Viernes, 19 de abril de 2024

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¿Por qué se esconde Dios? (1)

por Carlos Jariod Borrego

 “Si no hubiera oscuridad,

el hombre no notaría su corrupción”

Pascal.

            ¿Por qué el Señor no se presentó ante el sanedrín ya resucitado?, ¿por qué no se apareció ante Herodes o Pilatos mostrándoles sus manos y  pies llagados? ¿Por qué en la Eucaristía no surge una corte celestial de ángeles coronada por el mismísimo Señor en cuerpo glorioso?  Ante espectáculos semejantes, ¿se figuran la perplejidad de Herodes, de Caifás, de Pilatos? ¿No se hubieran caído redondos suplicando misericordia y, convertidos al nuevo Dios, hubieran sido los mejores propagadores de la nueva fe?

            Por otro lado nuestras Eucaristías estarían muy concurridas de fieles: cada vez que el sacerdote consagrara,  prodigios celestiales se producirían ante nosotros confirmándonos en la fe católica. Sospecho que la Iglesia experimentaría un nuevo renacer; los ateos y agnósticos quedaría muy mal parados y una nueva época se presentaría a la humanidad.

            Pero por suerte nada de esto ha pasado. Nada de esto pasará. ¿Por qué?

            Siempre me han impresionado aquellos pasajes evangélicos en los que el Señor pide discreción a sus discípulos sobre su condición divina; en otros muchos textos Jesús advierte con severidad a quien ha curado milagrosamente que no hable con nadie sobre su curación. Por ejemplo, cuando resucitó a la hija de Jairo (Mc 5, 43) Jesús pide que nadie se enterase de semejante prodigio.

¿No es tanta discreción contradictoria con el mensaje de Jesús? ¿Por qué callar lo que, por otro lado, se anuncia?

Dice Fabrice Hadjadj que Dios juega al escondite con nosotros. No estoy muy seguro de que sea así. Imaginémonos un Dios que se muestra en todo su esplendor o, al menos, en el esplendor que pueda soportar el hombre. Una situación así, obligaría al hombre a creer en Él. ¿Cómo no creer en un Dios que se nos presenta en cada Eucaristía no bajo las modestas especies de pan y vino, sino en  grandiosas manifestaciones perceptibles por nuestros sentidos?

Un Dios así se impondría a nuestra conciencia por la fuerza de su gloria, por su poder inabarcable, todopoderoso. Este Dios sometería al hombre a su magnificencia y el hombre, atenazado por un Dios esplendente, se vería encadenado a su luz. En efecto, todos creeríamos, el poder de Dios reinaría en la Tierra, el ateísmo desaparecería y la Iglesia, ¡por fin!, podría sin obstáculo ser portadora de la  Revelación celestial.

Todo sin amor. Todo sin libertad.  Satán habría vencido. No otro significado tiene la tercera tentación del demonio a Jesús en el desierto:

“De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: ‘Todo esto te daré, si te postras y me adoras’. Entonces le dijo Jesús: ‘Vete, Satanás, porque está escrito “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto”’ (Mt 4,810).

Un Dios poderoso, que reniega de la cruz y del amor, que por la fuerza del poder domina al hombre, no es realmente un Dios: es el demonio transfigurado en dios. No es de extrañar que Jesús llamara “Satanás” a Pedro cuando éste se resistió a que el Señor viajara Jerusalén para ser crucificado (Mt 16, 23).  

Hablando de física, Hegel enseñaba que la luz se manifiesta como tal en la medida en que se distingue de la oscuridad. Porque hay oscuridad, hay luz. La enseñanza hegeliana es también válida en lo espiritual. Es imprescindible la oscuridad para poder ver la luz. Nuestra oscuridad –el pecado, la terrible miseria humana que hay en nosotros- permite buscar y vivir  la luz de Dios. Felix culpa.

Sólo porque podemos decir no a Dios podemos ser abrazados por Él. ¿Paradoja dolorosa? Sin duda. ¿Pero querríamos un Dios cuya luz nos abrasase? Sí, es verdad, todo sería más fácil. Todo lo fácil que el demonio querría. Pero Dios se niega a ello.

Cuando pedimos que Dios se nos revele con la claridad del día, cuando exigimos a Dios que se haga presente en nuestra vida como si no lo estuviera ya o cuando le echamos en cara su silencio, su aparente ausencia,  estamos reproduciendo sin saberlo la petición del tentador. 

Al igual que en el desierto Dios se deja tentar por nosotros. Al igual que en aquella ocasión Dios no cae en la tentación. Por nuestro bien y para mayor desesperación del príncipe de este mundo.

Un saludo

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