Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Valoración moral de los actos contra la castidad


Más que el conocimiento preciso de si hubo pecado grave o leve, importa arrepentirse inmediatamente, levantarse y abandonar el pecado.

por Pedro Trevijano

Opinión

Dice la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe Persona Humana: “Según la tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, y como también lo reconoce la recta razón, el orden moral de la sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados, que toda violación directa de este orden es objetivamente grave”.
 
Pero lo verdaderamente importante es la culpabilidad concreta y real, y ahí la declaración citada continúa así: “Es verdad que en las faltas de orden sexual, vista su condición especial y sus causas, sucede más fácilmente que no se les dé un consentimiento plenamente libre; y esto invita a proceder con cautela en todo juicio sobre el grado de responsabilidad subjetiva de las mismas”. “Sin embargo recomendar esa prudencia en el juicio sobre la gravedad subjetiva no significa en modo alguno que en materia sexual no se cometen pecados mortales” (nº 10).

Los teólogos contemporáneos insisten en que cualquier intento de valorar el objeto moral de una acción independientemente de sus motivaciones y circunstancias resulta necesariamente inadecuado e incompleto. “Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios” (Encíclica de Juan Pablo II Veritatis Splendor nº 73), pero recordando que “la moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada” (nº 78). La base del juicio ético es toda la actuación moral con su objeto, circunstancias e intención.

Para que la valoración moral del comportamiento sexual hay que tener presentes diversos factores: a) se deben reconocer los aspectos objetivo y subjetivo del comportamiento humano como indispensables para el genuino juicio moral. Ignorar cualquiera de estos dos aspectos da por resultado un rígido objetivismo o un excesivo subjetivismo moral; b) no hay que olvidar la complejidad y la unidad radical de la naturaleza humana, integrando y armonizando la dimensión intrapersonal con la interpersonal; c) los comportamientos y las expresiones sexuales deben guiarse por la ley evangélica del amor, a fin de realizar ciertos valores conducentes al desarrollo y a la integración personal. Entre estos valores nos parecen especialmente significativos la madurez y liberación personal, la honradez, la fidelidad, la alegría de vivir, el enriquecimiento de la personalidad del otro, el servicio a la vida y la responsabilidad social; d) la moralidad o inmoralidad radicales de cualquier acto o expresión sexual está además de lo que resulte del análisis abstracto de la acción en sí, también en el respeto o falta de respeto que evidencia hacia sí o hacia la otra persona; e) “No se debe olvidar que el desorden en el uso del sexo tiende a destruir progresivamente la capacidad de amar de la persona, haciendo del placer el fin de la sexualidad, en vez del don sincero de sí, y reduciendo a las otras personas a objetos para la propia satisfacción”(Consejo Pontificio para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, (8-XII1995, nº 105) ; f) la experiencia nos muestra que una vida sexual desordenada estropea no sólo nuestros sentimientos, sino también nuestro modo de pensar, de acuerdo con el famoso dicho: “vive como piensas, para que no tengas que pensar como vives”; la consecuencia es ahogar la vida espiritual apartándonos de las cosas de Dios, por lo que se dañan nuestras relaciones con Él y los demás encerrándonos en nosotros mismos. La impureza es una perversión del cuerpo y del corazón de la que sólo nos veremos libres si amamos más.

En la duda de acercarnos a la comunión sin confesarnos recordemos la permanente distinción entre pecados mortales y veniales, y que pecado mortal es el “que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Veritatis Splendor nº 70), por lo que pienso podemos aplicar esta regla: quien se esfuerza en el cumplimiento de sus deberes religiosos y por lo general se guarda de acciones pecaminosas, puede suponer que no ha pecado gravemente cuando se le presente la duda.

A la hora de enjuiciar estos pecados no hemos de olvidar que nuestra presunción ha de ser diferente en una persona buena  y que aborrece de veras el pecado, que en una persona tibia o indiferente, pues en el primer caso es fácil que no haya el consentimiento necesario y suficiente para el pecado, o al menos para el pecado grave. Está claro que el resbalón ocasional de una persona que se esfuerza en todos los terrenos, y por consiguiente también en el del sexo, por observar una conducta sana y honesta, debe generalmente ser valorado de manera muy distinta que la caída de otra persona que se deja llevar por su egoísmo y degeneración. La plena advertencia no consiste en un simple darse cuenta, sino que exige una auténtica opción. Decía el episcopado suizo en su carta pastoral “Penitencia y confesión” de 1971: “Nos parece impensable y absurdo que Dios precipite en el infierno eterno, por un solo pecado, a un hombre que ha hecho siempre el bien pero que incidentalmente ha caído. Por una simple caída o error no se llega a un pecado que excluya del reino de Dios. Pero si poco a poco e ininterrumpidamente se van debilitando la fe, la caridad y la responsabilidad moral, al fin una ocasión cualquiera, en apariencia sin importancia, puede bastar para romper la relación de amistad con Dios tenida hasta entonces”.

Pero no caigamos en un optimismo excesivo, pensando que estamos confirmados en gracia. La encíclica de Juan Pablo II Veritatis Splendor nos advierte que la opción fundamental “se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave”.

Es decir, aunque una acción nuestra puede romper la opción fundamental buena, cuanto más deseo veamos en una persona de vivir una vida cristiana menos fácilmente se debe suponer un pecado mortal. En cuanto a los escrupulosos, podemos decir por experiencia pastoral que, generalmente, es difícil que cometan un pecado grave.

El confesor debe abstenerse de exigir en materia de sexualidad la integridad material de la confesión. Nuestra tarea, especialmente con los penitentes alejados y ocasionales, es ayudarles a replantear su vida ante Dios con una visión de fe, recordándole positivamente la santidad del amor y la importancia de sus deberes familiares. Es en este sacramento, más que en ninguna otra parte, donde hay que guardar recato al hablar de estas cuestiones. El confesor debe ser suficientemente discreto y prudente para no faltar al tacto y a la delicadeza exigibles. Por supuesto, no hay que confundir la confesión con una narración pornográfica. Basta con que el penitente señale la diferencia específica tal como una persona de ordinaria instrucción conoce y entiende. Nuestras preguntas han de ser genéricas y susceptibles de respuestas breves y correctas, por ejemplo si nos dicen: he pecado con persona del otro sexo, preguntar ¿has hecho todo, bastante o poco? es más que suficiente.

En efecto se ha de evitar poner ante la imaginación los pecados concretos, porque con ello se provocarían inquietudes y tentaciones. Más que el conocimiento preciso de si hubo pecado grave o leve, importa arrepentirse inmediatamente, levantarse y abandonar el pecado. Y, sobre todo, recordemos que Dios está siempre dispuesto a perdonarnos y que su fidelidad y amor son más grandes que todas nuestras infidelidades, es decir, nuestra fuerza está en Dios y no en nosotros.
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