Martes, 19 de marzo de 2024

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Todo reino dividido contra sí mismo es asolado. J. Ratzinger

Todo reino dividido contra sí mismo es asolado. J. Ratzinger

por La divina proporción

 Hace una semana apareció en el Diario La Prensa (Argentina) una interesante entrevista al escritor Juan Manuel De Prada. Tengo que confesar que mi afinidad con este escritor no es demasiada, aunque reconozca que escribe estupendamente y merece el éxito que ha conseguido. 

La entrevista tocó diversos temas, pero el más interesante de ellos, a mi humilde entender, es el que se refiere a la presencia de intelectuales católicos en la sociedad. A principio del siglo XX hubo una oleada de conversiones que dieron consistencia a la presencia de la Iglesia en la sociedad. Tras el postconcilio y el Mayo del 68, la corriente de conversiones queda truncada, dando lugar a una sensación de vacío intelectual que impide plantear un diálogo fructífero entre la Iglesia y la sociedad moderna y postmoderna. 



Desde mi punto de vista, esta sensación de vacío intelectual es más una sensación que un hecho real. Podemos citar a muchos teólogos que han entrado en diálogo con la sociedad, como Castellani, Ratzinger, Küng, Teilhard de Chardin, Urs von Balthasar, entre muchos otros de gran nivel general. Pero estos intelectuales, aunque valorados internacionalmente, no llegan nunca a convertirse en interlocutores de la Iglesia de la misma forma que sucedió a principios de siglo XX ¿Por qué?

Veo dos factores que impiden que los intelectuales católicos postconciliares sean considerados interlocutores válidos de la Iglesia. El primer factor es externo: son teólogos y la teología no se considera una verdadera ciencia. Sus propuestas son despreciadas casi sin llegar a plantearse. La segunda razón es interna. Ninguno de ellos es capaz de llevar a la sociedad un mensaje unitario y coherente procedente de la Iglesia. El ejemplo más evidente es el de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) que es desdeñado por parte de la Iglesia por su coherencia. Como resultado, hemos conseguido callar a uno de los intelectuales más lúcidos y profundos de la Iglesia contemporánea. 

Y conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo es asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no se mantendrá en pie. (Mt 12, 25) 

Cuando apareció la entrevista de Juan Manuel de Prada, la compartí en varias redes sociales y dentro de ellas, en diversos grupos. Me pareció interesante reflexionar sobre la necesidad de ser conscientes de la atomización interna que vivimos y a partir de ello, darnos cuenta que haciendo la guerra por separado terminamos enfrentándonos entre nosotros mismos. Es evidente que tenemos una amplia diversidad de “pensamientos católicos” que sólo son reconocidos dentro espacios eclesiales determinados. Por ejemplo, alguna vez me han dicho que el pensamiento de San Agustín no es bien recibido. La razón es que dentro de ese grupo, el pensamiento legado por el/la fundador/a es lo que debe llevar la voz cantante. Mientras nosotros nos dedicamos a pisarnos los callos, la sociedad es capaz de ofertar un pensamiento laizador claro y diáfano, proveniente de muchas escuelas y entendimientos diferentes. 

Al compartir la entrevista me encontré con una diversidad de ataques personales, ideológicos y estéticos a lo que exponía Juan Manuel de Prada. Los ataques tenían dos características: tenían un fuerte sesgo “ad hominem” e ignoraban el problema de la inexistencia de un pensamiento católico fuerte y claro. Ya comenté que Juan Manuel de Prada no es “santo de mi devoción”, pero creo que deberíamos dejar atrás las estéticas, las afinidades personales y las sensibilidades eclesiales, para centrarnos en lo fundamental. Veamos qué nos dice Joseph Ratzinger de todo esto: 

El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá, también hoy, sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben más que las frases, que son precisamente modernas. (Joseph Ratzinger. Fe y Futuro, C.5) 

Aconsejo leer el párrafo anterior varias veces, porque da para pensar mucho. Fijémonos es la conclusión de Joseph Ratzinger: el futuro, ayer y hoy, vendrá marcado por los santos. Quizás por eso los intelectuales que se convirtieron a principio del siglo XX tuvieron tanta fuerza: se vieron sorprendidos y desarmados por la belleza de la santidad. Un ejemplo de ellos fue el Card. Newman, responsable de las conversiones al catolicismo de G. K. Chesterton y Ronald Knox. Una persona que transita por el camino de la santidad es capaz de arrastrar a otras personas, siempre que estas tengan el corazón abierto para recoger su testimonio. 

La Iglesia actual está sobrecargada de ideologías y postmodernidad. No me refiero sólo a ideologías políticas, que también, sino a ideologías ligadas a gran cantidad de sensibilidades y carismas. Nos guardamos nuestros talentos enterrándolos dentro de espacios semicerrados, donde encontramos cómodas y cálidas zonas de confort. Cuando evangelizamos, tendemos a salir afuera para conseguir ampliar el número de personas de nuestros grupos. 

Aparentemente, la inexistencia de un pensamiento católico, firme, sólido y claro no nos causa ningún problema. Hay que orar mucho por la Iglesia, lo necesitamos.

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