Llena de prejuicios contra la Iglesia, «pensaba en el suicidio»
Gracias a un médico y un evangélico fue a Misa después de décadas: al comulgar, «Jesús se dejó ver»
Cuando Mónica Cáceres recuerda su infancia, la resume como corta… y lejos de la Iglesia, que para ella era "una secta". Educada en una familia culturalmente católica pero no practicante, pronto empezó "a vivir en el mundo" a pasos agigantados. Agotada, incapaz de "seguir el ritmo" y con la vida "destrozada", llegó a pensar en el suicidio… hasta que un cristiano evangélico le presentó el camino, sin quererlo, hacia la Iglesia. Seguirlo dependía de ella.
"Viví muy rápido, creyéndome más mayor de lo que era. Empecé a fumar con once años, a beber con doce y mi primer novio serio fue con trece. Estuvimos siete años y vivíamos como si estuviéramos casados": así es como Mónica recuerda su infancia tardía en Cambio de Agujas.
Lo hacía, en parte, influida por las largas horas que pasaba frente a la televisión, queriendo dedicar su vida a "imitar las cosas que veía", explica.
Con 16 años le ofrecieron confirmarse. Para ella "era lo que tocaba", pero le costaba pensar que la admitirían a catequesis. Y lo logró… pero por poco tiempo.
"Me echaron de las clases porque iba a destruir las catequesis, a imponer mi pensamiento. Siempre tenía algo que opinar y objetar y nunca era a favor. Quería convencer al otro de que lo que le estaban enseñando era mentira", explica.
Ese fue su último contacto con la Iglesia, a la que empezó a ver como "una secta", convencida de que "los que mandaban manipulaban a los demás y no les dejaban pensar". Siguiendo a Marx, acabó creyendo que "la religión era el opio del pueblo" y renunció a la trascendencia para dedicarse a sí misma.
Destruyendo su vida en búsqueda del Amor
"Yo tenía que estudiar, casarme, tener hijos y disfrutar de la vida… no me planteaba mucho más. El plan ya estaba hecho, yo solo tenía que disfrutar de él, vivir la vida y hacer lo que me daba la gana", confiesa.
Sin embargo, lo que Mónica no sabría hasta años después era que lo único que reamente buscaba era "el amor con mayúsculas"… lejos de donde debía hacerlo.
"Siempre he sabido lo que era pero nunca lo había experimentado. Era una búsqueda constante de experiencias, vivencias y emociones, de ese amor para siempre que llenase el corazón y que ni los chicos ni los padres podían dar… Así fui destruyendo mi vida en búsqueda del amor verdadero", relata. Vacía de todo sentido, no tardó en ser víctima de graves problemas psicológicos, depresiones, fuertes ataques de ansiedad y, en último término, llegó a pensar en "quitarse de en medio".
Por si fuera poco, las cosas con su novio no marchaban bien… y le dejó. "Fue la hecatombe. Empecé una doble vida mucho más fuerte, salía por ahí sin el control de nadie que me quisiese, de un lado hacia otro sin ningún cruce" y siguiendo "un ritmo de vida imposible" que se complicó aún más al empezar a trabajar.
La doble vida fue abriendo un bache cada vez más grande entre la Mónica que se veía desde fuera y la Mónica real: "Ocurrieron cosas en mi vida que no quería que nadie supiera, pero llegó un momento en que todo se destapó y me fui a vivir fuera del pueblo".
Con la vida destruida, había esperanza: surgió de un evangélico
Incapaz de seguir el ritmo "de fiestas, de salir y de una y otra persona", la joven intentó enmendar su vida. Se marchó de casa y se puso voluntariamente bajo tratamiento psicológico.
Pero cuando se asentó en Madrid, se vio completamente sola, rodeada de malas y falsas amistades, "sin ninguna gana de seguir adelante" y sin ver "el sentido de la vida". Hastiada y convencida de que "había destruido" su vida, accedió a un centro que le hizo ver que la posibilidad de cambiar no era una utopía.
Mientras, para la mayoría de sus nuevas amistades, funcionaban los escudos y máscaras que se ponía para fingir libertad, felicidad y autonomía. Pero un conocido del trabajo, evangélico, era capaz de ver su sufrimiento y continuamente le invitaba a abrirse a la fe: "Jesús te quiere curar, Jesús te quiere sanar".
Mónica admite que no recuerda las veces que se rió de su compañero, que aún así continuaba invitándola al culto evangélico y a cambiar de vida.
Ella pensó que, si bien "a la Iglesia no quería ni verla", quizá a los evangélicos les daría una oportunidad. Pidió permiso al médico y su respuesta fue contundente: "Me dijo que le parecía fenomenal, pero que no iría a un culto evangélico, sino a una iglesia".
Y no precisamente a cualquier iglesia, sino a la de su pueblo, donde todos conocían su pasado.
Y cuando probó, todos los mitos que creía eran falsos
Pensó "que estaba tarado", pero obedeció. Y cuando lo hizo, sintió "que allí no se estaba tan mal".
"El cura no decía cosas raras, nadie me manipulaba, la gente que conocía no me echaba agua bendita para que me fuese sino que me saludaba amablemente", recuerda.
Todos la acogieron pero ella no podía perdonarse, se escondía y "quería ser rechazada".
Era abril y durante meses continuó yendo a Misa hasta que en junio de 2014, el día de su cumpleaños, sucedió algo.
"El Señor sabía que había destruido mi alma absolutamente, que no podría entrar en mí a través de nadie porque estaba tan herida que siempre pensaría mal de ellos y sentí un impulso. Fui al sacerdote y le pregunté llorando: `¿Qué tengo que hacer para pertenecer a esto?´".
La respuesta cayó sobre ella como un cubo de agua helada: "Debes confesarte".
Convencida de que había pecado "contra todos los mandamientos", admite que accedió a la confesión, que únicamente podía llorar, que no recuerda ni lo que dijo… y que "fue algo precioso".
"Hoy hay una fiesta en el Cielo", le dijo el sacerdote antes de impartir la absolución.
"Dios quería que volviese a casa"
"De penitencia me dio la comunión. En esa comunión Jesús se dejó ver. Me hizo sentir el Cielo. El amor que había buscado durante toda mi vida me lo dio en ese momento: el perdón", relata.
Desde aquel día desde hace ocho años, Mónica admite no haber parado de buscar "ese Cielo". "Había tenido una experiencia con alguien vivo. Alguien me había amado de verdad. No me había vuelto loca, Dios que era mi padre me quería rescatar y que volviera a casa", confiesa.
Pasados los años, afirma que en la Iglesia no solo encontró "gente clara y limpia, sin dobles intenciones" y lo mucho que le costó entenderlo después de sus antiguas relaciones. Pero sobre todo descubrió que solo en la fe se puede hallar la felicidad.
"A posteriori, creo que el corazón se tiene que colmar de amor verdadero y de Dios, y está preparado para eso. Y si no lo llenas así, lo llenas de otras cosas que normalmente son destructivas", concluye.