Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

Roma ¿está de rebajas?


Observando el Sínodo de la Familia, me digo si ciertos padres sinodales, en lugar de poner tanto empeño en parchear los errores de los que incumplieron su compromiso, aunque merezcan toda la atención pastoral del mundo, no tendrían que ahondar más en los grandes beneficios espirituales y humanos del matrimonio indisoluble.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Leo, oigo, atiendo a unos, a otros y a los de más allá y me hago un lío. No sé lo que se pretende con ciertas propuestas presentadas al Sínodo sobre la Familia. Me temo que no soy el único currito del pueblo de Dios que no sabe a qué atenerse.

Una serie de pesos pesados eclesiales ya han advertido que la Iglesia tiene una doctrina sobre el matrimonio bien definida establecida por el propio Jesús. Así: “Lo que Dios atare en la tierra, atado será en el cielo” (Mateo 16:19 o 18:18); o bien “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Marcos, 10:9). Sin embargo, advierto un vivo interés en algunos grupos que se tienen por avanzados, más allá de lo que diga el cardenal Kasper, de buscar y rebuscar en los textos sagrados algún resquicio, alguna grieta por la que colar, so capa de la misericordia, la admisión a la eucaristía de los católicos divorciados y vueltos a casar. O sea, pelillos a la mar y vuelta a empezar como si no hubiese pasado nada.

Por ese camino corremos el riesgo de terminar, pasito a paso, en la total admisión del divorcio, lo mismo que hacen las iglesias protestantes y, hasta cierto punto, la Iglesia ortodoxa. Y después, ¿por qué no?, la admisión de las mujeres al orden sacerdotal, la consagración de obispas, el “matrimonio” homosexual, etc., para estar a la “hora” del mundo que ahora determina la ideología de género, la dictadura gay y otros grandes “avances” de este tiempo. Todo es cuestión de mirarlo con ojos comprensivos, misericordiosos. Eso es lo que hacen ciertas iglesias heterodoxas y así les va.

Ciertamente mi opinión no tiene ningún valor, dada mi escasa formación teológica. Mi fe es como la del carbonero, pero algo creo saber de matrimonio y familia. Tal vez más que los padres sinodales y posiblemente tanto o más que las parejas de seglares presentes en el sínodo. Cincuenta años y cinco meses menos ocho días de casado, casi seis años de viudedad y la crianza de siete hijos algo enseñan.

Nos casamos tras solo ocho meses de noviazgo. Goyi, mi mujer, cumplió 20 años pocos días después de casarnos. Yo 29 unos días antes. Pero estábamos plenamente convencidos que nuestra unión era para siempre, siempre, para toda la vida y aun para después con la ayuda de Dios. Nunca se nos pasó por la mente la terrible pregunta que hoy aterra a muchas parejas jóvenes, “¿Y si sale mal?”. ¿Cómo iba a salir mal si íbamos con la plena disposición de la entrega total del uno al otro, sin reservas mentales ni rincones egoístas?

Nos casó, en la capilla del Consejo Superior de los Jóvenes de Acción Católica, el que luego sería arzobispo de Márida-Badajoz, don Antonio Montero, y nos dirigió una breve pero hermosísima plática el cura trashumante José Manuel de Córdoba, a la sazón consiliario del Movimiento Rural. La cosa no podía empezar mejor, y tal como empezó siguió durante el medio siglo bien cumplido de nuestro matrimonio sin crisis, cansancio ni trifulcas que hicieran tambalear un edificio levantado sobre tan sólidos cimientos. Algún nubarrón sí hubo en tan largo camino, porque sólo los que están juntos corren el riesgo de pelearse alguna vez, pero sólo cosa de cuatro gotas. En cuanto salía el sol volvían a brillar la paz y la armonía domésticas.

El matrimonio a perpetuidad es como un seguro o garantía de que nada ni nadie romperá el compromiso de fidelidad recíproca. Las tentaciones existen. El Maligno no duerme. Pero Dios, la Virgen y los santos ayudan a quienes a ellos se encomiendan pidiendo auxilio en las situaciones de peligro. Son como la asistencia técnica postventa que mantiene el buen funcionamiento de nuestros cacharros domésticos.

O como el buen vino, que con los años mejora su calidad. Así nos pasó a nosotros, que en el tramo final de nuestro largo recorrido, y sin el menor atisbo de su muerte súbita, mi mujer solía decirme de pronto: “Me casé contigo porque te quería, naturalmente, pero con el tiempo cada día que pasa te quiero más”. ¿Se puede decir algo más hermoso después de tantos años de vida en común?

Observando el Sínodo de la Familia, me digo si ciertos padres sinodales, en lugar de poner tanto empeño en parchear los errores de los que incumplieron su compromiso, aunque merezcan toda la atención pastoral del mundo, no tendrían que ahondar más en los grandes beneficios espirituales y humanos del matrimonio indisoluble. Las modas y el ruido de la calle pasan, pero la verdad de Dios permanece.
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