Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Pasión del joven rico


El modelo que yo postulo también tiene sus defectos, pero la mano invisible del mercado y la bondad natural del ser humano lo sanarán

por Juan Manuel de Prada

Opinión

Por supuesto que me marché triste tras escuchar su consejo de vender lo que tengo y dárselo a los pobres. ¡Con lo que yo podría haber admirado a Jesús, si no hubiese sido tan radical y extremista! Aquel empeño suyo de cambiar a los hombres era nefasto y subversivo, porque a los hombres hay que dejarlos que sean lo que son: el rico, rico; el fariseo, fariseo; el pescador, pescador (y pecador). Sobre todo considerando que –como él mismo afirmaba– pobres siempre tendremos entre nosotros.

Y conste que algunas de sus enseñanzas me encandilaban. Muchas veces pensé en abrir un negocio de filacterias con una selección de sus frases más eufónicas. Pero, en medio de estas frases bonitísimas, intercalaba otras irritantes y ofensivas que más le valdría haber borrado de sus predicaciones, pues sólo le trajeron ojerizas y malos quereres. A nadie le gusta que lo llamen sal sosa o sepulcro blanqueado; tampoco que le anuncien que las prostitutas lo precederán en el reino de los cielos; o que le digan que las piedras gritarán para compensar su silencio cobarde. ¿No estaba invitando a que alguien tomase esas piedras gritonas y lo lapidase? ¡Y qué decir de esa aduana celestial, estrecha como ojo de aguja, que nos puso a los ricos! Como si muchos ricos no hubiésemos conseguido nuestro dinero santificándolo con nuestro trabajo; y con el de nuestros obreros, lo concedo, pero ellos pueden seguir siendo pobres fácilmente, porque ya les ha sido prometido el reino de los cielos, mientras que los ricos tenemos que conformarnos con el reino de este mundo, que es mucho más disputado y tormentoso.

Y luego estaban aquellas parábolas tan desconcertantes y malévolas. La del Buen Samaritano, invitándonos a amar a nuestros enemigos, me parece una indecencia. La del rico Epulón y el pobre Lázaro resulta simple y llanamente vomitiva, con ese maniqueísmo tan tajante que envía al infierno a quien nunca dejó de tirar al pobre las migajas que caían de su mesa, dando prueba de su filantropía. Pues, ¿y la nefasta del Administrador Infiel, que concede una quita a los deudores? Pero la que decididamente despierta mi más encendida repulsa es la parábola de los Obreros de la Viña, en donde se paga lo mismo a los que madrugan que a los holgazanes que se suman al tajo a última hora. Con su desapego al dinero, ese Jesús de Nazaret quiso incendiar el mundo.

Y el mundo no puede ser dejado a merced del fuego, pues todo lo que hasta ahora hemos conseguido (estabilidad política, prosperidad económica y tolerancia social, amén de una muy civilizada sumisión al Imperio y un sistema recaudatorio que detecta al instante las triquiñuelas de los pobres, a la vez que a los ricos nos permite ciertos enjuagues) nos ha costado mucho trabajo y mucha sangre. Lo de los lirios del campo y las aves del cielo suena muy lindo y bucólico; pero no habríamos alcanzado el bienestar ni el progreso siguiendo un modelo de vida tan despreocupado. Seguramente el modelo que yo postulo también tiene sus defectos, pero la mano invisible del mercado y la bondad natural del ser humano acabarán sanándolos.

Yo no hubiese prohibido la predicación de Jesús, porque soy un amante de la libertad de expresión; mucho menos lo hubiese condenado a muerte, porque soy hombre moderado a quien disgustan las soluciones drásticas. Pero confesaré que, cuando Pilatos nos dio a elegir, ayudé a salvar a Barrabás. Bien sé que es un ladrón que mañana mismo podría robar una parte de mis riquezas (la diminuta parte que no está puesta a buen recaudo), causándome cierto quebranto; pero mucho mayor quebranto me causaba ese Nazareno, escarbando en mi conciencia con sus palabras irritantes y ofensivas.

© Abc
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