Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XIII Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

2 Reyes 4, 8-11. 14-16a; Romanos 6, 3-4. 8-11; Mateo 10, 37-42

«El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará»
«¿Qué estoy dispuesto a perder? Mi fama, mi nombre, mis seguros, mis raíces. Jesús me quiere por encima de todo. Me quiere a mí con un corazón libre. Cuando pierdo lo que entrego, lo gano»
 
Me gusta poder elegir. Optar. O me quedo quieto. O doy el primer paso. Me alegra poder tener ante mis ojos varios caminos. Tomo uno. Dejo el otro. Me duele confundirme y tener que volver a empezar. No me gusta el error. Pero forma parte de mis elecciones libres. No siempre acierto. Elijo lo que hago. Respondo sí o no a una propuesta. Elijo subir al monte. O bajar al valle. Elijo lo que hago en las horas libres que tengo por delante. Elijo llenarlas de actividades o dejarlas vacías, por si surge algo nuevo con lo que no contaba. Elijo planificar mi futuro entero, para evitar tropiezos. O elijo esperar y ver lo que depara la vida. Sin planes tan definidos. Elijo amar o pasar de largo por delante de las personas. Echar raíces en un lugar o no prestar atención a la vida que me rodea. Elijo mirar lo que tengo delante o cerrar los ojos. Oír las palabras o tapar los sentidos. Tengo menos margen de acción que hace años, cuando era más joven y tenía una vida entera por delante. Tal vez el abanico de posibilidades se reduce cuando voy avanzando, paso a paso. Pero creo que soy más libre que entonces. Hace poco leía algo interesante sobre mi camino de libertad: «Lo ya elegido condiciona el hoy. Hay que aceptar que lo ya elegido condicione. A nosotros nos parece un límite pero es nuestra grandeza. No se pueden tener siempre todas las puertas abiertas de par en par. Mantenemos abierta una, la dirección elegida y cerramos las demás. Encontrar luego las otras puertas cerradas y no ser libres para abrirlas es exactamente nuestra libertad concreta, ejercida»[1]. No tengo todas las puertas abiertas de par en par. No tengo tantos caminos posibles ante mis ojos. He optado. Se han cerrado puertas. No las dejo abiertas. Se han reducido las opciones que tengo. Pero sé que no se reduce mi libertad. Tiene un sentido la vida que vivo. Vivo con un sentido. Camino con un propósito. Vuelvo a elegir ante nuevos caminos. Vuelvo a dejar de lado alguna opción posible. Y el mismo hecho de no elegir es ya una opción que tomo. Elijo permanecer al margen del problema. Me evado. Tomo otro camino. Da miedo elegir a veces. Porque cada elección lleva consigo una responsabilidad. Hay un compromiso que me ata a la vida. Y no me hace esclavo, todo lo contrario, crece mi libertad echando raíces en el alma. Pero veo hoy un miedo al compromiso en tantos corazones rotos. Miedo a tomar decisiones eternas desde la contingencia de mi vida. Decía el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Me refiero a la velocidad con la que las personas pasan de una relación afectiva a otra. Creen que el amor, como en las redes sociales, se puede conectar o desconectar a gusto del consumidor e incluso bloquear rápidamente. Pienso también en el temor que despierta la perspectiva de un compromiso permanente, en la obsesión por el tiempo libre, en las relaciones que miden costos y beneficios y se mantienen únicamente si son un medio para remediar la soledad, para tener protección o para recibir algún servicio». El amor no me ata. El amor verdadero me libera. Me hace más capaz de decidirme por la vida. Opto. Elijo. Disminuyen las opciones que puedo tomar. Pero nunca mi capacidad de ser libre en lo que he decidido. Soy un hombre libre. Soy un hombre atado y libre. Hombre en cadenas que me liberan. ¡Qué paradoja! Elijo pertenecer a alguien, a algún lugar, a una misión, a una vocación, a un camino. Pertenecer a Dios en el lugar que ha dibujado para mí. Vuelvo a optar. Vuelvo a elegir ese amor que me hace más hombre, más pleno. Me gustan las opciones claras. Las elecciones tomadas en verdad. Sin dejar puertas abiertas que me confunden. Decisiones tomadas desde lo más auténtico de mi ser. Sin mentiras, sin falsas apariencias. Me gusta la verdad de una mirada, de una palabra dicha para siempre. Detesto las medias verdades. Y las medias mentiras. Me gustan las personas que hoy dicen lo mismo que ayer y lo mismo que mañana. Sé que puedo confiar en ellas. Sé que si las sigo no van a cambiar de rumbo cuando menos lo espere. Elijo a aquellos que me dan paz y son seguro en mi vida. Elijo a los que eligen la verdad y no se arrepienten. Y me hablan del mismo Dios en el que yo creo. Elijo siempre de nuevo, cada mañana al levantarme. Vuelvo a decir que sí, que quiero la vida como es. El amor como ha surgido. Elijo el día que aparece detrás de la cortina. Ese día. No otro que no tengo ante mí. Elijo lo que soy y lo que sueño. No lo que pudo haber sido. Me gusta ser libre para volver a decir que sí o que no a mi propia vida. Por la mañana o por la noche. Con presión o sin presiones. Soy libre. Y esa libertad mía me recuerda a la de Jesús. Me gusta parecerme a Él. Digo que sí y lo sigo. Lo elijo a Él.

Quiero ser libre para decirle a Dios, a los hombres, lo que deseo, lo que sueño, lo que soy. Es como si hoy Jesús me preguntara: «¿Qué quieres que haga por ti?». Y yo miro en mi corazón para responderle. Quiero ser reflejo suyo entre los hombres. Quiero ser amado por Él, cada día, siempre. Y yo miro en mi corazón queriendo ser honesto, sincero conmigo mismo. Lo que deseo, lo que espero de la vida. Lo que sueño y veo a través de las ventanas del alma. «La vida es demasiado corta y es para vivirla, disfrutar cada pequeño instante, hacer el bien, compartir lo que tenemos, amar. Por eso, me he propuesto, a pesar de mis muchas imperfecciones: - Hacer todo el bien que pueda, a todo el que pueda. Darle sentido a mi vida»[2]. Quiero más de lo que poseo. Anhelo más aún de lo que sueño. Quiero ser auténtico y no renunciar a la originalidad de mi alma. Quiero hacer el bien a muchos. Pero a veces me turbo y pretendo hacer sólo lo políticamente correcto. Decir lo que corresponde en cada momento. Temo salirme de mi esquema. Por miedo a ser rechazado, por miedo a hacerlo mal, por miedo a no encajar en cualquier sitio. La vida es muy corta y quiero vivirla con un sentido. Siendo fiel a mí mismo. He aprendido con María, en el Santuario, en su corazón inmaculado, que puedo ser yo mismo y ser querido al mismo tiempo. No tengo que renunciar a mi verdad. Porque la verdad y el amor no están reñidos. Que si no me amo a mí mismo es difícil que pueda amar bien. Y que para amarme bien necesito saber que soy amado, que alguien me ama y me lo dice. Amo mi vida como es. No me tiene por qué gustar todo lo que veo en ella. No tengo que estar de acuerdo con todo lo que hay a mi alrededor. No es necesario para querer mi vida, para quererme. A veces pretendo encajar en un molde para evitar las diferencias estridentes. Y así quiero educar a otros. Me cuesta aceptar y querer a los que chocan con mis deseos. A los que no se adaptan a lo que espero. Quiero crecer, quiero madurar. Sé que la palabra madurar tiene muchos matices. Quiero madurar para ser un hombre de Dios. Eso sí. Madurar para no vivir deseando lo que no me toca vivir hoy, ahora. Madurar tiene que ver con recorrer las etapas de mi camino cuando me corresponde. Leía el otro día sobre la madurez: «Unos la adquieren siguiendo el modelo de otros mientras abandonan, una tras otra, las ideas y convicciones que les fueron caras en la juventud. Arrojaron bienes que consideraron prescindibles. Pero de lo que se desembarazaron fueron las provisiones de alimento y de agua. Ahora navegan más aligerados, pero, como seres humanos, languidecen»[3]. No quiero esa madurez que me haga perder lo que yo soy. Quiero madurar para que no haya brotes adolescentes innecesarios. No quiero negarme a vivir la etapa que me toca vivir. Madurar tiene que ver con asumir mi verdad, y mi vida como es. Pero sin perder la pasión por la vida. Supone darle mi sí a lo que vivo en la fuerza del Espíritu. Madurar significa aprender a amar de forma generosa, dejando de lado el egoísmo. Madurar tiene que ver con volar más alto y pensar en el otro más que en mí mismo. Sé que no lograré madurar en todos los aspectos de mi vida. Tendré rincones inmaduros dentro de mi alma. Sé que Dios tiene toda la vida para hacerme madurar para la vida eterna. Decía el P. Kentenich: «Este es el fin de nuestra educación: hacer que los que nos han sido confiados tengan la disposición y la capacidad de vivir, por motivación e iniciativa propias, la vida de un hijo de Dios»[4]. Quiero vivir la vida de un hijo de Dios. Y quiero educar a los que me han confiado para que sean hijos suyos. Educarme para ser hijo fiel y dócil. Hijo que se deje tocar por el amor de Dios. ¡Cuánto me cuesta educar el corazón, los sentimientos, los afectos! Añade el P. Kentenich: «La obra maestra de la educación es lograr un encauzamiento adecuado de los afectos. Hay que desbloquearlos niveles bloqueados de la persona»[5]. Desbloquear mi alma bloqueada para madurar en su amor. Romper las cadenas que me atan. Quiero liberarme para amar en libertad. Amar bien. En plenitud. Desde mi verdad. Y no dejarme llevar de forma enfermiza por mis afectos desordenados. Un amor más maduro. Un amor puro que saque lo mejor de cada uno. Un amor hondo. ¡Cuánto me cuesta madurar en el amor! Es el camino de toda mi vida. Un largo camino que recorro de la mano de Dios. A veces torpemente. A veces dejándome llevar. Dios me educa para que aprenda a ser su hijo. Quiero ser más niño, más libre, más dócil. Quiero ser veraz y mostrarme ante Dios como soy. Sin tapujos. Sin miedos. En mi verdad reflejo el rostro de Dios. Quiero crecer y dejar que Dios haga en mí una obra de arte. Con mi barro, con mi madera. Decía el P. Kentenich: «Esto es y sigue siendo el estar arraigado en el otro mundo. Esto no significa estar fuera de la realidad. En esto consiste, ciertamente, la obra maestra: permanecer con los pies en la tierra, pero también con toda la personalidad elevarse a otro mundo, a otro mundo de valores. Mi justo vivirá por la fe»[6]. Sin dejar este mundo vivir en el cielo. Sin dejar la tierra tener el corazón en el corazón de Dios. Sin cortar las raíces estar hundido en su amor. Es lo que sueño cada día. ¡Cuánto me cuesta aprender a vivir de verdad!

Hoy escucho el evangelio de Mateo. Son palabras que dice Jesús a los doce apóstoles después de llamarlos para estar a su lado. Los ha llamado a cada uno por su nombre. Estas palabras son el final del llamado «discurso apostólico». Primero Jesús me llama por mi nombre para vivir a su lado. Y una vez que puedo descansar junto a Él, me enseña un nuevo estilo de vida. Pienso que vivir junto a Él es mucho más que creer un conjunto de verdades. Mucha gente cree en todo lo que dijo Jesús. Tiene claras las ideas. Sabe lo que está bien y lo que está mal. Pero luego nada cambia en su vida. Todo sigue igual. No quiero que me suceda lo mismo. Quiero cambiar de vida. Quiero ser mejor. Y para lograrlo necesito que mi vida se introduzca en la vida de Jesús. Mi corazón en su corazón. Mis sentimientos en sus sentimientos. Y sé que de esa forma Jesús vivirá en mi vida. Es el sentido de mi camino a su lado. Mi vida en la suya. Hoy Jesús me habla desde Galilea donde comparte la vida con los suyos. Su vida consiste en anunciar el Reino. En curar las dolencias del cuerpo y del alma. En hablar del reino que poco a poco se va abriendo paso entre los hombres. Jesús necesita amigos a su lado para recorrer la tierra. No es un solitario. Se reúne con ellos y les cuenta en qué consiste vivir con Él. Pienso que me lo cuenta a mí hoy. Porque yo también, un día, sentí que me llamaba por mi nombre y me fui a su lado. Me llamó desde mi barca para estar con Él. A todos nos ha pasado. Su llamada. Mi nombre. Su voz. Mi seguimiento. Y después vinieron sus palabras. Como hoy. Jesús dice muchas cosas en este discurso. Pienso que así hace conmigo, va de un tema a otro según yo le voy preguntando. Y Él me contesta según ve lo que necesito y si estoy preparado para entenderlo. Muchas veces es demasiado pronto para encontrar respuestas. No entiendo lo que me sucede y Jesús espera. Hoy me habla de la vida. De las cosas importantes y de las que no lo son. De la vida que merece la pena ser vivida. La que yo quiero. Yo lo elijo a Él en medio de mis pasos. Lo elijo de nuevo a Él como mi Señor. Vuelvo a elegirlo como Él me elige a mí. Jesús habla a los suyos. Les pide que tomen su cruz y lo sigan: «El que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí». Quiere que tomen su vida, tal como es, su corazón, sus amores, y lo sigan. Me encanta lo que significa seguir a Jesús. Jesús es el caminante descalzo, el peregrino que no tiene donde reclinar su cabeza. Estar con Él, para mí, implica caminar, no instalarme cómodamente en un lugar seguro. Implica moverme y estar libre para ponerme en camino. Me exige estar atento al paso que Dios me pide. Supone seguir sus huellas siempre. Ir por donde Él va. Creo que para poder hacerlo tengo que rezar mucho. Si no rezo, lo pierdo de vista. Si no profundizo en mi vida, pierdo sus huellas. Tantas veces le pido yo a Él que siga mis pasos. En realidad lo hace, siempre me va a buscar allí donde ando perdido. Aunque me aleje, aunque me salga del camino. Pero hoy quiero decirle de nuevo que su camino es el mío. Que elijo caminar junto a Él y adaptar mis pasos a los suyos. Y quiere que lo siga con mi cruz de cada día. Quiere que cargue con mi cruz. Tengo muchas cruces que no deseo en mi vida. Hay otras cruces posibles que temo. Comenta el P. Kentenich: «Nuestra naturaleza tiene siempre una cierta predisposición negativa ante la cruz y el sufrimiento. No puedo pedir absolutamente el sufrimiento, sino sólo condicionado relativamente. Por eso yo, personalmente, enseño siempre, para permanecer sensatos: Pero si a ti te causa más alegría otra cosa y quieres preservarme del sufrimiento, te pido también que me preserves de él». No quiero una cruz que no ha llegado. No quiero las cruces posibles que el futuro me pueda deparar. Jesús sólo me pide que tome la que ya cargo. Quiere que siga sus pasos con mi cruz a cuestas, guardada en el alma. Sé bien que el que ama puede cargar con más facilidad las cruces de la vida. El que ama y se sabe amado tiene más capacidad para cargar con el dolor. Humanamente no me siento capaz de ninguna cruz. Pero cuando amo soy capaz de lo impensable. Puedo luchar más allá de mis fuerzas. Puedo levantarme y cargar con el peso de la vida. Porque amo y el amor que tengo me da alas. En eso consiste lo que hoy me pide Jesús. Amarlo a Él. Saberme amado por Él. Para así ser capaz de cargar con el peso de mi vida. Sin dejar esa cruz que no quiero a un lado. Mi vida es todo lo que soy. Acojo mis miedos, mis fracasos, mis defectos, mi pecado, en mis manos. Beso mis sueños, mi belleza, mi inquietud. Abrazo mi mundo de vínculos, mis raíces, mis pensamientos, mis ideales, mi trabajo. Todo lo que soy y tengo lo llevo sobre mis hombros. Mi presente, mi afán de cada día, lo pongo sobre mí y me pongo en marcha. Eso es lo que Jesús les pide a los suyos ese día. «Venid conmigo, a caminar, a navegar, a vivir el momento». Es lo mismo que mi pide a mí. Quiero optar por Él. Pienso que optar siempre me duele. Siempre pierdo algo cuando opto. Pero elegir me hace plenamente hombre. ¿Qué elijo yo en la vida? ¿Dejo que la vida me viva o tomo mis opciones? ¿Cuál es mi elección fundamental ahora? Puedo elegir cambiar, puedo elegir dar un paso adelante. Puedo elegir vivir mi misma vida pero de otro modo. Con otra mirada, con otra actitud. Esa es la llamada que me hace hoy Jesús.

Jesús me dice palabras que me cuesta acoger en mi alma de niño: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí». Porque no sé si soy digno de Jesús cuando me pide esa entrega tan generosa y yo dudo. No lo sé. No sé si soy digno de Él. No sé si soy capaz de elegirlo a Él por encima de mis vínculos humanos. No sé si logro dejarlo todo por seguir sus pasos. Una y otra vez me lo pide. Ayer y siempre. Quiero hacerlo. Me pide que le dé mi sí por encima de mis ataduras, de mis raíces. Me cuesta esa generosidad sin medida. Ese amor que no tiene límites. Jesús ha tendido en mi vida como cuerdas esos amores humanos que me atan al cielo y a la tierra. Y en sus palabras ahora me pide que mi amor a Él sea más que el amor a mis padres. Que el amor a mis hijos. Que el amor a mí mismo. Y me pide entonces seguir sus pasos. Esa cruz pesada que me duele en el alma. Esa cruz que lacera mi corazón de niño. Temo perder lo que amo. A veces odio la muerte que me quita a quienes quiero. Amo en lo más humano de mis entrañas todo lo que Jesús me ha dado. Amo con lazos humanos que sacan lo mejor de mi corazón. Así me ama Dios a mí. Ama mi carne y mis límites. Ama mi pequeñez y mi grandeza. Me abre corazones en los que veo reflejos de su amor infinito. Se mezclan la carne y el alma. Y toco en la tierra las estrellas del cielo. ¡Qué suerte tengo al haber sido amado! ¡Qué regalo de Dios ser capaz de amar la vida, de amar las personas que pone en mi camino! Pero muchas personas no se saben amadas. No han tocado ese amor humano que las lleva al cielo. Yo no quiero que el hombre sufra la soledad que hiere en lo más profundo. No lo quiero. Y me duele tanto ver el dolor del que no se sabe amado. Ese dolor que acarician mis manos cuando alguien me cuenta lo que sufre. Ese dolor del que nunca probó el amor humano. Y lo necesita para acariciar el divino. ¡Cómo imaginar siquiera a Dios con rostro de padre cuando no me ha amado mi padre de carne! Imposible. Doy sólo aquello que recibo. En la Película Ángel-A el protagonista no es capaz de decir «Te amo». Y no puede porque nadie antes le ha dicho que lo ama. Así sucede siempre. Y al final, cuando ha tocado ese amor, confiesa: «Ángela, creo que te amo. Me haces sentir bien. Amo la manera en que me amas sin juzgarme. Me hace feliz. Hace mucho que esto no me pasaba. Probablemente nunca me pasó». Amo desde el amor que recibo. Y si no soy amado en mi carne, en mi alma, en mi verdad, poco puedo dar a los que me piden. O lo doy mal. Doy de forma egoísta, reteniendo, atando. O exijo a los otros lo que no pueden darme. Y vivo frustrado. Y me rebelo. Y echo al mundo la culpa de mi mala suerte. Duele amar y no recibir nada. Es difícil amar bien. Y amar a Jesús por encima de mis lazos humanos. Estar dispuesto siempre a ponerme en camino para seguir sus pasos. Me parece imposible. Hoy Jesús lo que me pide es que ame de verdad. Que ame con generosidad, sin guardarme nada. Porque el amor abre el corazón de los hombres. Mi propio corazón. Leía sobre el verdadero amor: «El amor es el único camino para arribar a lo más profundo de la personalidad de un hombre. Nadie es conocedor de la esencia de otro ser humano si no lo ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada; hasta contemplar también lo que aún es potencialidad, lo que aún está por desvelarse y por mostrarse»[7]. El amor verdadero me adentra en la verdad del que amo. Sólo el amor posee la clave para entrar de rodillas en el alma de aquel a quien amo. Sólo así podré conocer el rostro de Dios en él, su verdad más sencilla. Amándolo hasta el extremo. Y amando de esa forma seré capaz de amar a Dios. Estoy convencido. Quien ama bien, quien ama con generosidad, está amando a Dios en su amor humano. Y entonces es más fácil hacer lo que hoy Jesús me pide. Sé que quiero estar con Él. Quiero dar mi vida por Él. Lo sé. Lo amo. No sé si más que a las personas que ha puesto en mi camino. No lo sé. Él sabe cómo es mi amor a los hombres. A veces es muy pequeño. Pero conoce mi verdadero deseo de amar con todas mis fuerzas. Lo conoce. Y sabe el bien que me hace amar y dar amor a los hombres. Eso lo quiere Dios. Pero lo que hoy me pide es que sea libre de mis apegos. No quiere Jesús que deje de seguirle entorpecido en medio de mis vínculos. Quiere que aprenda a vivir abrazado a Él en momentos de prueba. No quiere que la vida me ate tanto que me aleje de Él por miedo a perder mis seguridades. Es esa fidelidad heroica la que hoy me pide. ¡Cuánto me cuesta! Le vuelvo a decir que sí como tantas otras veces. Sobre el papel lo doy todo. Estoy dispuesto a todo. Luego la vida me duele. Me cuesta amar hasta el extremo y soy débil. Quiero la gracia de esa libertad interior, de esa generosidad que da siempre. Sin límites. Quiero ser así en la debilidad y en la fortaleza. En la pobreza y en la abundancia. Es lo que sueño cada día de mi vida.

Mi vida no puede ser igual estando con Jesús que estando sin Él. Es eso lo que me dice hoy: «El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará». El que sale de su casa, de sus cosas, de su corazón estrecho. Aquel que renuncia a sus modos de vivir pequeños, a sus formas arraigadas en el alma, a sus deseos más hondos, por amor a Dios, encontrará la vida de verdad. Una vida en libertad. Las paradojas de la vida cristiana siempre me tocan. Perder la vida para ganarla. Tomar la cruz para ser libre. Morir para tener vida eterna. Dar para recibir a manos llenas. Atarme para vivir en libertad, sin cadenas. Pienso que es verdad, nunca he tenido tanto como cuando tenía poco que perder. Y nunca he sido tan feliz como cuando me he dado a los demás por encima de mis límites. Nunca fui tan libre como cuando me até a Jesús para siempre. Seguirlo a Él es optar por algo más grande que mi vida. Quiero elegir de nuevo. Quiero vivir de una forma diferente. A menudo me encuentro con personas que me dicen que no encuentran su lugar. Tal vez se buscan a ellos mismos diciendo que buscan a Dios. No lo sé. Jesús hoy me promete, se lo promete a sus amigos, que perder la vida por amor a Él es encontrar el verdadero sentido de la vida. Y ese es el tesoro escondido en el campo por el que merece la pena darlo todo. ¿Qué significa para mí perder la vida, hoy, en lo concreto? ¿No es verdad que a veces siento que mi vida no tiene sentido, que me falta algo, que otros son más plenos que yo en su camino? Los miro y deseo sus vidas. O me comparo y no me veo tan feliz. Quiero perder mi vida para ganarla. Jesús sabe lo que hay en mi alma. Y lo que me dice es que siga su camino, que no me complique la vida dándole vueltas a las cosas. Me dice que si lo sigo a Él encontraré siempre agua para calmar mi sed. Me dice que merece la pena perder el corazón por amor a otros. Que sólo cuando doy recibo y sólo cuando pierdo gano. ¡Qué paradoja! Tal vez todo tiene que ver con la misma paradoja del amor. Leía el otro día: «Perder el equilibrio por el amor a veces es parte de una vida equilibrada»[8]. El que ama es capaz de perder tantas cosas por amor. Renuncia a la paz que antes tenía. Y es capaz de hacer locuras de amor por la persona amada. Dice una canción de J. Legend: «Dame tu todo a mí. Te daré mi todo. Eres mi principio y mi final, incluso cuando pierdo estoy ganando. Porque yo te doy todo de mí y tú me das todo de ti». Un amor equilibrado no existe. Lo doy todo. Me lo dan todo. El amor me rompe por dentro. Me saca de la tranquilidad protegida que tengo cuando no amo. Hoy Jesús me pide que pierda la vida por Él. Me parece que tiene que ver con mi amor. Muchas veces no soy capaz de perder nada por Él. Y quizás no lo amo tanto como yo mismo quisiera. Me da pena no ser más generoso. Me aburgueso en mi forma de vivir la vida. No amo a Dios hasta el extremo. Y por eso no estoy dispuesto a perderlo todo por Él. El que pierde gana. El que retiene pierde. Yo busco retener, conservar, guardar. Y al final acabo perdiéndolo todo. Me siento pobre. Me quedo vacío. ¿Qué estoy dispuesto a perder para ganar la vida verdadera? Mi fama, mi nombre, mis seguros, mis vínculos, mis raíces. Esa invitación tiene fuerza en mi alma. Tal vez estoy muy aferrado a mis deseos. Jesús me quiere por encima de todo eso. Me quiere a mí con un corazón libre. Y sé que cuando pierdo y lo entrego todo, en realidad estoy ganando.

Termina Jesús el discurso a los doce con mucha ternura: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro». Así sería Jesús en la intimidad. Me lo imagino muy bien. Quizás por la noche, después de un día lleno de gente, hablaría de esta forma. Después de un día duro en el que se dio por entero y curó a muchos. Les dice en la intimidad que ellos y Él son lo mismo. Eso es un milagro. Quien reciba a uno de ellos recibe a Jesús. Jesús les anima, les dice que Él va siempre con ellos, que ellos son parte de Él. Que no están solos. Que Él va junto a ellos siempre. Nunca se separaron desde que los eligió. Los rescató a cada uno en su lugar, en el mar, en la mesa de cambios, en la montaña, debajo de una higuera. Es muy grande lo que les dice. Me imagino su asombro y su alegría. Tan unidos están con Él que su vida y la suya es la misma. Ellos son Jesús. Se pertenecen mutuamente y para siempre. Él les pertenece. Hablan en su nombre. Actúan en su nombre. Me impresiona pensar que Jesús está en mí y actúa de la misma forma en mi vida. Me conmueve pensar que todo lo hago en su nombre. Ese misterio que revivo en cada sacramento me ayuda a tomar conciencia del inmenso misterio que acarician mis manos. Siempre me ha ayudado mucho a vivir mi vocación. Yo lo sigo, pero no estoy lejos de Él, porque Él me dice que va conmigo siempre. Que está en mis manos y en mi voz. Que vive en mi amor. Eso me da mucha paz. Jesús me dice que si lo sigo, Él va a ir conmigo. Y me anima a amar. A no guardarme nada para mí. A confiar en su presencia sanadora. Jesús me dice que darlo todo me hará encontrar la vida. Y ahora dice algo más, Dios siempre da más. Me pide que no tema. Porque al final del camino ni un vaso de agua quedará sin recompensa. Me recuerda a la mujer que atiende al profeta Eliseo: «Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y así, cuando venga a visitarnos, se quedará aquí». Ella da todo lo que tiene y recibe mucho más. Lo da sin esperar nada. Lo recibe todo. Sucede el milagro y puede tener hijos. Dios siempre supera la medida de mi amor. Él no cuenta, no mide lo que doy y lo que hago. En Él no hay premio justo. En su amor hay una misericordia infinita que se derrama sobre cada uno. Vivir así es hacer realidad lo que vivo en el Santuario cada día: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Es la vida en alianza de amor con María. Yo doy un vaso de agua. Un poco de agua al sediento. Me pide María que ponga mi vaso con agua a disposición. Yo lo hago. Esa es mi parte pequeña y frágil. Pero es necesario hacerlo. Pongo el agua. Nada sin mi entrega. Sólo así es posible que se ensanche mi corazón. Dios es un mar infinito que desborda. Esa es su ternura, esa es su promesa. Esa es la vida con Jesús. El amor no es simétrico. Es totalmente asimétrico. Da de forma desproporcionada. Así es el amor verdadero. Yo, de nuevo, lo elijo a Él. Quiero caminar a su lado. Quiero vivir según Él y tomar mi vida tal como es. Doy desde lo que vivo. Le pido a Jesús que me ayude a saber dar mi pequeño vaso de agua fresca al que tenga sed. Que no me olvide de que esa es mi vida, mi vocación. Dar vasos de agua. Pequeños y aparentemente insignificantes. Parece que no hago nada. Y es verdad. Es insignificante. Pero lo hago siempre en su nombre como Él me pide. Doy lo que tengo pero en el nombre de Jesús. Es el misterio de mi entrega que Jesús multiplica y hace fecunda. Su misericordia se desborda en mi amor tan limitado y pobre. Eso siempre me impresiona. Vivo atado a Él y mi vida se engrandece.
 

[1] Gabriela Tripani, ¿Por qué no puedo seguirte ahora?, 164
[2] Claudio de Castro, El poder de la alegría
[3] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[4] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[5] J. Kentenich, Pedagogía de los ideales
[6] J. Kentenich, Retiro a los Padres de Schoenstatt 1966
[7] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[8] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
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