se hicieron vulnerables como Él. Entregaron su vida conociendo su fragilidad. Sembraron la semilla de la eternidad en tierra fecunda. Siempre ha habido hombres que creyeron por su fe en lo que nadie aún veía. Supieron que Dios les pedía dar un salto de audacia y, desconfiando de sus fuerzas, lo dieron. Tuvieron miedo a perderlo todo y siguieron su camino. En la vida siempre tenemos que contar con el miedo. Una persona rezaba: «Me da miedo perder lo que tengo, quedar sin raíces, vacío sin ti. Me da miedo perder el sentido, no amar tus pisadas, no ser fiel a ti. Y no logro creer que detrás de las olas estás Tú, diciéndome: - Ven a mí, confía, ven a mí, sobre las aguas. Deja tantos miedos, tantas dudas, vacíate. Me da miedo no hallar la salida, caer en mis sombras, la oscuridad sin ti. Me da miedo no estar a la altura, no tocar las cumbres, no escuchar tu voz». Hay tantos miedos en el camino de la vida. Sólo podemos construir el templo de nuestra vida desde Dios, confiando en Él. Pero a veces nos cuesta ver su amor, palpar su misericordia. Lo decimos, no lo vivimos. Decía el P. Kentenich: « ¡Cuán masificados estamos! No sé, si yo les preguntara: ¿creen ustedes verdaderamente que Dios los quiere?, y si ustedes me dijeran: - Yo lo creo. Entonces yo les diría que yo no creo que ustedes lo crean. Así somos. Lo decimos, bueno, pero en términos generales nos sentimos, sin embargo, como una pieza intercambiable de la máquina, junto a los demás»[1]. Es verdad. Nos da miedo soltar las riendas y dejar que la vida la lleve Dios. Pensamos: ¿Nos ama tanto? No nos lo acabamos de creer, no nos hemos convertido aún. Nos olvidamos de lo importante: Dios sí nos ama. Y porque nos ama es posible emprender el camino y construir. Las grandes obras tienen pequeños comienzos. Pero todo comienza siempre con una decisión firme por amor a Dios. Así fue la historia de San Francisco de Asís. La pequeña porciúncula en Asís, esa pequeña capilla, es el germen de toda la Familia Franciscana. Allí comenzó todo. Ahora la pequeña capilla casi se pierde en la majestuosidad de la Basílica que la alberga. Lo pequeño origen de lo grande. Francisco comenzó solo este camino. Muchos siguieron sus pasos porque creyeron en él. Se fiaron de su vida. Sus palabras se hacían carne y vivía aquello de lo que hablaba. La semilla comenzó a dar fruto. El fuego ardía en su pecho, el amor y su mirada tenía la fuerza de un ciclón. El fuego se extendió rápidamente. Tocó a muchos hombres. Tocó a Clara. Era un hombre pequeño y pobre enviado a restaurar la Iglesia. Un hombre vacío de sí mismo y lleno de Dios.
 
Una misión ingente sobre débiles hombros sólo se puede llevar a cabo desde la confianza y la humildad. Sólo así se puede construir una gran obra. Porque es el poder de Dios el que lo hace. En una ocasión, S. Francisco, ante la insistencia de un cardenal que quería nombrar cardenales de sus filas, respondió: «Mis hermanos son llamados frailes menores, y ellos no intentan convertirse en mayores. Su vocación les enseña a permanecer siempre en condición humilde. Mantenedlos así, aún en contra de su voluntad». Frailes menores que no intentan convertirse en mayores. Me conmueve esa afirmación. ¿No es cierto que nosotros muchas veces queremos ser mayores y pretendemos dejar de ser menores? ¿No anhelamos el reconocimiento, los primeros lugares, el ser recordados, un poco de fama, acariciar el éxito? La pequeña capillita de nuestro corazón quiere ser una gran basílica. El suelo de tierra de mi vida quiere ser de mármol. Cuando uno pide lo que pidió Francisco es porque tiene el corazón anclado en Cristo. ¡Qué importa el resto! Un corazón que quiere ser pobre y necesitado toda la vida. A veces el corazón se olvida del comienzo y busca lugares mejores. Se olvida del origen pobre y sueña con grandezas. Pierde la perspectiva y se centra en la propia satisfacción y gloria. Sin humildad, sin pobreza, no crece nada. Por eso pudo crecer la obra de Francisco. Lo hizo sobre sus cimientos pobres. Francisco siempre tuvo vocación de porciúncula, no de Basílica. Desde una pequeña capillita se extendió por todo el mundo. Pero ni Francisco, ni hoy todos los que siguen su carisma olvidaron la pobreza de aquella pequeña porciúncula. Allí volverán en cada jubileo a revivir el comienzo. Pero no es fácil vivir así. Acariciando nuestra fragilidad. Nos cuesta mucho alegrarnos en nuestra debilidad y amar nuestra pobreza. Decía Santa Teresita de Lisieux: «Lo que agrada a Dios es el amor que siento a mi pequeñez y mi pobreza; es la esperanza ciega que tengo en su Misericordia. Tengo muchas flaquezas, pero no me sorprendo. Es tan dulce sentirse débil y pequeña». Construimos cuando nos queremos siendo débiles, cuando aceptamos que somos tierra. ¿Tenemos vocación de porciúncula o de basílica? Al pensar en el pobre de Asís, en su pobreza, en su pequeñez, pienso en el origen de Schoenstatt. En una pequeña capillita en Alemania comenzó todo. Allí hemos vuelto al cumplirse cien años. A esa pequeña capillita que no sueña con ser basílica. Allí, sobre débiles hombros, empezó todo. Surgió porque hubo un hombre enamorado, un hombre pobre. El P. Kentenich nos mostró la importancia de aceptar nuestra pequeñez como fuente de alegría en nuestra vida: «El conocimiento y reconocimiento de la miseria humana ante Dios significa impotencia de Dios y omnipotencia del ser humano»[2]. Dios se vuelve impotente ante el niño que suplica y se abraza a sus pies. El P. Kentenich supo que era pequeño y supo alegrarse del amor de Dios. Se supo amado por Él. En nuestra pequeñez se manifiesta la grandeza del poder de Dios y de su misericordia. Pero hoy, aunque sigue habiendo grandes miserias, falta muchas veces la experiencia de la misericordia infinita de Dios. Él necesita nuestra súplica. Como la súplica del P. Kentenich en aquella pequeña capillita un día. Así surgió una gran obra para Dios: « ¡Cuántas veces en la historia del mundo ha sido lo pequeño e insignificante el origen de lo grande, de lo más grande! ¿Por qué no podría suceder también lo mismo con nosotros?». En la celebración de los cien años con el Santo Padre en Roma veíamos el cuadro de María en medio del Vaticano. Pensaba que nuestro carisma es la pequeñez. Tan pequeña María. Tan pequeños nosotros. Necesitamos volver siempre a la humildad del origen. María se hace esclava de Dios en su pequeñez y humildad. La vida crece por el servicio de María silencioso y oculto. Ese amor que se muestra en los pequeños detalles, no en gestos grandes, heroicos.

Francisco fue un profeta. También lo fue el P. Kentenich. Vieron en lo pequeño el origen de lo grande y creyeron. El Papa, al hablar del P. Kentenich, mencionó su autenticidad y su vocación de profeta: «A mí me impresionó que el Padre Superior General de ustedes haya hecho referencia a la incomprensión que tuvo que padecer el Padre Kentenich y al rechazo. Ese es signo de que un cristiano va adelante. Cuando el Señor le hace pasar la prueba del rechazo. Porque es el signo de los Profetas, los falsos profetas nunca fueron rechazados, porque decían a los reyes o a la gente lo que querían escuchar. Así que todo ‘ah qué lindo’, ¿no? Y nada más. No. El rechazo. Ahí está el aguante. Aguantar en la vida hasta ser dejado de lado, rechazado, sin vengarse con la lengua, la calumnia, la difamación». ¡Qué duro el rechazo! ¡Qué difícil estar dispuesto a perder privilegios, ventajas, ganancias! El propio rechazo de la Iglesia en el tiempo del exilio fue una gran experiencia de dolor en su vida. Vivió la suerte del profeta. Decía el 31 de mayo de 1949: « ¡Quien tiene una misión ha de cumplirla, aunque nos conduzca al abismo más oscuro y profundo, aunque exija dar un salto mortal tras otro! La misión de profeta trae siempre consigo suerte de profeta». El profeta ve lo que otros no ven. El profeta no pretende decir lo que los demás esperan. Nos cuesta asumir esa vocación. Porque el corazón tiende a contentar a otros. Nos gusta que hablen bien de nosotros, que no nos critiquen. Quisiéramos que todos nos dijeran que estamos bien, que nos aprueban en todo lo que hacemos. Buscamos que levanten la mano con el dedo pulgar hacia arriba. Que nos digan que sí, que valemos mucho, que nuestra vida merece la pena y que sigamos así sin cambiar nada. Porque los cambios cuestan. ¿Cuántas aprobaciones necesitamos al día para no estar tristes, para no caminar cabizbajos? Es duro cuando vamos por la vida tratando de recibir la aprobación de todos. Buscamos el reconocimiento, el aplauso, el sí, el apoyo. Y si no lo recibimos nos venimos abajo. De todos y siempre. Eso es imposible. El Papa hizo referencia a la libertad de espíritu: «En la medida en que uno reza más y deja que el Espíritu Santo actúe, va adquiriendo esa santa libertad de espíritu, que lo lleva a hacer cosas que dan un fruto enorme. Libertad de espíritu. Que no es lo mismo que relajo. Libertad de espíritu supone fidelidad y supone oración. Cuando uno no ora no tiene esa libertad. El que reza tiene libertad de espíritu. Es capaz de hacer ‘barbaridades’ en el buen sentido de la palabra. ¿Y cómo se te ocurrió hacer eso? ¡Qué bien que te salió! Y yo que sé, recé y se me ocurrió. Libertad de espíritu, ¿no?». Esa forma de vivir presupone la audacia. Una libertad de espíritu que es esa santa indiferencia que vivieron muchos santos. Supone hacer las cosas porque creemos que Dios nos lo pide. Sin esperar al aplauso. Incluso aunque sepamos de antemano que no vamos a recibir la aprobación de los demás. Incluso contando con un posible fracaso. Lo hacemos porque Dios nos lo pide. Al fin y al cabo lo que nos importa es lo que piensa Dios. No seamos falsos profetas. Hay muchos en este mundo de las apariencias. A veces tratamos de decir lo que cae bien, lo que es bueno y fácil, lo que no ofende ni exige. En la vida es mejor decir cosas bonitas que las duras. Nos duele el rechazo. Es verdad que muchas veces tendremos que decir cosas buenas. Porque el hombre de hoy ya no cree en su bondad y es bueno decirle cuánto vale. Por eso es sanador que les recordemos a los demás su belleza. Pero no podemos convertirnos en unos aduladores. Hay muchos que merodean el poder, que buscan a los que tienen influencia. Tratando de medrar, de ganar, de ser más. No seamos falsos profetas. Tenemos que ser audaces en la entrega como lo fue el P. Kentenich. Así lo explica él mismo: «Ya de por sí es audacia leer la voluntad de Dios en pequeños detalles. Y es una audacia mayor el realizar esta voluntad. La esencia de la existencia cristiana presupone tal audacia. Tenemos que educarnos para el riesgo, ya debemos contar con situaciones difíciles»[3]. Muchas veces las decisiones que tomemos, lo que digamos, no va a caer bien. Hace falta mucha fe, mucha oración, para poder ser audaces, para saber qué tenemos que hacer en cada momento. ¿En quién confiamos? ¿Dónde están enterradas nuestras raíces?

Hoy la Iglesia celebra la consagración de la primera Iglesia cristiana, la madre de todas las Iglesias, la Basílica de San Juan de Letrán. Es la primera iglesia en la que los cristianos pudieron celebrar sin ser perseguidos en el siglo IV. También hoy recordamos en Madrid a Nuestra Señora la Real de la Almudena, nuestra patrona. María reina en nuestra catedral. Las lecturas de hoy nos hablan de lo sagrado. De esos lugares santos que nos hablan de nuestra vocación definitiva a estar con Dios, a la santidad. Lugares donde Dios nos espera, donde nos reúne como lo hará en el cielo. Donde el silencio, la delicadeza y la ternura de Dios lo llenan todo y penetran el alma cuando traspasamos la puerta. La casa de Dios. La luz perpetua que nos habla de su presencia permanente, velando, esperando, amando, sosteniendo el mundo de forma misteriosa. Luz pequeña en medio del mundo pero que nunca se apaga. El sagrario donde me aguarda. Un crucifijo donde Jesús con los brazos abiertos nos recibe cuando llegamos cansados y agobiados, nos sonríe, nos llama por nuestro nombre, nos dice que nos necesita, que nos ama con locura, que está ahí por mí. La mirada de María con el Niño en sus brazos, comprensiva, cálida, maternal. Creo que es importante que nos dejemos tiempos de silencio en medio de nuestra vida, tiempos de orar ante el Sagrario, de dejarnos hacer por Dios. Nos ayuda buscar nuestro sitio. El Santuario. Una capilla especial. Mi santuario hogar. Ese rincón de la naturaleza que me cuenta de Dios. Esos lugares hablan de lo sagrado, de silencio, del Señor de nuestra vida, y son momentos en los que el alma respira y coge fuerzas. Entonces podemos mirar nuestro día, nuestra vida, con Él. Ojalá cada uno pueda buscar esos momentos. Jesús se escapaba a la montaña, al lago, al desierto, y también subía a Jerusalén, al templo de sus mayores, para encontrarse con su Padre, para hablarle y escucharle, para unirse a tantos que hacían lo mismo. ¿Cuál es mi lugar de oración? ¿Lo busco? Las Iglesias, el Santuario, son tierra sagrada, nos hablan del cielo en la tierra, igual que hace siglos los claustros de los monasterios guardaban esa atmósfera de paraíso. Dios viene a mi vida, sale a mi encuentro en mi rutina. Pero también en la Eucaristía, en el Sagrario, en el Santuario, me espera para poder llegar a lo hondo de mi alma, para pasear juntos por mi océano interior, para meditar mi historia con Él. Si no me paro, la vida pasa de largo. Cada uno tiene que buscar su momento de respiro, de retirarse a orar, de parar, o de mirar el mes. ¿Cuál es mi lugar santo?

Pero no queremos refugiarnos y quedarnos protegidos. Las tres lecturas de hoy nos hablan de lugares sagrados, pero nos dicen que el hombre es más, que Cristo es más, que nuestra vocación va más allá. Ese más allá con el que soñaba el P. Kentenich el 18 de octubre de 1914. La primera lectura nos habla de las aguas que surgen del templo: «El agua iba bajando por el lado derecho del templo. Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán». Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 1. Las aguas que brotan del Santuario llegan al mar. Son aguas que sanean, que embellecen, que consagran. Son aguas que purifican, que limpian, que dan vida: «A la vera del río, en sus dos riberas, crecerán toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales». Me encanta esa imagen del agua asociada al templo. De la roca del templo brota el agua. Del templo de Dios, del corazón de Dios. La imagen del agua que corre siempre me alegra. Me cuesta pensar en las aguas estancadas. El agua que se estanca se pudre. El agua que fluye da vida. Es el río, siempre cambiante, siempre nuevo. El río que descansará al llegar al mar. Nunca perderá su identidad. Pero pasará a formar parte para siempre de un mar inmenso. Es el río que sanea el mismo mar. El agua del río renueva el mar. El agua la da Dios, nosotros somos sólo el cauce. Cuanto más hondo, más vacío, más agua cabe en el cauce, en mi alma. Cuanto más libre sea mi cauce más agua correrá hacia otros, sin estancarse, porque mi vida es para darse, porque yo sólo soy el puente entre Dios y los otros. Lo importante es Dios, no yo, el agua no es mía, y cuanto más fluya, más se renovará el mundo. Es el misterio del Santuario, el misterio de María. Es lo que el Papa nos dijo en Roma a la familia de Schoenstatt. Nos invitó a darnos, a servir, a donarnos, con humildad, perdiendo el tiempo con cualquiera, sin buscar adeptos, sin buscar reconocimiento. Dándonos allí donde el agua sea más necesaria. En estos días de jubileo todos nos hemos llenado. Hemos acudido a la fuente, al pozo. El corazón se ha abierto. Me gustaría ser cauce de Dios, su río. Mi agua no siempre es la mejor, la más clara, la más pura, pero es lo que tengo. María se encargará de limpiarme, de hacerme cauce profundo, si acudo a Ella, si vuelvo a Ella. En la misa inaugural del jubileo en Schoenstatt se eligió esta lectura de Ezequiel. El obispo nos dijo que el río sale del Santuario, no entra. Sale con el agua de Dios, sale hacia otros, al encuentro del hombre, hacia el mar, y sana y hace bello el lugar por donde pasa. Crece la vida nueva. Es lo que sucede en el Santuario. Nos llenamos del agua pura de María, del agua que sacia nuestra sed de pertenencia, de hogar, de amor. Y desde allí vamos hacia otros, para sanar, para alegrar la vida, para regar, para fecundar. Sin buscarnos a nosotros mismos. Con nuestro amor, con nuestra entrega, con nuestro consuelo, con nuestra vida, a veces sin poder ni siquiera hablar de Dios. Nosotros cogemos fuerzas, bebemos de la fuente, nos purificamos, nos vaciamos ante Dios y ante María. Nuestra vocación es hacia la periferia, como nos dijo el Papa, hacia el hombre allí donde tenga sed, donde haya desierto. Lo que no se da, se pierde. Nuestra misión es dar lo que recibimos, no quedarnos cómodamente en nuestro rincón protegido. El río sale del Santuario, del lugar sagrado, de Dios, el agua siempre es de Él, no nuestra. Pero Dios nos necesita, necesita nuestro cauce para llevarla a otros. Eso me impresiona. Las personas ya no van al templo, es verdad. El río une el santuario con la tierra. Es el puente, el camino.

Cristo es el agua que sanea el mundo a su paso. El que trae vida, da vida, despierta vida. Pienso en lo que nos dijo el Papa Francisco sobre la importancia de dar luz con nuestro testimonio y no cansarnos nunca:«Testimonio, para que la luz brille, que no esté escondida debajo de la cama, que brille la luz, y vean las obras buenas que hace el Padre a través de nosotros. Testimonio. Para que pregunten por qué vivís así, coherencia de vida, caminar, caminantes no errantes y cuidarse de la tentación del cansancio». Cuando nos cansamos nos estancamos. Dejamos de ser esa agua que fluye. Dejamos de dar vida y esperanza.¡Qué fácil es cansarse de ser fieles, de ser testigos, de dar vida! La suerte del profeta es dura, exige, cansa. Es más fácil estarse quieto y no hacer nada. Más fácil no ser testigo que serlo. Más fácil dejar que el agua no corra. Se sufre menos. Pienso que la vida que se guarda se pierde, se pudre. Pienso que no sirve para nada el agua retenida. No sanea la vida de los hombres. Los poetas, los artistas, los niños, los locos, ven el mundo desde otra perspectiva. Traen agua nueva. Nos dan vida nueva. Son los profetas por los que nos habla Dios. Un poema que encontré me da algo de luz, trae un poco de agua al alma: «Días azules de invierno, rompe el viento. / Sol y nubes. / Paz, no siento / corre el alma, luz sin vuelo, / calma el correr de las aguas. / Fuente, mar, barca y torrente. / No quiero sentir el fuego sin perderme en tu regazo. / Señor de mi vida, vente. / Aunque me cueste tenerte, retenerte es mi deseo. / Con las manos que no agarran, con mis pies que no se escapan. / Vente, Señor, no me dejes. / Que tu calor calme el frío. / Luz y piedra, río y montaña. / ¿Cómo olvidarme del cielo?». Queremos ser río, cauce, puente, agua, fuente, pozo. Queremos ser de Dios y hacer que los días de muchas personas sean días azules en invierno. Queremos que muchos descansen y beban en nuestro pozo hondo. Pienso que nuestra vida es río, es nube, es viento. Pienso que es mucho lo que hacemos y tan sólo una gota en el océano. Pienso que somos templo y montaña. Roca segura y viento. Pienso que el agua fluye y nos sana. El agua de los otros. El agua de Dios. Nuestra propia agua. Veo que el agua purifica el corazón. Tal vez le tenemos miedo al agua. Fuimos sumergidos en el agua al ser bautizados. Hundidos en el seno del océano para recibir a Cristo. Necesitamos volver a sumergirnos en el mar de Dios. Tenemos vocación de río que lleva al mar. El agua fluye o se estanca. Somos río o somos charca. Está en nuestras manos.
 
Navegamos hacia el mar, no nos detenemos en la orilla. Pero, ¡qué fácil nos resulta cansarnos de ser santos! Nos cansamos de dar la vida, de esforzarnos, de aspirar a las cumbres, de tener que satisfacer la expectativa de los que esperan tanto de nosotros. ¿Hasta cuando hay que dar? Hay personas que viven cansadas de dar, de ser generosas, de aspirar a vivir siempre con el Señor. Se desplazan pesadamente por la vida, pidiendo permiso a sus piernas para caminar. No hacen planes. Se sienten como jubilados anticipadamente de su propia vida. Por eso, torpemente, simplemente viven. Y con vivir tienen bastante. A veces corro el riesgo de convertirme en charca estancada y dejar de ser río. Cuando no dejo que lleguen a mí nuevas corrientes. Cuando quiero ser roca, tierra seca. Cuando me vuelvo estático y frío. Roca quieta, exánime. Sin vida. Decía el Papa Francisco en el sínodo de la familia: «La tentación de la rigidez hostil, es decir, querer encerrarse en lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios de las sorpresas (el espíritu); encerrarse en la ley, en la certeza de lo que conocemos y no de lo que debemos aún aprender y alcanzar». A veces, cuando no me dejo ayudar, complementar, enriquecer, sanear, cuando me cierro en mi carne, cuando me ciño a la letra, me voy muriendo. Cuando no busco el agua que renueva. Cuando no doy mi agua y me seco. Hay una fuente que surge de mis entrañas. Pero hace falta mucha hondura de alma para que nunca deje de manar. Mucha profundidad para que haya vida. Hace falta amar y ser amado. Tocar el amor y entregarlo. Encender el fuego dormido. Salir de mí mismo y ponerme en camino. Hace falta tener fe. Como Santa Bernardita cuando sacó agua del barro húmedo, excavando con sus propias manos. Porque creía, porque se fiaba, de esa mujer que la había mirado con ternura. Nos hace falta fiarnos más. De Dios, de los hombres, de María. Dejar que otro sea el que nos mande, el que nos pida, el que nos haga salir de nuestro descanso. Estamos cansados. La vida nos cansa. Nos cansa estar volcados sobre el mundo, los pies atados. Nos cansa no ser libres y tratar siempre de mostrar la mejor cara. Nos cansa dar y no recibir algo a cambio. O dar siempre lo mismo sin encontrar respuesta, cambios, progresos. Nos cansa cuidar la vida y ver que no hacemos tanta falta. Trabajar en el trabajo que tenemos, siempre el mismo. Amar a las personas que nos aman y no ser creativos, perdiendo el deseo de la novedad. Y, sin novedad, se pierde el deseo. O amar torpemente a las que no nos aman tanto. A veces esperando que nos acaben queriendo. Nos importa tanto. Y nos cansa cuidar a los que nos han amado, sostenido, animado. Y ahora nos precisan. Nos cansa vivir y servir. Sin apenas dormir. Nos cansa la vida rápida, que se escapa impaciente entre los dedos. Nos cansa echar raíces y no echarlas. Tener tierra y no tenerla. Pensar que hacemos las cosas bien o que no las hacemos. Leer tantas cosas, ver tantas imágenes. Nos cansa dar sin recibir. Nos cansa buscar a Dios a tientas, y no sentir su amor cada mañana. Nos cansa el frío, la lluvia, el sol, el horario rígido de cada día. Nos cansa que nos demanden, nos exijan, nos pidan. Una y otra vez, siempre de nuevo. Nos cansa cansarnos y tener que descansar. Y soñar con el descanso. Nos cansa buscar descanso. Sí, el cansancio de la vida. ¡Cómo podemos estar cansados si la vida es un don que rápidamente se escapa! Quisiéramos retenerla eternamente. Y no es posible. ¿Por qué nos cansamos tanto? Ojalá aprendiéramos a cansarnos con sentido. Cansarnos con un fin. Cansarnos dándolo todo, dando la vida. Decía San Carlos Borromeo que un obispo demasiado cuidadoso de su salud no conseguiría llegar a ser santo. Que a todo sacerdote y a todo apóstol deben sobrarle trabajos para hacer, en vez de tener tiempo de sobra para perder. Así es para los apóstoles, para los enamorados que saben que pueden perder la vida sin miedo, sin problema. ¡Qué difícil cansarse sin descanso! ¡Qué difícil vivir cansados sin importarnos! En el cielo llegará el descanso. Las aguas que corren y no se detienen. Las aguas que no descansan hasta llegar al mar. Las aguas profundas y claras. Las aguas que trasparentan la luz de Dios.
 
Pensaba que somos templo de Dios, santuario vivo. Así lo escuchamos hoy: «Sois edificio de Dios. Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros». 1 Corintios 3, 9c-11. 16-17. Somos templo de Dios. Le pertenecemos. Estamos consagrados. Somos roca sólida, firme, donde está Dios. ¿Cuál es nuestra roca? ¿Dónde estamos asentados? Nos vemos como vasijas de barro. Hay mercaderes en mi corazón, en mi templo interior. ¡Cómo nos cuesta llegar al Dios vivo en nuestra alma! Nos corrompemos fácilmente. El dinero, la fama, el poder, los contactos, la influencias, las pequeñas mentiras, los sobornos, los chantajes, los afectos desordenados, los egoísmos, las pasiones sin control, el querer atarlo todo bien atado. Perdemos fácilmente el centro que es Cristo. Perdemos su pureza, su humildad. Me impresiona mirar el cuadro «Lamentación sobre Cristo muerto» de Mantegna. Me impresiona Cristo muerto, sin vida, exánime. El vacío de su ausencia, la falta de su vida en mi vida, la falta de su aliento. Me aterra esa quietud grisácea. Esa mirada triste y conmovida de las mujeres. Un cuerpo sin vida. El llanto, la espera sin tiempo. Así estamos muchas veces nosotros. Muertos, vacíos, sin vida. Contemplando sin pasión la vida, la muerte. Llenos de otra vida, apegados al mundo. Tal vez no pecamos gravemente, no estamos lejos de Dios. Hacemos cosas, cumplimos, queremos crecer. Pero nos estancamos. Estamos un poco muertos. Decía el P. Kentenich en referencia a los hombres religiosos demasiado apegados al mundo: «Cumplen con sus deberes, con lo que es necesario, con lo que se exige, pero en el fondo tienen sus cosas favoritas: los ojos deben verlo todo; los oídos deben oírlo todo. No se trata, en primer lugar, de pecados. Eso no es todavía ni siquiera malo. Tomemos un caso, por ejemplo: Tiene sed y entonces bebe sin medirse; o si me interesa leer el periódico lo hago hasta quedarme dormido. No se trata del caso concreto, sino de la actitud fundamental. ¿Cuál es la actitud fundamental? En verdad, no deseo pecar gravemente, pero en general ejercen su dominio mis sentidos, mis ansias, la vida instintiva»[4]. Es el peligro de la tibieza, de la mediocridad. Una vida que quiere ser de Dios, pero se estanca y no avanza. Por eso necesitamos volver al centro, a Cristo. Él es el centro de nuestra vida interior. El cimiento de mi templo. El pozo de la fuente. De ahí brota el agua cristalina. No de mí y mis talentos. No de mí y mis capacidades. De Él. Mirarlo a Él. Descansar en Él. Así rezaba una persona: «Quiero ver tu rostro para no dudar. Tocar tus manos heridas. Recorrer tus huellas en el polvo. Navegar esos mares profundos que sólo Tú conoces. Descifrar los enigmas de mi propia vida. Vislumbrar luces en la noche y calma en la tormenta. Me gustaría abrazarte y que me abraces. Así, como a un niño. No dejar que mi piel esté lejos de la tuya. Quisiera sentir el calor de tu mirada, la aprobación de tus gestos. Caigo y me levanto. Como un herido buscando ayuda. Como un náufrago que no conoce la salvación. Te quiero, Jesús, quiero quererte. Aunque a veces parezca que te ignoro. Aunque busque otros rostros y quiera que sean eternos. A ti, Jesús, te busco. Busco la paz de tu sonrisa. El silencio de esas palabras tuyas calladas. Miro, me miro, te miro. Descanso en ti». Es la súplica de un corazón inquieto. De nuestro propio corazón que busca lo eterno. Es la búsqueda incesante, continua, a veces fatigada. Es la búsqueda del Dios de nuestra vida. Del que nunca nos deja. Es la búsqueda que emprendemos cada mañana. No nos cansamos. Que Él sea el centro. Que su vida sea nuestra vida. Y su agua el agua que entregamos.

 Hoy Jesús sube al templo a Jerusalén. Sabe que lo buscan para matarlo. No se esconde ni busca la muerte. Hace lo de siempre, va al templo. Es la Pascua, la fiesta sagrada. Jesús siempre sube al templo, el camino lo había recorrido muchas veces, desde pequeño, cuando iba con José y María. Ese camino era el suyo. Esa subida a Jerusalén. La primera vez fue con sus padres. El viernes santo pasó por delante camino de la cruz. Esta subida de hoy es la última. Me conmueve. En ese lugar Jesús tiene su historia, sus vivencias. ¡Cuántas cosas se habrán dicho Él y su Padre en ese templo! Hoy nos dice dos cosas aparentemente contradictorias. Habla de lo sagrado del lugar, le duele que lo profanen con comercio, que quieran sacar rentabilidad económica, que rompan la paz del lugar por intereses humanos. Es la casa de su Padre. Me pongo en su lugar. Me costaría mucho ver que alguien profana mi lugar santo. Mi hogar. A los doce años Jesús ya sabía que pertenecía allí. Pero Jesús nos dice todavía más que Ezequiel, todavía más que Pablo. El templo de verdad es Él. «Venid a mí», «Atraeré a todos hacia mí». Él es el lugar de encuentro con Dios en la tierra. En sus heridas está el amor de Dios sanándonos. En su sangre se sacia la sed de amor de este mundo en que cada uno va a lo suyo. En su mirada están los ojos de Dios que acogen y comprenden a todos. En su voz está la llamada de Dios a cada uno, a participar en su fiesta, a tener el mejor lugar junto a Él. En sus pies heridos está Dios pisando la tierra, caminando entre nosotros. En sus manos Dios bendice, acaricia, cura, abraza. Él es el templo vivo. Ya era el templo de Dios cuando lloraba en Belén, cuando crecía en Nazaret con sus padres, cuando caminaba, cuando comía con todos, cuando amaba, cuando sanaba y despertaba sueños de infinito en los hombres. Y su templo no se romperá con la cruz. Sólo se abrirá para siempre en la herida de su costado. Jesús es en medio del mundo el sacramento del Padre, el lugar del Padre, la casa del Padre. Es el rostro misericordioso de Dios, la puerta a Dios, el templo de Dios. El velo del templo se rompe con su muerte. La roca del Gólgota se agrieta. Es el nuevo templo, el nuevo Santuario que nos espera.No lo comprendieron los que escucharon a Jesús ese día. El evangelista nos dice que lo entendieron más tarde, después de su muerte y resurrección. Salta al futuro para decirnos que lo comprendieron después, cuando se iluminó ese pasaje difícil con la luz de la Pascua. En el momento cuesta entender. ¿Cómo es posible que el templo santo se destruya? A nosotros nos pasa muchas veces. Se derrumba el edificio de nuestra vida perfectamente construido, nuestros planes se rompen. Y no entendemos nada. A veces algo tiene que caer para volver a empezar, para construir sobre la roca de Jesús. A veces tendremos que esperar para comprender. Nos queda confiar y entregar nuestra piedra rota. Dios siempre ve en nuestra piedra rota el bello templo que puede construir, donde Él puede habitar.


[1] J. Kentenich, Terciado 1952
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] J. Kentenich, Jornada 1950
[4] J. Kentenich, Terciado 1952
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