Una multitud de pobres fue al entierro y asombró a la familia
El padre del joven beato Frassati era masón, pero no es cierto que dificultara su vida de santidad
El clima de renovación que la Iglesia está viviendo en este periodo ha suscitado en Italia, entre otros efectos, un nuevo interés por la singular figura de un joven católico que, en su breve vida en el primer cuarto del siglo XX, supo dar un significado nuevo, lleno de frescura y valentía, a su profesión de fe.
Muchos han escrito sobre Pier Giorgio Frassati: las biografías a él dedicadas llenan ya varias estanterías.
Sin embargo, queda aún mucho por decir sobre él. «¡Qué gracia es ser católicos!…Vivir sin una Fe, sin un patrimonio que defender, sin sostener en una lucha continua la Verdad, no es vivir sino malvivir», escribía a su amigo Isidoro Bonini el 27 de febrero de 1925 ese hermoso muchacho de Biella enamorado de su patria, del deporte y de la montaña.
Era un valiente que había sabido oponerse con firmeza a las agresiones de muchos adversarios y que ante todo y sobre todo traducía su fe -sostenida por una intensa vocación eucarística- en una ayuda constante a los más necesitados, en un servicio a los últimos.
Murió a los pocos meses de escribir esas líneas a causa de una poliomielitis fulminante de la que se contagió en una de sus muchas visitas a los enfermos.
Pier Giorgio, del que se celebra el vigésimo quinto aniversario de su beatificación este año, parece ser un santo creado a propósito para servir de modelo a la nueva Iglesia soñada por el Papa Francisco.
Pier Giorgio Frassati era un entusiasta del montañismo
Y sabiendo quién era su familia, parecía ser una persona destinata a sobresalir y a mandar.
Era hijo nada menos que de Alfredo Frassati, fundador y director de “La Stampa”, al que el rey había nombrado senador en 1913 (el más joven de Italia) por indicación de su gran amigo Giovanni Giolitti.
Su amada hermana Luciana, casi coetánea, le sobrevivió unos ochenta años y falleció a los 105 años en 2007, después de una vida extraordinaria que la llevó a vivir en Turquía, en Austria y después en Polonia como esposa del embajador Jan Gawronski, por lo tanto en toda Europa, y conociendo a los protagonistas del siglo XX, desde Pablo VI a Juan Pablo II, desde Toscanini a Furtwängler -que sentía hacia ella un amor tímido y delicado-, a Mussolini, Ungaretti y muchísimos más.
Luciana fue también una escritora fecunda, una historiadora incansable (suya es una historia del periódico “La Stampa” en seis volúmenes) y una poetisa de gran sensibilidad.
Personalmente, he tenido la suerte y el privilegio de acercarme de primera mano a Pier Giorgio y a Luciana gracias a la generosidad de los hijos de Luciana, los hermanos Jas, Giovanna y Wanda Gawronski, los cuales me han permitido acceder a su rico archivo familiar en la villa de sus antepasados de Pollone, cerca de Biella, donde se conservan aún muchos conmovedores recuerdos, objeto de frecuentes peregrinaciones.
Consultando esos documentos y hablando con sus sobrinos me doy cuenta de cuánto trabajo queda todavía por hacer antes de que la personalidad de Pier Giorgio pueda ser valorada bajo toda su auténtica luz.
Un ejemplo: se sigue diciendo que la vocación del joven beato había madurado en un ambiente familiar hostil y que incluso había sido obstaculizada por su padre, adepto a la masonería y, por consiguiente, decididamente anticatólico. Esto no es en absoluto verdad: Alfredo Frassati había declarado desde los primeros tiempos de vida de “La Stampa”, en un memorable y famosísimo artículo del 4 de octubre de 1896, que la bandera del nuevo periódico era clara: «ni clericales ni masones».
Era un hombre positivo, racional, sostenido por un fuerte sentido del deber y para nada interesado en la fama y el poder (otra cosa errónea, sostenida recientemente por biógrafos que no han consultado las fuentes correctas). De hecho, Frassati escribió a su esposa: «Siempre necesito, siempre, algo grande que me atraiga, algo noble que me sostenga, algo puro que me salve. Una fe en una bandera para luchar».
Es verdad que el joven Pier Giorgio desarrolló su actividad principalmente en los círculos católicos universitarios, sin implicar en su actividad a la familia; pero ésta no lo obstaculizó nunca, también porque en su interior el clima, aunque especialmente tenso en los últimos años, estaba a pesar de todo inspirado y sostenido por una fuerte educación.
En la Navidad de 1917, la madre de Pier Giorgio, la pintora Adelaide Ametis, le regaló al joven, que entonces tenía 16 años, una copia de La imitación de Cristo del místico del siglo XIV Tomás de Kempis, con una dedicatoria afectuosamente devota.
La tesis de una hostilidad hacia el joven devoto por parte de la familia pertenece a un topos de la literatura hagiográfica que se remonta incluso al cristianismo primitivo, pero que no tiene confirmación en la historia de la familia Frassati.
No fue en absoluto Pier Giorgio quien "convirtió" a su padre "masón" (algo que éste siempre había evitado ser): al contrario, Alfredo fue siempre un modelo para su hijo por su dedicación al deber y su constante actividad asistencial.
Una gran cantidad de personas pobres que admiraban al joven Pier Giorgio acudieron a su funeral -en la foto- lo que asombró a su familia
Sin embargo, es cierto que la muerte del joven en un clima de auténtica santidad y la extraordinaria muchedumbre de gente pobre que lo acompañó a su última morada durante el servicio fúnebre en la iglesia de Santa María de las Gracias de Turín constituyó una auténtica revelación para la familia.
Pier Giorgio fue un ejemplo luminoso de fe, de dedicación a los humildes, de generosidad y de alegría de vivir.
Su desaparición tuvo lugar en un año durísimo para su familia: a principios de enero Mussolini había promulgado las nuevas leyes que transformaron su gobierno en régimen y unos meses más tarde, entre 1925 y 1926, obligó al senador Alfredo a ceder “La Stampa” a los nuevos gestores y propietarios.
Sin duda alguna estas circunstancias agravaron la dureza de la prueba que la familia Frassati tuvo que sufrir; sin embargo, la memoria de Pier Giorgio les dio a todos la fuerza para superarla.
Noventa años después de la muerte de Pier Giorgio, veinticinco después de su beatificación, parece que nos estemos encaminando a recoger las pruebas necesarias para el paso ulterior, la gloria de los altares. El Papa Francisco, firme promotor de la Iglesia de los últimos, parece de verdad el pontífice más adecuado para proclamar santo a este joven que Juan Pablo II, cuando aún era cardenal, ya había definido «hombre de las ocho bienaventuranzas» y que hoy es venerado en todo el mundo.
(Publicado originariamente en Avvenire, traducción del italiano por Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
Muchos han escrito sobre Pier Giorgio Frassati: las biografías a él dedicadas llenan ya varias estanterías.
Sin embargo, queda aún mucho por decir sobre él. «¡Qué gracia es ser católicos!…Vivir sin una Fe, sin un patrimonio que defender, sin sostener en una lucha continua la Verdad, no es vivir sino malvivir», escribía a su amigo Isidoro Bonini el 27 de febrero de 1925 ese hermoso muchacho de Biella enamorado de su patria, del deporte y de la montaña.
Era un valiente que había sabido oponerse con firmeza a las agresiones de muchos adversarios y que ante todo y sobre todo traducía su fe -sostenida por una intensa vocación eucarística- en una ayuda constante a los más necesitados, en un servicio a los últimos.
Murió a los pocos meses de escribir esas líneas a causa de una poliomielitis fulminante de la que se contagió en una de sus muchas visitas a los enfermos.
Pier Giorgio, del que se celebra el vigésimo quinto aniversario de su beatificación este año, parece ser un santo creado a propósito para servir de modelo a la nueva Iglesia soñada por el Papa Francisco.
Pier Giorgio Frassati era un entusiasta del montañismo
Y sabiendo quién era su familia, parecía ser una persona destinata a sobresalir y a mandar.
Era hijo nada menos que de Alfredo Frassati, fundador y director de “La Stampa”, al que el rey había nombrado senador en 1913 (el más joven de Italia) por indicación de su gran amigo Giovanni Giolitti.
Su amada hermana Luciana, casi coetánea, le sobrevivió unos ochenta años y falleció a los 105 años en 2007, después de una vida extraordinaria que la llevó a vivir en Turquía, en Austria y después en Polonia como esposa del embajador Jan Gawronski, por lo tanto en toda Europa, y conociendo a los protagonistas del siglo XX, desde Pablo VI a Juan Pablo II, desde Toscanini a Furtwängler -que sentía hacia ella un amor tímido y delicado-, a Mussolini, Ungaretti y muchísimos más.
Luciana fue también una escritora fecunda, una historiadora incansable (suya es una historia del periódico “La Stampa” en seis volúmenes) y una poetisa de gran sensibilidad.
Personalmente, he tenido la suerte y el privilegio de acercarme de primera mano a Pier Giorgio y a Luciana gracias a la generosidad de los hijos de Luciana, los hermanos Jas, Giovanna y Wanda Gawronski, los cuales me han permitido acceder a su rico archivo familiar en la villa de sus antepasados de Pollone, cerca de Biella, donde se conservan aún muchos conmovedores recuerdos, objeto de frecuentes peregrinaciones.
Consultando esos documentos y hablando con sus sobrinos me doy cuenta de cuánto trabajo queda todavía por hacer antes de que la personalidad de Pier Giorgio pueda ser valorada bajo toda su auténtica luz.
Un ejemplo: se sigue diciendo que la vocación del joven beato había madurado en un ambiente familiar hostil y que incluso había sido obstaculizada por su padre, adepto a la masonería y, por consiguiente, decididamente anticatólico. Esto no es en absoluto verdad: Alfredo Frassati había declarado desde los primeros tiempos de vida de “La Stampa”, en un memorable y famosísimo artículo del 4 de octubre de 1896, que la bandera del nuevo periódico era clara: «ni clericales ni masones».
Era un hombre positivo, racional, sostenido por un fuerte sentido del deber y para nada interesado en la fama y el poder (otra cosa errónea, sostenida recientemente por biógrafos que no han consultado las fuentes correctas). De hecho, Frassati escribió a su esposa: «Siempre necesito, siempre, algo grande que me atraiga, algo noble que me sostenga, algo puro que me salve. Una fe en una bandera para luchar».
Es verdad que el joven Pier Giorgio desarrolló su actividad principalmente en los círculos católicos universitarios, sin implicar en su actividad a la familia; pero ésta no lo obstaculizó nunca, también porque en su interior el clima, aunque especialmente tenso en los últimos años, estaba a pesar de todo inspirado y sostenido por una fuerte educación.
En la Navidad de 1917, la madre de Pier Giorgio, la pintora Adelaide Ametis, le regaló al joven, que entonces tenía 16 años, una copia de La imitación de Cristo del místico del siglo XIV Tomás de Kempis, con una dedicatoria afectuosamente devota.
La tesis de una hostilidad hacia el joven devoto por parte de la familia pertenece a un topos de la literatura hagiográfica que se remonta incluso al cristianismo primitivo, pero que no tiene confirmación en la historia de la familia Frassati.
No fue en absoluto Pier Giorgio quien "convirtió" a su padre "masón" (algo que éste siempre había evitado ser): al contrario, Alfredo fue siempre un modelo para su hijo por su dedicación al deber y su constante actividad asistencial.
Una gran cantidad de personas pobres que admiraban al joven Pier Giorgio acudieron a su funeral -en la foto- lo que asombró a su familia
Sin embargo, es cierto que la muerte del joven en un clima de auténtica santidad y la extraordinaria muchedumbre de gente pobre que lo acompañó a su última morada durante el servicio fúnebre en la iglesia de Santa María de las Gracias de Turín constituyó una auténtica revelación para la familia.
Pier Giorgio fue un ejemplo luminoso de fe, de dedicación a los humildes, de generosidad y de alegría de vivir.
Su desaparición tuvo lugar en un año durísimo para su familia: a principios de enero Mussolini había promulgado las nuevas leyes que transformaron su gobierno en régimen y unos meses más tarde, entre 1925 y 1926, obligó al senador Alfredo a ceder “La Stampa” a los nuevos gestores y propietarios.
Sin duda alguna estas circunstancias agravaron la dureza de la prueba que la familia Frassati tuvo que sufrir; sin embargo, la memoria de Pier Giorgio les dio a todos la fuerza para superarla.
Noventa años después de la muerte de Pier Giorgio, veinticinco después de su beatificación, parece que nos estemos encaminando a recoger las pruebas necesarias para el paso ulterior, la gloria de los altares. El Papa Francisco, firme promotor de la Iglesia de los últimos, parece de verdad el pontífice más adecuado para proclamar santo a este joven que Juan Pablo II, cuando aún era cardenal, ya había definido «hombre de las ocho bienaventuranzas» y que hoy es venerado en todo el mundo.
(Publicado originariamente en Avvenire, traducción del italiano por Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
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