Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Una lección teresiana


Cuanto más inefables o sublimes son las mercedes místicas que Teresa recibe, más patente resulta su preocupación por la vida que le rodea, por las cosas menudas y sencillas que componen su existencia cotidiana y la de sus semejantes.

por Juan Manuel de Prada

Opinión

Mientras escribía mi novela El castillo de diamante, he tenido ocasión de indagar en la personalidad riquísima de santa Teresa de Jesús y de hallar muchas enseñanzas valiosas en la lectura y meditación de sus libros. Aquí quisiera referirme a una de ellas, tal vez la que más me sirve en la vida y en mis empeños intelectuales.

Resulta muy llamativo comprobar cómo Teresa, a medida que empieza a gozar de «mercedes espirituales», lejos de endiosarse o apartarse de las realidades humanas, se humaniza más. Ciertamente, está «engolfada de Dios»; pero sus cualidades humanas, lejos de anularse o desdibujarse, se hacen más nítidas, cobran una mayor energía y atractivo. Y, a la vez, comprobamos que, cuanto más inefables o sublimes son las mercedes místicas que Teresa recibe, más patente resulta su preocupación por la vida que le rodea, por las cosas menudas y sencillas que componen su existencia cotidiana y la de sus semejantes. Aunque esté con la vista siempre clavada en el cielo, Teresa está siempre con los pies afianzados en la tierra; aunque sus desvelos sean celestiales, sus trajines son terrenos. La proximidad y amistad con Dios no la encierran en una torre de marfil, no la empujan al apartamiento o al desdén de los asuntos humanos (aunque sí, desde luego, de las pompas mundanas), sino que la incitan a remangarse y zambullirse en las corrientes de su época.

¡Y vaya si eran corrientes tumultuosas! Resulta emocionante verla batallar con fariseos y malvados que quieren reprimir a toda costa su vocación, con nobles intrigantes que tratan de llevarla a su redil, con inquisidores suspicaces que le tienden trampas y zancadillas, hasta con los superiores de su propia orden, que se revuelven contra su reforma y tratan de malograrla mediante las argucias más arteras. Y de todos estos envites salió Teresa triunfante; sólo que no fueron triunfos pacíficos, sino muy disputados, que le causaron grandes disgustos y quebrantos, que fueron esquilmando sus fuerzas, que por momentos la comprometieron en trances muy arriesgados. Tal vez el peor trago de todos fuera desobedecer a los eclesiásticos con vara de mando que intentaban abatirla, humillarla, reducirla a añicos: a los clérigos que le pedían que, cada vez que tuviese una visión de Cristo, le hiciese la higa (pues consideraban que sus visiones eran diabólicas); a los confesores que la amenazaban con negarle la absolución e impedirle comulgar si se obstinaba en fundar conventos; a los inquisidores que la dejaban sin lecturas espirituales. Claro que nada de esto hubiese podido hacerlo sola; llevaba una armadura muy dura que le permitía repeler los embates y las asechanzas y las órdenes irracionales y las insidias de sus enemigos y detractores. Ella explicó reiteradamente el nombre de esa armadura: «Sólo Dios basta».

Aquí el escéptico sonreirá con suficiencia, incluso con leve lástima. Pues, en efecto, la realidad nos demuestra que no basta con encomendarse a Dios para salir triunfante de una empresa. Pero Teresa no se conformaba con encomendarse a Dios: Teresa primero se allanaba ante la voluntad divina, que es el único modo verdaderamente eficaz de renegar de la voluntad del mundo y de hacerse fuerte contra sus cánticos de sirena; después se dejaba conquistar por esa voluntad divina, confiaba cada brizna de su voluntad a una voluntad sobrehumana que la trascendía; y, por último, dotada de esa voluntad de hierro, se enfrentaba sin miedo a los poderosos del mundo, sabiendo que ellos no contaban con esa fortaleza, sabiendo que tarde o temprano flojearían ante su tozudez y se amedrentarían ante su confianza. Porque quien en nada cree, quien sólo se guía por intereses, quien se atrinchera en consignas y formulismos vacuos, acaba vacilando, temblando, retrocediendo ante quien cree; y esta vacilación le resta fuerza persuasiva, primero ante los demás, después ante su propia conciencia (si es que la tiene). Es una triste verdad que quien en nada cree, quien sólo se guía por intereses, quien se atrinchera en consignas y formulismos vacuos suele contar con la maquinaria del poder, que le permite actuar contra quien sólo cuenta con su voluntad de hierro, acallándolo, reprimiéndolo, triturándolo corporal y anímicamente; pero todas estas violencias no son, a la postre, sino un reconocimiento anticipado de su derrota.

No es tarea sencilla llevar la contraria al espíritu inmundo de nuestra época; pero cuando esta tarea se realiza en la confianza de que una voluntad sobrehumana nos protege y brinda fuerzas, no hay quien pueda derrotarnos. Es una lección teresiana que nunca me ha fallado; y que aconsejo vivamente a mis lectores.
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