Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

Si el cristianismo hubiese nacido en nuestro siglo...


Ni San Pablo ni los otros apóstoles habían aguado su vino, ni los primeros crisitanos les pedían que lo hiciesen. Sabían bien cuál era la meta, aunque a veces no se alcanzase.

por Robi Ronza

Opinión

No sólo para la Iglesia, sino para la causa de la libertad en general, la situación es peor de lo que podría imaginarse: esto es sustancialmente -si vamos más allá de lo inmediato- lo que en buena medida se puede concluir del resultado de las consultas propuestas por las conferencias episcopales occidentales ante el inminente sínodo de la familia.

Más allá de juicios particulares, la idea de fondo es la siguiente: la Iglesia debe seguir las opiniones más comunes y extendidas, o en todo caso no distanciarse demasiado de ellas. Apoyándose en una idea equívoca de conceptos laudables como "escucha" y de virtudes fundamentales como la "misericordia", se llega directamente a la pretensión de que el magisterio se transforme en un dócil capellán del orden constituido y de la cultura dominante del momento, sean cuales sean. Una orientación que -como demuestran los hechos- no contribuye en nada a frenar la crisis del cristianismo en Occidente. Como es obvio, así reducida, la experiencia cristiana no tiene nada de interesante.

Distinta en el origen pero idéntica en cuanto a los fines es la actitud de quien, aun partiendo desde posiciones a primera vista no tan secundarias, da ciertas batallas por perdidas y por consiguiente no merecedoras de ser combatidas. Pongamos por ejemplo el caso de quien considera que en Italia no vale la pena oponerse con firmeza a la introdución del pseudo-matrimonio entre homosexuales porque "en todo el resto de Europa ya existe, y antes o después llegará a nosotros". Entre otras cosas, en realidad sólo existe hasta ahora en nueve estados miembros de la Unión Europea sobre 28, más dos que no forman parte de la Unión. Pero, sobre todo, no se ve por qué Italia no tenga el derecho, más bien el deber, de asumir posiciones alternativas a las de otros países.

Curiosamente, en tal rendición preventiva se encuentran las huellas de un prejuicio de matriz iluminista: aquel según el cual los países de la Europa ocdental que no han aceptado la Reforma, y por tanto han conservado su tradición católica, están condenados a un constante retraso en el proceso de modernización. Un retraso que no pueden remediar sino cazando al vuelo cualquier ocasión para amoldarse a cuanto sucede y se legisla en el norte de Europa. No se puede hojear un número de La Repubblica o de L´Espresso sin toparse con los ecos de ese lugar común, que luego se repica por todas partes en las distintas cabeceras que se refieren al tema, desde las revistas de moda a las de gastronomía, pasando por las de salud, bienestar, etc.

Si entre las comunidades de la Iglesia primitiva hubiese prevalecido este modo de pensar, la fe cristiana ni siquiera habría salido de Palestina; y allí, salvo intervenciones providenciales, probablemente se habría extinguido enseguida. En este punto, siendo indudable que el mundo en el que vivimos se asemeja más a la Antigüedad Tardía (lo que en un tiempo se llamaba Bajo Imperio) que al siglo pasado, tiene más interés que nunca la lectura de La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, la obra maestra de Gustave Bardy.

Como Bardy demuestra ampliamente, el cristianismo tuvo su primera difusión en una época y en un mundo muy alejado de la antropología cristiana, y donde por consiguiente (entre otras muchas cosas) la cultura dominante resultaba, en asuntos de familia, sexualidad, valores comunes, etc., muy distinta de la típicamente cristiana, más bien en total oposición a ella. Tampoco por ello debe pensarse que los primeros cristianos extrayesen instantáneamente todas las consecuencias. En las cartas apostólicas, y en particular en las de San Pablo, se leen diversos pasajes que dan a entender que en modo alguno fue así. Como se entiende bien leyendo a Bardy, había sin embargo una ventajosa diferencia con respecto a hoy: ni San Pablo ni los otros apóstoles habían aguado su vino, ni los primeros crisitanos les pedían que lo hiciesen. Sabían bien cuál era la meta, aunque a veces no se alcanzase.

Lo que sí es verdad es que, pese a sus otras dificultades, los primeros cristianos tenían una ventaja sobre los actuales: al menos en una primera fase, el orden constituido, el Emperador, o les ignoraba o les perseguía sin pedirles nada. Desde este punto de vista ahora estamos en una situación distinta: es evidente que, en la medida en que el nihilismo y el relativismo se convierten en cultura de masas, el Occidente no está en situación de manejar la presión del expansionismo islamista, ni en general de manejar cualquier desafío de cualquier naturaleza.

No queriendo ni pudiendo oponerse a esa deriva, el poder busca entonces hacer suyas las "religiones" y por tanto a la Iglesia y a los cristianos. Un cristianismo reducido a un sentimentalismo y un culto civil, y mejor si está mezclado con otras creencias, es visto como un baluarte útil contras las invasiones bárbaras de nuestro tiempo, las cuales, a la expectativa de ser también cada vez más físicas, por el momento ocupan los primeros lugares espirituales y culturales.
 
Aparte de que no corresponde a la verdad, ¿merece la pena arriesgarse a ese juego? A nuestro juicio, no.

Artículo publicado originalmente en La Nuova Bussola Quotidiana.

Traducción de ReL.


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