Viernes, 29 de marzo de 2024

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Tal día como hoy de 1965, católicos y ortodoxos se revocaban la mutua excomunión de 1054

por En cuerpo y alma

   
Papa León IX y Miguel Cerulario.
 Manuscrito griego s. XV.
Biblioteca Nacional de Palermo.

           Aunque los antecedentes de la cuestión ya se expusieron pormenorizadamente en esta columna hace algún tiempo (pinche aquí si desea conocerlos mejor), no está de más recordar que el hecho crucial cuyo aniversario conmemoramos hoy hunde sus raíces en lo ocurrido el día 16 de julio de 1054, cuando unos legados del Papa León IX entre los que se encuentra el futuro Papa Esteban IX, entran en la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla y depositan en el altar una bula de excomunión contra el patriarca constantinopolitano Cerulario. Al salir del templo, limpiándose los zapatos, exclaman:
 
            “¡Dios es testigo, que El nos juzgue!”.
 
            Cerulario la exhibe -se dice que la retoca al efecto de hacerla aún más provocativa- y la quema, creando el ambiente propicio para amotinar a las turbas. A los pocos días, arrebata al Emperador la convocatoria de un sínodo, el cual emite un edicto que condena la actuación de los legados: el cisma está consumado.
  
Pablo VI y Atenágoras I

          Aunque Miguel Cerulario tendrá tiempo para poco más, pues implicado en una conspiración contra el Emperador morirá desterrado sólo cuatro años más tarde, el cisma es definitivo, o por lo menos tan definitivo como para cumplir ya casi un milenio sin haber conocido solución. 

            Pero si algún día nos fuera dado el contemplar su final, sin duda habríamos de retrotraernos a la fecha que rememoramos hoy, el 7 de diciembre del año 1965, en que se produce la Declaración Conjunta de Su Santidad Pablo VI y de Su Beatitud el patriarca Atenágoras I, realizada en francés, y leída al mismo tiempo en la sesión pública conciliar y en el Patriarcado de Constantinopla, la cual reza como sigue:
 
            “Llenos de agradecimiento hacia Dios por la gracia que, en su misericordia les otorgó de encontrarse fraternalmente en los sagrados lugares en los que, por la muerte y la resurrección de Cristo, se consumó el misterio de nuestra salvación y por la efusión del Espíritu Santo, nació la Iglesia, el Papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras I, no han olvidado el proyecto que cada uno por su parte concibió en aquella ocasión de no omitir en adelante gesto alguno de los que inspira la caridad y que sean capaces de facilitar el desarrollo de las relaciones fraternales entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa de Constantinopla, inauguradas en esa ocasión. Están persuadidos de que de esta forma responden al llamamiento de la gracia divina que mueve hoy a la Iglesia católica romana y a la Iglesia ortodoxa y a todos los cristianos a superar sus diferencias a fin de ser de nuevo “uno” como el Señor Jesús lo pidió para ellos a su Padre. Entre los obstáculos que entorpecen el desarrollo de estas relaciones fraternales de confianza y estima figura el recuerdo de las decisiones, actos e incidentes penosos que desembocaron en 1054, en la sentencia de excomunión pronunciada contra el patriarca Miguel Cerulario y otras dos personalidades por los legados de la sede romana, presididos por el cardenal Humberto, legados que fueron a su vez objeto de una sentencia análoga por parte del patriarca y el sínodo constantinopolitano.
 
            No se puede hacer que estos acontecimientos no hayan sido lo que fueron en este período particularmente agitado de la historia. Pero hoy, cuando se ha emitido sobre ellos un juicio más sereno y justo, es importante reconocer los excesos con que han sido enturbiados y que han dado lugar ulteriormente a consecuencias que, en la medida en que nos es posible juzgar de ello, superaron las intenciones y previsiones de sus autores, cuyas censuras se referían a las personas en cuestión y no a las Iglesias y no pretendían romper la comunión eclesiástica entre las sedes de Roma y Constantinopla.
 
            Por eso, el Papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras I y su Sínodo, seguros de expresar el deseo común de justicia y el sentimiento unánime de caridad de sus fieles y recordando el precepto del Señor: “Cuando presentas tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 23-24), declaran de común acuerdo:
 
            a) Lamentar las palabras ofensivas, los reproches infundados y los gestos condenables que de una y otra parte caracterizaron y acompañaron los tristes acontecimientos de aquella época.
 
            b) Lamentar igualmente y borrar de la memoria y de la Iglesia las sentencias de excomunión que les siguieron y cuyo recuerdo actúa hasta nuestros días como un obstáculo al acercamiento en la caridad relegándolas al olvido.
 
            c) Deplorar, finalmente, los lamentables precedentes y los acontecimientos ulteriores que, bajo la influencia de diferentes factores, entre los cuales han contado la incomprensión y la desconfianza mutua, llevaron finalmente a la ruptura efectiva de la comunión eclesiástica.
 
            El Papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras I con su Sínodo son conscientes de que este gesto de justicia y perdón recíproco no puede bastar para poner fin a las diferencias antiguas o más recientes que subsisten entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa de Constantinopla y que, por la acción del Espíritu Santo, serán superadas gracias a la purificación de los corazones, al hecho de deplorar los errores históricos y una voluntad eficaz de llegar a una inteligencia y una expresión común de la fe apostólica y de sus exigencias.
 
            Sin embargo, al realizar este gesto, esperan sea grato a Dios, pronto a perdonarnos cuando nos perdonamos los unos a los otros y esperan igualmente que sea apreciado por todo el mundo cristiano, pero sobre todo por el conjunto de la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa, como la expresión de una sincera voluntad común de reconciliación y como una invitación a proseguir con espíritu de confianza, de estima y de caridad mutuas, el diálogo que no lleve con la ayuda de Dios a vivir de nuevo para el mayor bien de las almas y el advenimiento del Reino de Dios, en la plena comunión de fe, de concordia fraterna y de vida sacramental que existió entre ellas a lo largo del primer milenio de la vida de la Iglesia”.
 
 
            ©L.A.
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