En la conversión de Joseph Sciambra fue decisivo ver rezar a su padre
Buscó en la vida gay un hombre que le salvara: lo encontró luego en el Cristo que había despreciado
Joseph Sciambra, californiano nacido en 1969, se crió en una familia estructurada y fue educado en escuelas católicas, aunque, en pleno postconcilio, recibió en ellas una visión superficial e intrascendente de la religión. El consumo de pornografía en su adolescencia fue la puerta de entrada en un plano inclinado que le condujo, años después, a convertirse en actor porno gay y a prostituirse. Tras estar a punto de morir y regresar a la fe en 1999 (a una fe auténtica y con contenido), en un momento dado saltó a la palestra para defender la posición católica sobre la vida homosexual... incluso ante las mismas claudicaciones de algunos sectores de la Iglesia. Hoy es una de las voces autorizadas de católicos que, o bien han dejado atrás sus sentimientos de atracción por el mismo sexo, o bien los viven en castidad. En un artículo publicado en su página web explica cómo vivió su homosexualidad en relación con su padre, y el impacto que le produjo verle rezar para su cambio definitivo. (Los ladillos son de ReL.)
VER A MI PADRE REZANDO EL ROSARIO ME SALVÓ DE LA HOMOSEXUALIDAD
Cuando era niño, admiraba a mi padre pero no le comprendía.
Un dios distante
Instintivamente, sabía que mi supervivencia dependía de él. Mi padre trabaja duro. Era muy habilidoso. Podía crear algo de la nada: un jardín, una casa en un árbol, una ampliación de nuestro hogar... Era quien suministraba mi felicidad material: cuando ocasionalmente traía a casa una tarta o donuts, era un día feliz. Entonces yo sabía que mi padre estaba a gusto y yo era feliz. A veces, cuando yo hacía algo mal mi padre se enfadaba. En ese momento le temía, porque él era quien me castigaba. Pero yo quería a mi padre y sabía que él me quería a mí. Sin embargo, en mi mente infantil él no era humano, era un dios. Y un dios distante.
Mi padre era ambicioso, audaz, ruidoso. Yo no era como él. Mi padre era fuerte y corpulento. Yo no. Era un hombre hecho y derecho. Yo me consideraba a mí mismo menos que un muchacho. Siempre me sentía hundido cuando estaba a su lado. Mi padre podía arreglar cualquier cosa, elegía siempre la herramienta correcta y la manejaba con destreza; sabía conducir un tractor; levantaba vigas de madera con el poder de sus músculos; nunca le acosó nadie; no era el hazmerreír de nadie. A su lado me sentía a salvo, pero inseguro. En cuanto a mí, no sabía mantenerme en la bicicleta; era incapaz de lanzar la pelota más allá de pocos metros; cuando cogía un martillo o un destornillador, inevitablemente me machacaba un dedo o mellaba la rosca del tornillo.
Víctima de acoso
Por el contrario, me sentaba durante horas con un lápiz y hacía pequeños dibujos de mundos imaginarios llenos de conejos y arcouris. Los chicos del colegio se burlaban de mí sin piedad mientras yo me quedaba parado, incapaz de decir una palabra en mi defensa. Me sentía avergonzado. Un día me quedé tan petrificado que me lo hice encima. Aunque mi padre no estaba cerca del patio del colegio para ser testigo de mi desgracia, yo creía que me había visto y lo sabía. De alguna extraña forma, pensaba que le había fallado al dios y al hombre.
El tercer camino: la homosexualidad y la Iglesia católica es un documental que recoge el testimonio de varias personas con atracción por el mismo sexo que, o la han dejado atrás, o la viven en castidad.
Un Dios absurdo
La imagen de Jesús presente en la escuela era algo afeminada, con una permanente sonrisa hippy. Predicaba una doctrina nebulosa sobre el amor, pero finalmente cayó víctima de la intolerancia y la opresión del poder político. Nunca imaginé por qué le mataron exactamente le mataron, dado que no era alguien como para preocuparse de Él. La imagen más indeleble de Cristo que se implantó en mi cerebro durante aquellos años fue la del Jesús tímido y hippy del musical Godspell. La proyección de esa película en el polideportivo del colegio fue una experiencia que cambió el curso de mi vida.
Godspell, drama musical llevado al cine en 1973 por David Greene. A Jesús lo interpretó Victor Garber (24 años después, el circunspecto ingeniero del Titanic en la película de James Cameron).
Si mi padre era más dios que hombre, ese Jesús era más hombre que dios. Si mi padre era más-grande-que-la-vida y en cierto modo tenía superpoderes, ese Jesús era prosaico y empalagoso. Y cuando fui creciendo, desprecié ambos dioses. En mi vida homosexual pensé que podría encontrar el hombre perfecto, alguien que fuese masculino y poderoso, pero acogedor y compasivo.
Un desprecio y un adiós
Nunca encontré mi dios gay. Porque todos los que me rodeaban buscaban exactamente lo mismo. Cuanto más expectativas y esperanzas tenía, más me sumía en la desesperación. Mis padres, en particular mi padre, no podían soportar aquello en lo que me había convertido. Me daba igual. Era evidente que necesitaba un hombre que fuese mi camino de retorno a él, aunque él esto no lo comprendía. Estaba proclamando a gritos que le necesitaba, y al mismo tiempo luchando con el hecho de que él nunca estaba ahí.
Joseph, en los años en los que vivió una vida gay.
Un día hizo un comentario tan hiriente como sincero sobre mi aspecto y el de mis amigos. Tanteando el terreno de su aceptación, había traído deliberadamente a casa un fin de semana a algunos de mis amigos gays más estrafalarios. Mi padre dejó muy claro que no eran bienvenidos en su casa. Lo vi como un repudio más, y me largué.
La frustración y la enfermedad
Pasaron los años, fui creciendo y enfermando. Me iba quedando sin opciones, y ahora una generación más joven de chicos solitarios me miraban a mí como a su potencial salvador… como a su nuevo dios.
Durante un tiempo, jugué la partida… solo para hacerme más arrogante y vengativo, tratando a aquellos que buscaban mi aprobación de la misma forma en la que en otro tiempo hombres mayores que yo habían abusado de mí y me habían destrozado. Me odiaba a mí mismo, y empecé a envidiar a todos los amigos que había perdido, muertos dolorosamente por sida. Porque -pensaba- al menos su sufrimiento había concluido.
La Presencia segura y reconfortante
Una noche, me encontraba moribundo y olvidado en una camilla de hospital fría y dura. Pedía morirme mientras mi madre rezaba a Jesús. La maldije mientras ella intentaba interceder por mí ante el cielo. Yo no quería a su Dios. ¿Dónde había estado toda mi vida? En cualquier caso, Él era alguien escuálido y patético.
Y, sin embargo, en medio de ese último y agónico intento de comportarme con firmeza y confianza en mí mismo... me asusté. Me entró pánico. Clamé al Padre… y Él envió a su Hijo. Sentí inmediatamente Su presencia segura y reconfortante. En cierto modo, era la misma sensación que había tenido de niño cuando mi padre estaba cerca: me sentí a salvo. Luego volvió una cierta ansiedad. ¿Acaso este Jesucristo era ese mismo trabajador social de pelo largo de los años 70 que estaba ahí para darme un abrazo, un vale de comida y devolverme a la calle? Lo único que no quería era volver atrás.
El deseo de los Collados Eternos: tres personas que han dejado de ser homosexuales explican el proceso que cambió sus vidas.
Hijo pródigo
No teniendo dónde ir, regresé a casa. El hijo pródigo estaba vivo, y mis padres abrieron la puerta. Pero me sentía demasiado confuso, exhausto y enfermo para celebrarlo. Durante un tiempo no pude hablar ni dormir. Me impactó ese retorno a la infancia. Estaba pidiendo ayuda; me estaba aferrando a la verdad; me estaba aferrando a la vida. Estaba buscando a mi padre e intentando llegar a Dios.
Al principio, mi padre no supo qué hacer con aquella situación. Se mantuvo alejado y yo me encerré en mi habitación. Yo rezaba a Dios sin saber que estaba rezando. Tenía tantos dolores que no podía concentrarme en ninguna de las oraciones más simples que, mejor que peor, recordaba de mi infancia. Solamente clamaba pidiendo ayuda. Supliqué. Los días siguientes viví como un ermitaño. Pero aún me sentía inseguro.
Dos libros esclarecedores
Lentamente me aventuré a salir de mi celda monástica buscando respuestas. Me dirigí casi directamente a la biblioteca de mi padre. Sin apenas pensarlo, me llevé dos libros a la habitación: la Biblia y el Catecismo de la Iglesia católica. No había leído ninguno de ellos.
Durante los días siguientes, estudié una y otra vez algunos de sus pasajes. Sobre todo, el perdón de Cristo a la pecadora pública (Jn 8, 1-11) y los párrafos del Catecismo que trababan sobre la homosexualidad (nn. 2357-2359). Allí había compasión y al mismo tiempo había fortaleza, y todo residiendo en la Verdad. Cristo no era el pelele inútil que yo me había imaginado desde Primaria. Se enfrentaba a los acosadores y luego consolaba al herido. Pero Él no les dejaba abandonados en la basura: Él nos dio Su palabra para vivirla, y las leyes que deben guiar todos nuestros pensamientos. Él ofrecía una salida.
La oración de un padre
Cogí mis dos libros, en los que situaba ahora toda mi fe, y salí de mi cuarto para devolverlos a la biblioteca. Yendo hacia allí, vi a mi padre rezando. Nunca antes le había visto rezar.
Durante mi autoimpuesto encarcelamiento en la homosexualidad, mis padres habían atravesado su propia cautividad de un mundo de diversiones y excesos. Pero se dieron cuenta de que la extravagancia del vino caro y de los inacabables tours gourmets nocturnos por todo el globo eran básicamente una comida vacía. Ahora habían abandonado los lujos que la determinación de mi padre había puesto a su alcance. Mi padre no parecía menos resuelto, pero sus ambiciones habían cambiado. Todo en su vida solía estar encaminado a una finalidad material, ahora sus energías se focalizaban en lo puramente inmaterial.
Sciambra, junto a una imagen de la Virgen, a quien rezaba su padre por un regreso que finalmente se produjo.
Permanecí de pie, semioculto en mitad de la escalera, mientras las cuentas de una cadenita pasaban por los dedos de mi padre. Cuando era niño, nunca aprendí a rezar el rosario. Durante los últimos años, mi único recuerdo de un rosario era el que una joven cantante llamada Madonna solía llevar colgado del cuello. En mi mente se había convertido casi en un objeto profano, transformado de lo sagrado en la medida en la que el crucifijo siempre estaba estratégicamente situado en su generoso escote.
Pero en las rudas y callosas manos de mi padre, el rosario había recuperado su sentido y significado correctos. Al igual que mi idea infantil de Jesucristo, tenía más de mi padre de lo que había pensado al principio.
El amor que nunca faltó
Todo ese tiempo en el que yo creía que mi padre me detestaba, él realmente rezaba y lloraba por mí. Y en ese acto, con frecuencia realizado solo y en silencio, había compasión. Mientras yo bailaba en una discoteca gay, mi padre rezaba. Mientras yo tenía sexo con hombres sin nombre, mi padre rezaba. Mientras yo desperdiciaba mi vida, mi padre rezaba. Todos los días él rezaba el rosario y yo no lo sabía.
Joseph Sciambra ha escrito un libro sobre cómo Jesucristo le salvo "de la pornografía, la homosexualidad y el ocultismo": Swallowed by Satan [Engullido por Satanás].
En aquellos largos días de desolación, al igual que en mi lecho de muerte, eso no me habría importado y habría pensado que él era increíblemente estúpido. Debía de estar quedando claro que sus oraciones no daban resultado. Yo no volvía a casa.
Pero él insistió. Y eso requería fuerza y determinación. Las mismas cualidades que me parecían ofensivas cuando yo era niño se transformaban en un medio para mi salvación por medio de Jesucristo.
El único Salvador
La insatisfacción con el mundo conduce a veces a lamentarse. Luego, a menos que queramos permanecer continuamente amargados y deprimidos, para seguir adelante y sobrevivir es necesaria una revisión radical de cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo vemos todo a nuestro alrededor. Eso exige humildad.
En el ruinoso estado físico en el que me encontraba, mi humillación fue completa. En mi vana pretensión de encontrar un hombre masculino que me salvase, fui devuelto a mi infancia; el daño causado a mi cuerpo era horroroso, el niño asustadizo seguía confundido. Solo que ahora sabía que ningún ser puramente humano podía limpiarme, perdonarme o borrar el dolor, ni siquiera mi padre. Porque otro hombre, que era algo más que solo un hombre, ya me había salvado. Y en esa resolución, mi padre había jugado su papel.
Pincha aquí para leer el testimonio coincidiente de David Prosen: "Nunca me sentí un hombre en la cultura gay. Jesús es el hombre fuerte y masculino que me rescató".
Traducción de Carmelo López-Arias.
Artículo publicado en ReL el 1 de mayo de 2017.