Martes, 23 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXVIII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Isaías 25, 6-10a; Filipenses 4, 12-14. 19-20; Mateo 22, 1-14
«Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda»
12 Octubre 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«Jesús nos habla de amor, de paz, de un hogar. Habla de su mar tranquilo, de la fuente en su corazón herido. Nos llama a ir mar adentro, a beber agua y calmar la sed de infinito»

 El otro día veía un cuadro que me llamó mucho la atención. Sobre un paño blanco un vaso con agua. Junto al vaso una rosa. La rosa se está marchitando al estar fuera del vaso. Lo pintó una monja carmelita. El título: «La samaritana». El vaso de agua es sugerente. El cuadro habla de sed y de vida, de muerte y esperanza, de olvido y presencia, de distancia y cercanía. Habla de estar y no saber que estamos. De tocar sin llegar a tocar. La rosa está fuera del vaso y muere. A veces en la vida estamos cerca del agua, muy cerca, pero no la tocamos. Nos sentimos impotentes. No logramos beber de la fuente. Nos secamos, nos marchitamos, casi sin darnos cuenta. Pero el vaso de agua está lleno de luz y de vida. Todavía hay esperanza. Hoy escuchamos: «Nada temo, porque Tú vas conmigo». Esa presencia de Jesús a nuestro lado nos calma, nos llena, nos sostiene, es el agua. El problema es no verlo, pasar de largo, estar ocupados haciendo otras cosas. No percibir su presencia misteriosa. Jesús está a nuestro lado. La importancia de estar. Estar con sentido. Estar en el agua y no junto al agua. Siempre, debajo de una fuente, oculto bajo la tierra, hay un pozo. Un pozo hondo. Si no es así, la fuente no tiene agua. Detrás de un vaso con agua hay una fuente que llena el vaso. Un vaso con agua sólo tiene sentido si hay un surtidor del que mana el agua. Porque el vaso pronto se vacía. Un vaso sólo no nos calma la sed. Tal vez por un momento nos quedamos tranquilos. Pero la sed es más profunda. El cuadro tiene mucha luz. Pero la rosa muriendo a los pies del vaso es algo desolador, oscuro. No podemos hacer nada. Muchas veces me toca encontrar a personas con sed, perdidas, deseosas de encontrar sentido a sus vidas. Me gustaría calmar la sed del mundo. Me siento impotente. Decía el Papa Francisco hace poco: «No miremos con indiferencia cuando veamos a nuestro prójimo que pasa hambre». Hay muchas personas sedientas y sin rumbo. Con sed de amor, mendigando cariño. Jesús tiene sed de nuestra sed, de nuestra propia agua. Les decía la Madre Teresa a las hermanas de su comunidad: «Él tiene sed de vosotras. Una vez que hayáis experimentado sed, el amor de Jesús por vosotras, nunca necesitaréis, nunca tendréis sed de esas cosas que sólo pueden apartaros de Jesús, la fuente verdadera y viva. Sólo la sed de Jesús, sentirla, escucharla, responderla con todo vuestro corazón, mantendrá vuestro amor vivo. Cuando más os acerquéis a Jesús, mejor conoceréis su sed»[1]. Tanta gente con sed. Jesús con sed nos mira para que demos a otros de beber. Nos gustaría mostrarles el camino a tantos hombres perdidos, decirles que hay un pozo, una fuente, un vaso. Hacerles ver que van por el camino equivocado, que están perdiendo el tiempo. Pienso en lo que sienten muchos padres cuando sus hijos están perdidos, cuando no saben a dónde ir, cuando recorren caminos peligrosos. Porque en la vida hay caminos que conducen a la vida y otros a la muerte. Hay círculos que cuando entramos en ellos nos es muy difícil salir. Nos enredamos. Cuando hemos empezado a buscar obsesivamente lo que creemos saciará nuestra sed, podemos llegar a justificar todo lo que hacemos. Una mentira lleva a otra mentira. Un poco de violencia engendra más violencia. Un gesto de rabia produce más rabia. Cuando Dios nos mira debe sentir mucha impotencia. Nos ve despreciar sus caminos y seguir otros. Nos ve bebiendo de charcos cuando su agua es cristalina. Nos ve lejos de la fiesta que ha soñado para nosotros. Porque no queremos, porque tenemos otros deseos.

Todos tenemos sed. La más común, la que siempre existe, es la sed de amor. Todos necesitamos pertenecer a algo, a alguien, a un lugar, beber de una fuente. Puede ser un grupo de amigos, una pandilla, un club social. El pertenecer a un lugar calma el corazón, pero no del todo. Deseamos que alguien nos quiera incondicionalmente y por eso mendigamos cariño. A cualquier precio a veces. Buscando echar raíces, encontrar el agua, la paz, el amor que sacia. ¿De qué tenemos sed nosotros? No nos basta un vaso de agua para calmar una sed tan intensa. Nos cuesta aceptar nuestra vida, nuestra historia, los pasos mal dados. Aceptar y no negar lo que hemos vivido. Tenemos sed de algo que nos dé un sentido. Decía el P. Kentenich: « ¡El hombre de hoy tiene que soportar tantas cosas! Aguanta muchísimo. Pero normalmente solo se puede asimilar internamente una cantidad determinada de impresiones. Si son demasiadas, el ser humano se quiebra. O hace quebrarse a otros. Lo uno o lo otro. Y en eso consiste la obra maestra de nuestra vida: superar esas impresiones no digeridas»[2]. Las experiencias difíciles no trabajadas, no entregadas, no aceptadas, acaban pesando mucho, nos rompen. Sólo podemos entregárselas a Dios, dárselas como un don sagrado. Él nos libera y abraza. Son esas heridas que hacen que permanezcamos lejos del vaso, paralizados, sedientos. No logramos beber. Es importante aprender a digerir las cosas que nos pasan. Eso sólo acaba siendo posible en Dios. Una herida de amor es la que llevamos todos dentro. Por eso tantas veces buscamos sucedáneos que logren calmar un poco la sed. Cariño comprado, suplicado, mendigado. Cariño a cambio de otras cosas. Y así compensamos. Buscamos el equilibrio compensando. Sentimos la punzada del dolor y compensamos. No estamos en la posición correcta y compensamos. Decía el P. Kentenich: «Nosotros no podemos con nuestras debilidades y buscamos satisfacciones para reemplazarlas. Hay satisfacciones de reemplazo permitidas. Pero también muchas veces huimos de nosotros mismos. No tenemos el valor, la tranquilidad para vernos desnudos, allí donde estamos, y entregarnos a Dios en nuestra desnudez. Si lo lográramos, nos veríamos libres de muchas cosas penosas»[3]. Buscamos satisfacciones para compensar, para calmar la sed, pero seguimos vacíos. Por eso nos vamos muriendo lentamente, sedientos, al pie de un vaso de agua cristalina. Compensamos. No aceptamos nuestra vida como es, buscamos atajos. María nos quiere enseñar a descansar en su corazón. Nosotros, cuando rezamos el rosario, recorremos los misterios de la vida de Jesús, de su vida. Ella, al pensar en nosotros, recorre los misterios de nuestra vida y nos calma. Reza mi vida. Medita mi historia. Da gracias por los momentos sagrados de mi camino. Su rosario consiste en desgranar con calma los misterios de mi vida. Se alegra con los gozosos. Sufre con mi dolor. Con todo lo que me cuesta aceptar porque me duele. Se maravilla con la luz de muchos momentos. Todos esos momentos los deja deslizarse entre sus dedos. Especialmente esos difíciles que me cuesta acoger. Y da gracias y canta por mi vida.

Hace poco vi otro cuadro. Este cuadro había sido pintado por un niño. Captó mi atención. El cuadro representa a un barco en medio del océano. Siempre me impresionan los cuadros en los que no hay tierra, sólo el ancho mar. Me impresiona el vasto océano sin orillas ni acantilados, donde puedan romper las olas con fuerza o suavemente. Me impresiona ese mar sin límites, desbocado, loco, incierto, infinito. Ese mar profundo e inmenso. Desaforado y roto. Me impresionan las olas que se elevan y caen, sumergidas en lo más hondo. Me impresiona su color cambiante, su lenguaje confuso. Su silencio y su ruido. Su color esquivo, ahora azul, luego verde y oscuro, tal vez casi negro. Me impresiona la inseguridad de ir mar adentro, sin conocer el camino, sin seguir las huellas de nadie. Miraba el cuadro conmovido. El mar, muchas olas, todo azul. El cielo que con sus nubes parece que amenaza tormenta. Viento. Gaviotas. Las velas del velero henchidas. El mar algo inclinado y el barco ascendiendo por las olas. Son los efectos de un pintor niño. Las nubes parecen rodear las velas, pero sin tocarlas, santo respeto. El color del barco es el del mar. Habría más colores cuando pintaba, pero el niño pintor no lo dudó, lo pintó todo azul. El mar y la madera se hacen uno al navegar y se confunden. Así es la mente y el corazón. Así el alma y el cuerpo. Así Jesús en nosotros. Por eso todo adquiere de repente un mismo color. El barco toma la tonalidad del agua. Y el agua la del cielo. Y si hubiera habido hombres en el barco hubieran sido también azules. Porque los sueños todo lo tiñen de un mismo color. Todo es de un suave color azul que contrasta con la tormenta que amenaza. Así es en la vida. Si estamos felices todo se tiñe de un sano color azul. Si estamos tristes y agobiados todo es gris o negro. La vida y el cuadro son la misma cosa. En nuestro cuadro la luz la da la blancura luminosa de las velas y una parte del cielo que tiene nubes blancas. ¿Cómo es la tonalidad del cuadro de mi vida? ¿Azul? ¿Blanca? ¿Gris? Me atrajo la fuerza del velero. No le importa la inclinación del mar, ni el viento, ni la posible tormenta. Su ímpetu ascendiendo por un mar bravío es digno de encomio. Me conmovió su testarudez pertinaz para no querer regresar a puerto. Cuando era lo más seguro, lo más cierto, lo recomendable. Pero el velero no se acobarda, sigue mar adentro, sin pausa, luchando contra las olas, contra el viento. Se abisma mar adentro, sin dudar de su capacidad para no romperse, sin temer el naufragio. Sí, me conmovió el cuadro y pensé que me gustaría tener esa santa testarudez ante la vida. Esa santa y sana capacidad de lucha, para avanzar por la vida, para no desanimarme ante los pequeños contratiempos del camino, ante las olas o el mar en subida. Mirar ese cuadro me da alas, y luz, y algo de viento. Me impresiona el contraste con el cuadro del que hablaba antes, el del vaso y la rosa. Allí no había movimiento, ni fuerza. Sólo luz, y algo de tristeza, nostalgia de infinito. El contraste entre los extremos. Pero siempre son importantes los extremos en la vida. Forman parte de un mismo camino. En el primero nos sentimos impotentes para hacer que la rosa calme su sed en el vaso. Me tienta coger la rosa y colocarla en el vaso. No puedo. Quiero calmar su sed y no puedo. Miro el agua trasparente y pienso en ese Dios que calma mi sed. Pero Él tampoco puede forzarme, no puede meterme a la fuerza en el vaso, en Él. Respeta mi sí. Miro el cuadro, me calmo. En el cuadro del barco nos hacemos parte del velero navegando mar adentro. Al mirarlo tengo la tentación de meterme dentro, introducirme en sus aguas salubres y confiar en que las olas me sacarán a flote. Avanzo sin miedo. Confío. Porque mirar el cuadro me da fuerzas y valor para enfrentar la vida, para no temer trágicos desenlaces, para no desfallecer en el intento por obedecer a Cristo, cuando nos invita a ir más allá de lo razonable, de lo lógico, de lo esperado.

Hoy Jesús no habla de vasos ni de veleros. No, pero sí nos habla de un banquete. No nos habla de veleros valientes ni de esos mares encrespados de la vida. No hace referencia a la sed de una rosa y no nos invita a buscar ese vaso algo indolente. No habla de fuentes ni de pozos. Pero sí habla de una fiesta, con terneros y con vino: «Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda». Una fiesta parece algo apacible, tranquilo. Una fiesta habla de amor, de paz, de un hogar, de una casa. Está hablando de su mar tranquilo y de la fuente que hay en su corazón herido. Nos está hablando de su amor y de esa sed de nuestro corazón roto. Sí, la fiesta sucede en su corazón abierto. En Él, con Él, junto a Él. Es, en realidad, una invitación a ir mar adentro, es una invitación a beber agua y calmar la sed de infinito. No habla de vasos y mares. Pero habla de descansar y disfrutar con Él, a su lado. Como nos dice el salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas». Nos gustan las fiestas. Nos gusta descansar. Por lo general nos gusta ser invitados a fiestas. En el Evangelio de Lucas, justo antes de que Jesús cuente la parábola de hoy, dice uno de los invitados: « ¡Dichoso el que tenga parte en el banquete del Reino de Dios!». Lc 14. Sentimos que tenemos que ser invitados a una fiesta e incluso nos molesta si no cuentan con nosotros. Porque una fiesta nos sugiere paz, alegría, bienestar. Ser invitados nos habla de un amor de predilección, de una elección, de una amistad. Participar en una fiesta evoca un amor colmado. Habla de echar raíces, de encontrar un lugar. En realidad, tiene que ver con el vaso, tiene que ver con el mar. El agua del vaso calma la sed. El agua del mar nos hace desear lo inabarcable, lo imposible, lo infinito. El agua en el vaso es demasiado limitada y nuestra sed no lo es. El agua en el mar no tiene orillas, ni fin, ni límite de hondura, como nuestra sed verdadera. Son los dos puntos de una misma línea. Los extremos de un camino. Los dos pilares de nuestra vida. El reposo y el movimiento. El hogar y la necesidad de ponernos en camino. El vaso nos calma, el mar nos impulsa. Nunca estamos del todo quietos. Nunca moviéndonos sin reposo. Necesitamos las dos aguas para calmar la sed, para reparar las fuerzas, para calmar el deseo de infinito. La fiesta es lugar de la paz y del envío. El lugar en el que descansamos, con Él, en la fuente tranquila. Y es también el espacio para buscar saciar otra sed, la sed del mundo que no va a la fiesta, que se aleja.

Dios siempre se mete en nuestra vida y la llena de sentido, no nos saca de ella. Va a nuestro mar, a nuestro vaso. Se detiene lleno de amor y respeto y nos pregunta con los ojos abiertos, expectante, enamorado: « ¿Qué buscas en lo más profundo? ¿Qué te hace sufrir? ¿Por qué no te detienes y bebes? ¿Por qué no te pones en camino y encuentras? ¿Por qué no vienes a mi fiesta?». Son las preguntas que nos hace Jesús en la vida. Preguntas que buscan ponerle nombre a nuestra sed más verdadera. Tantas veces buscamos y tanteamos en la oscuridad luchando por hallar respuestas: « ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi misión?». Es la pregunta más importante en el camino. La sed que tenemos, la verdadera sed, la más profunda, la que está grabada en el alma, tiene que ver con lo que somos y con lo que podemos llegar a ser, con lo que descubrimos y con lo que no logramos desvelar, con los pasos ya hollados y los caminos que aún faltan por recorrer. Sí, nuestra sed tiene que ver con lo que somos, con la imagen de Dios grabada en el alma. Dentro del vaso con agua el camino se ve con sentido. Fuera del vaso nada parece tener luz. Nos falta el agua. No hay luz. Hoy Jesús nos habla de sí mismo, del sentido de su vida. Jesús pasó la vida buscando, descubriendo. Con sed de amor. Desentrañando el misterio de su camino. Se despojó de su sabiduría, se mostró débil, herido, ante los suyos. Solo, roto, atado a la cruz. Caminó a nuestro lado esperando, lleno de preguntas como nosotros. Tuvo que descifrar signos, recorrer anchos mares, beber de vasos con agua. Necesitó saber quién era, el sentido de ese fuego que ardía en su alma. Quería saber por qué ese amor tan fuerte hacia los hombres, esa necesidad de replegarse a orar, de sanar a todos, de darse por entero. Jesús caminó, fue al desierto, oró, preguntó a su Padre qué era lo que había en su alma de niño. Descubrió el nombre de su sed. Supo que era el hijo del Padre que hace una fiesta. Es el hijo amado, el predilecto. Jesús nos desvela su identidad. Nos dice que Dios es ese padre lleno de amor que quiere hacerle una fiesta a su hijo. El padre lleno de alegría que quiere compartir su amor con muchos. Y los invita a una fiesta. Muchos no entendieron las palabras de Jesús. Muchos no supieron de qué fiesta hablaba, de qué hijo, de qué padre. Jesús sí sabía quién era. Era el novio, era el hijo. El motivo de la alegría, el lugar mismo de la fiesta. En la parábola, el hijo no habla, no aparece, está sólo el Padre. El hijo ya ha dado su sí, es el novio. En la viña era el hijo enviado por su padre a buscar fruto. El hijo asesinado. Aquí es el hijo de la fiesta. Jesús es el rostro del Padre, el sueño del Padre, la alegría del Padre. Jesús es la misma fiesta del encuentro. Es el Hijo por el que merece la pena matar terneros, sacar el mejor vino de la viña y compartirlo con todos. El hijo soñado, el que obedeció sin dudarlo, aquel por el que el Padre se alegra y lo entrega todo. Jesús nos muestra quién es y cuál es su misión, lo más propio de Él, su ideal personal. Su nombre, ese nombre inscrito en el corazón del Padre. ¿Y yo? ¿Sé quién soy yo? ¿Sé cuál es mi nombre, mi misión? Merece la pena empeñar la vida en descubrir ese tesoro único que Dios ha puesto en mi alma, eso que me hace diferente a todos, ese nombre que Dios pronuncia cada mañana y repite cada noche, que conlleva una misión particular. Ese don por el que quiere hacer una fiesta e invitar a todos. Sí, yo también soy ese hijo. Soy el motivo de la fiesta. Dios quiere hacer una fiesta por mí. Se alegra con mi vida y canta feliz. Acoge mi dolor y hace una fiesta. Ese don que he recibido es una tarea. Mi ideal personal. Mi lugar. Mi carisma, mi talento. El nombre de mi sed. Jesús descubrió quién era orando con su Padre, mirando lo que le movía, sus sueños, su sed, lo que le hacía sufrir, su impulso de sanar, de tocar el corazón de todo hombre, de perdonar. Jesús tuvo sed. Vivió aguardando el sí del hombre. De sus discípulos, de los enfermos sanados, de sus amigos, de su familia. Tenía sed de amor. Sed de estar con los suyos. Sed desde la cruz. Sed al ver a tantos hombres perdidos, lejos, indolentes ante una invitación a vivir. Sed de ese sí que llegó muchas veces y de ese sí que tal vez nunca llegó. Su sed de amar a cada uno, de dar la vida, de ser agua para los sedientos y reposo para los cansados, mar y lago, pausa y camino. Descubrió su lugar junto al Padre. En una fiesta, en una viña. Su misión de darse del todo por nosotros.

Dios envía a buscar invitados, llama a algunos y luego llama a todos. Porque nos ama tanto. Porque sólo quiere estar con nosotros. Porque quiere que todos estén con Él, en su fuente, en su fiesta, en su mar: «Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda». Manda personas para que busquen a los invitados. ¿No hay en nuestra vida personas que son para nosotros ángeles que nos hablan de Dios, que nos buscan por los caminos? Decía el P. Kentenich: « ¿Cómo se pone en contacto con nosotros? A través de los seres humanos que vemos llenos de limitaciones, llenos de debilidades, llenos de defectos, llenos de pecados, llenos de injusticias»[4]. Personas frágiles que, llenas de amor, nos muestran ese amor sin condiciones de Dios. Con su perdón nos muestran la misericordia del Padre. Con su respeto nos enseñan cómo Dios espera a nuestra puerta con infinito cuidado, llamando, aguardando paciente, confiando en nosotros. En ocasiones no hemos sabido escuchar a los que nos rodean. No hemos entendido la invitación a la fiesta. Hemos pensado que pertenecer a Cristo suponía esfuerzo, cansancio, sólo obedecer normas, poner límites a nuestra vida, barrotes. Encarcelarnos un poco. No entendemos que la vida en Cristo sea una fiesta. Nos pasa tantas veces como a los invitados de la parábola: «Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos». Dicen que no, que no pueden ir, porque tienen otras cosas mejores que hacer. No es fácil decirle que no a una fiesta pero ellos lo hacen. Tal vez no comprenden que sea una fiesta. A lo mejor están cansados y no quieren ir a una fiesta. En la vida siempre hay excusas válidas para no hacer algo. Lo sabemos por experiencia. ¡Cuántas veces nos hemos negado a ir a algún sitio! Hemos puesto excusas. Hemos encontrado buenas razones para no ir. Es legítimo. «No podemos hacerlo todo», hemos pensado. Nos cuesta decir que sí muchas veces. Nos cuesta aceptar las peticiones de Dios. A veces nos resulta difícil entender lo que nos pide. Jesús se queda con nosotros y nos acompaña. Jesús dijo sí en su vida oculta, en su peregrinar, dijo sí a los suyos, sí a sanar heridas, a calmar la sed, a compartir lo cotidiano. Dijo sí a vivir de un lado a otro, pobre, vacío. Dijo sí a su vida, dijo sí a cada hombre, dijo sí a esa noche oscura aunque le dolía, dijo sí en silencio en la cruz al abrir los brazos, callado. Su forma de vivir, de amar, de decir que sí, de aceptar, de ofrecer, es una escuela de vida. ¡Cuánto nos cuesta decirle que sí a Dios! Ahora no nos invita a la viña, no nos llama para que trabajemos. No. Nos pide que vayamos donde Él se encuentra. Allí donde hay verdes pastos y agua suficiente. Allí donde tiene preparada una fiesta para nosotros. Somos sus hijos amados. Somos el motivo de la fiesta. Cuando Jesús habla del Reino de Dios como una fiesta nos muestra el sentido de nuestra vida. Estar con el Padre, vivir en su presencia, gozar de su alegría. Somos invitados a estar con Él, a descansar en Él. ¡Cuánto nos cuesta no hacer nada y perder el tiempo a su lado! Medimos los días de acuerdo a lo que producimos. Si producimos mucho ha merecido la pena. Si no producimos nada, entonces estamos mal, somos unos vagos. La fiesta nos habla de alegría por haber recuperado al hijo perdido. Nos recuerda la alegría del Padre que tenía dos hijos y uno de ellos se aleja de su presencia. Cuando lo recupera organiza una fiesta. Es lo que todos soñamos. Que nuestro Padre nos haga una fiesta, invierta sus bienes en nosotros, vea que nuestra vida es motivo suficiente para alegrarse y dar gracias.

Me gusta ver cómo la fiesta se llena de invitados: «Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales». No llama sólo a los buenos. Llama a todos, buenos y malos. Jesús quiere que abramos el corazón, que invitemos a otros para que conozcan a Dios. Lucas, el otro evangelista que relata este pasaje, nos cuenta algo más. Jesús está en un banquete cuando les habla. Por eso usa esta imagen. Él observa, conoce al hombre, conoce el corazón, usa ejemplos cotidianos, toca la vida y la llena de Dios. Cuando habla del Reino habla de Él, de su vida. Habla de la viña y Él es la vid. Del banquete y Él es el pan, el que nos reúne. Es el que nos invita, el que se parte, el que es comida y bebida que calma el hambre y la sed honda del ser humano. Es el que prepara la mesa con infinito cuidado para que me sienta feliz en su fiesta. Jesús piensa en la comida que me gusta, en el lugar mejor. Jesús se hace parte de nuestra vida y así, compartiéndola, nos muestra a Dios. Nos dice cómo es Dios. Estar con Él es una fiesta, es un banquete en familia, de amigos. En la mesa se comparte el día, se reúne la familia que durante el día ha estado dispersa, uno cuenta y escucha, se ponen en común miedos y alegrías, preocupaciones y esperanza. Se brinda por las cosas importantes. Los momentos más bonitos de la vida se hacen sagrados en la mesa. En la mesa se comparte la vida, lo más cotidiano. Es un altar. Allí se hace presente Dios. Son momentos sagrados. Lucas, antes de que Jesús comience a contar la parábola, nos dice que está en una comida con un fariseo. Ve que algunos eligen los primeros puestos para figurar, se fija en que invitan a los que pueden devolver la invitación, y les anima a invitar con generosidad a cojos, lisiados, pobres y ciegos, a aquellos que no pueden devolver nada. Jesús acepta comer con cualquiera. Con Simón el fariseo, con el propio Mateo, recaudador de impuestos, con sus amigos de Betania. No elige los ricos pero tampoco los desprecia. Se sienta a la mesa con aquel que lo invita. Encarna las palabras que hoy pronuncia San Pablo: «Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta». Filipenses 4, 12-14. 19-20. Dios no exige para comer con Él que nos hayamos portado bien, o nos lo merezcamos: «Malos y buenos». Él sólo mira el corazón. Disfruta de cada casa, de cada familia. No selecciona por interés. Y nos pide lo mismo. Que invitemos sin pensar en recibir, sin condiciones. Hoy Jesús les pide a los fariseos, a los sacerdotes, que sean como Él, y les habla de un Dios que no conocen, que es gratuidad, que invita a todos. En Jesús se cumple esta parábola. Él acepta cualquier puerta abierta. Multiplica los panes para dar un banquete a los que lo escuchan. Se sienta a la mesa con los suyos en la cena de Pascua, con un gran anhelo en el corazón de comer con ellos esa noche. A Jesús lo llaman comilón y borracho. Porque acepta compartir la vida sencillamente. En Emaús, los discípulos lo reconocen al partir el pan. Lo habría hecho antes tantas veces en su vida. Era un gesto suyo. De intimidad. De complicidad. Lo reconocieron. Parte el pan, se parte, reparte, se dona. Jesús camina con los hombres, se hospeda entre nosotros, come con nosotros, se hace pan, nos invita a todos, a mí. Jesús se sienta a la mesa con nosotros y nos invita a estar con Él.

Y así, desde su vida, desde la vida de los que lo escuchan, en torno a una mesa, Jesús les habla de Dios. De su Reino. Es como un banquete. Un banquete es signo de alegría, de plenitud, de amor, porque invitas a quien amas. Jesús nos muestra un Dios que nos llama a su fiesta. No a trabajar con Él, sino a estar con Él. El banquete es un momento en el que todo se detiene. El tiempo se para y estamos con los nuestros. Dios quiere estar con nosotros. Darnos de comer. Compartir lo que tiene. Quiere que descansemos después de tanta búsqueda. Dios invita a todos. Invita a cualquiera sin necesidad de nada, sin recomendaciones. Él es quien invita. Su invitación es gratuita, universal, desinteresada. Hay sitio para todos. No hay nadie que quede fuera de la invitación. Es su forma particular de llamarme. ¿Cómo ha sido la mía? Quizás a través de mis padres desde niño, o por un dolor grande, por un fracaso, por una alegría, por alguien que me amó tanto que me hizo confiar de nuevo, o que me sostuvo. Tal vez fue alguien a quien admiro. Es un misterio, pero Dios llama a todos. Nos invita a su lado detrás de cada acontecimiento de nuestra vida. Una y otra vez. Jesús nos dice que sale a buscar a los invitados a los caminos, que manda a sus criados. Sale al encuentro, no se queda quieto. Sabe que necesito mi lugar junto a Él, donde me sienta amado y escogido, donde se calme esa sed de pertenencia, de llegar y no estar de paso, de quedarme y reposar. Saciar mi sed de amor eterno. Quiere que esté junto a Él. Me invita a tocar su amor. A veces pensamos los cristianos que somos los únicos invitados al banquete. Y eso nos hace sentirnos bien. No es así. Dios busca a cada hombre. Los criados reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos. Invita a todos. Los busca donde haga falta, hasta el último minuto de su vida, hasta el rincón más perdido. Sale al encuentro. Dios va a buscarnos. No se queda esperándonos en la mesa. Nos invita y sale a llevarnos la invitación. Nos cuesta entender el amor gratuito de Dios, personal, incondicional, incansable. Ese amor que lo perdona todo, que espera siempre, que me reserva un sitio, porque sabe que llegaré. Confía en mí. Me espera con los brazos abiertos. Si llego me abraza en silencio, no me echa en cara lo que he tardado. Me pide que me descalce, porque estoy en casa. Así nos habla María cada vez que llegamos al santuario. Dios es el Padre que acepta al hijo pródigo y hace un banquete por su vuelta. Es el amor de Dios el que invita y nuestra pequeñez la que nos da derecho a sentarnos a su lado. No se trata de cumplir o no cumplir. Sino de amar, de aceptar, de abrir el corazón pequeño a su amor de Padre. A todos los que encontréis, llamadlos. Todos. Sea cual sea su historia, su herida, su sed, su anhelo. Dice el P. Kentenich: «Dios me quiere. Y me quiere así como soy. Y me quiere con mis miserias, con los golpes del destino. Dios me quiere, Yo puedo ser algo para El»[5]. Todos tienen un lugar elegido, pensado, con su nombre escrito. Todos tienen derecho.

Uno de los que estaba en la fiesta no tenía el traje adecuado: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta? El otro no abrió la boca». Mateo 22, 1-14. Sólo hace falta el traje de fiesta, esa es nuestra parte, nuestro «sí quiero comer contigo». Hay que ir bien vestidos. Importa el vestido, la actitud en la vida, la mirada, el aspecto. Somos imagen sagrada de Dios. ¿Cómo nos vestimos para la fiesta de la vida? La honestidad de nuestra vida, lo que trasparentamos, lo que dejamos ver en nuestros hábitos y costumbres. Lo que hacemos y amamos es nuestro traje. Lo que entregamos y ofrecemos. A veces nos ponemos máscaras frente a los hombres. Nos disfrazamos para parecer alguien mejor. Ante Dios no valen los disfraces. El traje es mi corazón abierto, la humildad de ser hijo necesitado. En realidad, más que un traje, es un desvestirme de mí mismo, es descalzarme para entrar en el banquete. Nadie debe prescindir del traje, nadie queda olvidado, nadie queda excluido. Dios sólo mira el corazón. Dios llama y yo acepto. Dios no me obliga. Espera mi sí libre, de niño. Es mi traje. El traje del alma, no del cumplimiento sino de la pequeñez, de las manos abiertas a Dios, del corazón necesitado de Él, de la mirada pura para disfrutar con asombro del banquete. Le decimos: «Sí, quiero comer contigo, tal como soy, con mi limitación y mi grandeza. El traje es mi traje de niño, soy yo mismo». Mateo escribe para los judíos, por eso es más duro que Lucas en la misma parábola. Algunos judíos pensaban que ellos tenían a Dios en propiedad, que sólo ellos tenían acceso al banquete, que podían decidir quién estaba dentro o fuera. Pensaban, a veces como nosotros, que cumpliendo miles de normas se aseguraban un lugar en el cielo. Juzgaban, como a veces hacemos nosotros, a los pobres, a los gentiles, a los pecadores, creyéndose superiores y en posesión de la verdad. Eran los buenos, los perfectos. Perseguían a Jesús porque comía con pecadores, porque curaba en sábado. Buscaban matarlo porque molestaba y se sentían de alguna forma cuestionados por Él. Jesús les dice que ellos también están invitados, claro, pero que tienen que cambiar el corazón, el traje. Que su lugar lo compartirán con otros. Les dice que necesitan ponerse el traje de la humildad y del amor, de la verdad y la paz. Que necesitan despojarse de normas, de soberbia, descalzarse. Es el hijo mayor al que el padre ruega que entre en el banquete cuando la envidia se lo impide. Les da la oportunidad. Pero muchos no supieron ver a Dios en Jesús. No quisieron ir a su mesa y sentarse a su lado. No aceptaron ese amor suyo por los más pobres. No quisieron compartir la mesa con los débiles. Lucas habla de la fiesta abierta a todos. Dice que a este banquete están invitados los pobres, los cojos, los lisiados y los ciegos. Son los predilectos de Jesús, los que curó por los caminos con sus manos. Son los elegidos, los que Dios cuida y reserva un sitio especial. Pero invita también a los primeros. Todos somos llamados. Y todos tenemos que ponernos el traje y aceptar la invitación. A nadie obliga. Cada uno elige. Es tierno con los sencillos y duro con los que creen que no necesitan nada. Invita a todos, a buenos y malos. Me dice que me necesita en su fiesta, que si yo falto me va a echar de menos. Mi lugar está reservado. Sólo tengo que ponerme el traje de niño y confiar en Dios que me espera. Me espera como soy, pequeño y frágil, con mi sed y mis sueños.


[1] J. Langford, El fuego secreto de la Madre Teresa, 91

[2] J. Kentenich, 1952

[3] J. Kentenich, 1952

[4] J. Kentenich, 1952

[5] J. Kentenich, 1952

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