Martes, 19 de marzo de 2024

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San Pedro Poveda: el mártir (3)

por Victor in vínculis

Capítulo XXI de Vida de D. Pedro Poveda Castroverde por el P. Silverio de Santa Teresa, cd (Madrid 1942), págs. 169178:
 

De lo que inmediatamente ocurrió, dice su hermano Carlos, testigo de vista:

“Nos llevaron en el coche a la calle de la Luna, a la casa donde tenían instalada la Confederación Nacional del Trabajo. Allí nos fueron presentando en varios salones, diciendo que éramos dos detenidos fascistas, pero no nos hacían caso y se limitaban a contestar: “que los maten”. Yo salía en defensa de los dos diciendo que no habíamos hecho nada, que preguntasen al Tribunal de Menores. Por fin, nos mandaron a la calle de Piamonte, a la Unión General de Trabajadores; nos trasladaron los mismos milicianos en el coche. Allí nos hicieron pasar por distintas secretarías y tribunales. En todos, al ser interrogado, mi hermano contestaba: “-Soy ministro del Señor”.

En el tribunal de Artes Blancas, después de celebrar varias consultas con los milicianos que nos llevaban detenidos, llamaron al Tribunal de Menores y dijeron que nos llevasen allí. Salimos con gran trabajo, por la gente que allí había, soportando injurias y empujones. Volvimos a subir al coche, pero no nos llevaron al Tribunal, sino a la calle de la Luna, y en el número 7 de dicha calle, en un bar, nos tuvieron custodiados por dos milicianos. Yo protestaba de que no nos llevaran al Tribunal de Menores, y ofrecí a uno de ellos algunas pesetas si nos llevaban allí; pero al poco rato se presentaron con otro coche, mandaron subir al Padre, y al ir a subir yo, no me dejaron, diciendo que habían dispuesto llevarlo a la Dirección General de Seguridad, que fuera allí y lo recogiera, que ellos no lo podían poner en libertad. Insinué, supliqué, pero ellos no lo consintieron. Nos separaron bruscamente y pusieron en marcha el coche hacia la Gran Vía. Al abrazarme mi hermano me dijo:

“¡Adiós Carlos! Dios me quiere fundador y mártir. Tú sálvate. No tengas miedo que nada te ocurrirá”.

Y así puedo declarar hoy que nada me ha ocurrido.

Cuando íbamos por última vez en el coche, el Padre dijo a los que lo conducían:

Si no me conocéis y nada os he hecho, ¿por qué me detenéis?

Ellos contestaron:

“Eres un pez muy gordo que haces mucho daño a los nuestros. Eres un medio obispo y muy peligroso”.

A todo esto blasfemaban, que era lo que más nos afligía.

Cuando el coche arrancó, yo salí tras él llorando y, sin saber dónde ir, marché a la Dirección General de Seguridad. Pude conseguir hablar al subdirector y exponerle lo que sucedía. Entonces mandó a unos policías a buscar el coche. Marché al Tribunal de Menores, suplicando al juez que interesase a sus amigos (era socialista) para ver si encontrábamos a mi hermano y lo librábamos de las manos en que había caído. Todos me prometieron hacer cuanto les fuera posible. Las Teresianas, por su parte, y yo con el juez (mi jefe inmediato) por otra, pusimos en movimiento cuanto nos fue posible. Así pasamos toda la noche.

El abogado de la CNT, un tal Lucas, y el diputado comunista Pavón prometieron buscarle y enviarle al Tribunal, llegando a concebir la esperanza, ante las noticias que me daban, de que a primera hora de la mañana me lo llevarían. A las dos de la madrugada me llamaron por teléfono. Me pareció la voz de mi querido hermano que me dijo:

“Estoy bien y atendido”.

E inmediatamente cortaron la comunicación. Seguí esperando, con la impaciencia que es de suponer, y temiendo por mi pobre hermano, tan delicado de salud, solo entre verdugos, oyendo palabras que tanto lo mortificarían. ¿Qué sería de él?

[Hacia las tres de la mañana del día 28 Carlos se sobresaltó con el timbre del teléfono. Se precipitó al aparato y oyó estas palabras: “Estoy bien y atendido”. Le dio un vuelco el corazón. La voz le pareció en un primer momento al de su hermano, pero le asaltó la duda y con insistencia preguntó si era verdaderamente Pedro. La comunicación se interrumpió bruscamente y no obtuvo respuesta. Este detalle en lugar de dar un resquicio de luz en aquella oscuridad oprimente, desencadenó aún más la imaginación. Entre las teresianas, aquella llamada se consideró como una tentativa de lograr dinero, ya que se había indicado a los milicianos que se les daría algo, con tal de que dejaran en libertad al detenido. No quedaba más refugio que el de la oración. (Del Proceso Informativo Diocesano. Declaraciones de Carmen Sánchez Beato, de Mª Josefa Segovia, etc., recogidas en la página 286 de la biografía de Domingo Mondrone)].

A las diez de la mañana telefonearon unas teresianas que habían estado toda la mañana buscándolo, y al fin habían entrado en el cementerio del Este y allí estaba el cadáver. Salí inmediatamente, acompañado de dos guardias del Tribunal, que siempre se portaron con gran fidelidad conmigo. Cuando llegué al cementerio, allí estaba en una caja sencilla, con la ropa intacta, y allí estaban las teresianas que lo habían encontrado y alguna otra.

Presentaba el cadáver de mi hermano tres balazos: uno en el pecho, que atravesaba el escapulario que tenía fuera de la ropa: otro en el temporal izquierdo, y otro en la sien derecha, al parecer de pistola de gran calibre y disparo próximo. Las dos primeras heridas parecían de máuser y la última de pistola. ¡Qué dolor! Las teresianas harán la descripción de este momento”.
 

De las averiguaciones realizadas para dar con el Padre Poveda vivo o muerto, gozamos también de una relación detallada, debida a las mismas teresianas que verificaron el afortunado hallazgo. Como los asesinatos de personas buenas en Madrid eran numerosísimos todos los días, los lugares donde se cometían, muchos y no bien conocidos y el pasar cerca de ellos era muy peligroso para todo ciudadano decente, no era fácil averiguar el paradero de las pobres víctimas una vez aprehendidas por los feroces verdugos. Don Pedro desapareció de su humilde casita, y, naturalmente, los que presenciaron o supieron su apresamiento dieron por hecho que sería fusilado enseguida.
La dicha de haber dado con el cadáver de su venerable Padre cupo a las cultas teresianas María Domínguez Astudillo (licenciada en Químicas) y Emma Álvarez Besada (licenciada en Medicina), que han consignado en unas cuartillas las diligencias que hicieron hasta hallarlo. Su relación está firmada en Salamanca a 21 de octubre de 1937. Se reproduce aquí, casi enteramente, por la grande importancia que tiene. Como dejamos dicho, alrededor de las nueve de la mañana era preso Don Pedro, y una teresiana supo después, por unas vecinas de la calle Alameda, que al arrancar el auto en que lo condujeron los sicarios dieron esta orden al conductor: “A la calle de la Luna”. A la media hora de acaecer todo esto comenzó a hacer las diligencias imaginables por averiguar el paradero de don Pedro. Nada pudo conseguir en todo este día.

Al siguiente, apenas amanecido, continuó sus pesquisas y en vez de ir a los sitios donde funcionaban ficheros de fusilados y Comisarías donde retenían con frecuencia a los acusados prefirió ir a la Casa de Campo y otros lugares donde fusilaban a los presos. Por una criada supo que un tío de ésta tenía el cargo de recoger los cadáveres que hallara abandonados en calles y carreteras y quizá él pudiera darnos alguna luz sobre el Fundador de la Institución Teresiana.

[Emma Álvarez Besada vivía con su familia. Por su casa el día anterior, habían pasado uno tras otro, muchos miembros de la IT, y continuamente había habido llamadas cautelosas de teléfono. Por mucho que hicieron para ser prudentes al hablar de lo sucedido, temiendo alguna delación por parte de las personas de servicio, una de éstas debió captar algo al vuelo y espontáneamente se ofreció a prestar ayuda, mediante un tío suyo, enterrador, que conocía bien los lugares donde se llevaban a cabo los asesinatos. Se aceptó la proposición y en compañía de otra teresiana y de la muchacha fueron a verlo. Lo hallaron en casa, con una enferma de su familia (Domingo Mondrone, ob. cit.  Pág. 287)].

La señorita Astudillo escribe:

“Nos llevamos a la dicha criada para que nos enseñara donde vivía su tío, y allí, por los desmontes de la calle Hilarión Eslava, estaba el buen hombre cuidando a una hija que tenía muy grave, y que nosotras, sobre todo, Emma Álvarez, estuvimos viendo y consolando. Poco le faltó para pedirnos, casi de rodillas, que no fuéramos a la Casa de Campo “que hay mucho malo, señoritas; que no salen ustedes de allí, no se acerquen” y nos dijo, además, que él había recogido los cadáveres de un sacerdote en la Basílica de Atocha y de otro que se había dejado en la Estación del Mediodía y los había llevado al Cementerio del Este; que fuéramos allí.

Siguiendo las indicaciones de aquel hombre, cogimos en Argüelles el tranvía de Ventas, pasando por mil peligros; y al fin, desde Ventas, con pleno sol de julio y a eso de las diez o diez y media fuimos por la carretera del Este. Al llegar al cementerio… fuimos primero a un depósito que hay en la parte izquierda, entrando por los arcos, y en la parte baja vimos algunos cadáveres y no estaba el del Padre Poveda. El guarda nos dio una lista y dijo que todos estaban identificados, y él mismo nos encaminó, pues ninguna de las dos conocíamos el cementerio. Hacia mitad de la cuesta, el guarda se quedó hablando con otro y subimos solas. Emma me iba diciendo que ella entraría sola y vería los cadáveres que había en la capilla, que tenía más costumbre y así no me impresionaba yo tanto. En esta conversación íbamos, cuando me advierte que no mire a un corro de unos catorce hombres que había a la derecha, que le parecía que tenían un cadáver. Instintivamente miré y di un grito de dolor al ver entre aquellos hombres un cadáver con el escapulario de la Orden Tercera del Carmen… Aquellos hombres lo estaban mirando para identificarlo, y al vernos a nosotras en aquella exclamación, nos preguntaron el nombre. Dijimos que éramos de la familia. Emma continuó dándoles datos y yo caí a sus pies, sin dar cuenta de mí.

Uno de aquellos hombres, que debía de ser empleado del cementerio o policía, me levantó y me dijo que me quitase de ahí, pero con respeto. Le supliqué si me dejaba coger el escapulario; y al decirme que sí, le pedí también la bufanda, que era gris con algo negro, y le dije si podíamos trasladarlo al cementerio de San Lorenzo, donde la familia tenía sepultura. El buen señor aquel me dijo que sí, y que hiciéramos pronto las gestiones. Me puse a quitarle la bufanda, y al querer quitarle el santo escapulario no pude sola, pues lo tenía congio con la espalda y entre Emma y aquel señor me ayudaron.

Yo levanté el cadáver por el lado izquierdo y puse la mano sobre una perforación que tenía en la espalda. Estaba por detrás lleno de sangre; tanta que a mí me corría por el brazo. Estaba líquida y no estaba fría. Mientras yo lo sostenía, Emma cogió el santo escapulario. El cadáver, antes de que le tocásemos, estaban al lado derecho según se entra en la capilla, sobre una caja de madera tosca, bien puesto y limpio, con la correa de Nuestra Señora de la Consolación al cuello dando dos vueltas, y Emma se la cogió. El santo Escapulario lo tenía por fuera de la americana, por delante y por detrás, con las cintas fuera. La bufanda la tenía puesta como él acostumbraba. Su actitud era de paz, pero de sufrimiento, con el labio superior un poco torcido.
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