Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

A merced de los jueces: razones para un fuero eclesiástico


por Angela Pellicciari

Opinión

El 25 de febrero de 1850 se aprobó en el Reino de Cerdeña la ley Siccardi, que recibe su nombre del canciller de la época, Giuseppe Siccardi. Siccardi consiguió la supresión del fuero eclesiástico, esto es, la eliminación del privilegio del clero de ser juzgado por un tribunal eclesiástico y no por un tribunal civil. Con esta ley se aplicaba, también en el reino sardo, la disposición que establece la igualdad de la ley para todos los súbditos: todos iguales ante la ley. ¡Ya era hora! No creo que haya hoy nadie, o casi nadie, que ponga en discusión la bondad de tal medida.

Y sin embargo...

Sin embargo las cosas no son nunca tan sencillas. Y menos que nunca, cuando parecen obvias. En 1850, la abolición del fuero eclesiástico sin pedir la conformidad de la Santa Sede equivale a una declaración de guerra contra la sede romana. En efecto, el fuero eclesiástico está garantizado por el concordato establecido entre el Estado de la Iglesia y el Reino de Cerdeña. Concordato que no puede modificarse sin un acuerdo mutuo de ambos signatarios. Eso es lo que llama la atención de Pío IX: ¿por qué el reino sardo decide modificar el concordato sin informar a la Santa Sede? El comportamiento sardo es claramente un acto hostil, en cuanto injustificado ante la Iglesia católica y su Estado. Tanto más injustificado cuanto que el Reino de Cerdeña, que se presenta ante el mundo como un Estado modélico porque es constitucional y liberal, viola así el primer artículo del Estatuto Albertino, que define a la Iglesia católica como “única religión de Estado”.

La supresión del fuero eclesiástico es una pieza importante de la guerra que el Piamonte de los Saboya desencadena en Italia contra los estados pontificios y contra los católicos. Esto es, contra toda la población. Inmediatamente después de su aprobación, sirve para meter en una celda de castigo (a pan y agua) al obispo de Turín, Luigi Fransoni, un obispo incómodo, acusado de obligar a los sacerdotes a recibir el nihil obstat [nada que objetar] de la autoridad eclesiástica antes de presentarse ante un tribunal. En los años posteriores, servirá para encarcelar a un buen número de sacerdotes y religiosos, culpables de haber infringido la ley del Estado. Culpables, por ejemplo, de haberse negado a cantar el Te Deum en la fiesta del Estatuto. O culpables de haber negado la absolución in articulo mortis a los excomulgados liberales que no se hubiesen arrepentido públicamente de sus acciones.

Para comprender mejor con qué ecuanimidad e igualdad fueron aplicadas las leyes saboyanas conviene recordar que, en nombre de la Iglesia católica protegida por el primer artículo del Estatuto y en nombre del principio de ‘una Iglesia libre en un Estado libre’, fue desmantelado y vendido el inmenso patrimonio religioso, artístico, cultural y caritativo organizado durante siglos por la Iglesia católica en Italia. Abolidas todas las órdenes religiosas de la Iglesia de Estado, todos sus miembros fueron expulsados de sus casas y desprovistos de todo, incluidos archivos y bibliotecas. En nombre de la justicia, del progreso y de la igualdad, 57.492 personas fueron privadas de todo derecho. Empezando por el de elegir libremente su propio estado de vida.

Evidentemente, si hablo de la ley Siccardi es para enjuiciar la actualidad. Un cardenal de la Santa Iglesia Romana, un hombre de 77 años [el cardenal George Pell], arrojado a una prisión en aislamiento tras una farsa de proceso que ha durado años (durante los cuales tal vez se esperaba que muriese). Un antiguo jugador de rugby abandonado a su suerte por todos. O casi todos. Calumniado de forma evidente por un tribunal al que resultaría atrevido llamar “civil”. La bellísima frase “la justicia es igual para todos” sirve estupendamente, como todas las frases bonitas, para esconder la realidad de la situación actual. La persecución contra la Iglesia católica y contra sus mejores hombres se ha declarado abierta. La cacería ha comenzado. En nombre, una vez más, de la igualdad.

Tal vez convendría recordar lo que escribe Pablo en la primera carta a los Corintios: “¡Y pensar que, cuando tenéis litigios, buscáis como jueces a quienes no son nadie para la Iglesia! Para vergüenza vuestra lo digo” (I Cor 6, 4-5). Tal vez los tribunales eclesiásticos no son un legado del oscurantismo católico. Son solo un medio (ciertamente insuficiente, porque es Jesús mismo quien profetiza la persecución) para evitar que el odio anticatólico y el amor al dinero fácil fruto de la calumnia dejen a los católicos, y en particular a los eclesiásticos, a merced de cualquier tribunal que aplica una ley igual para todos. Para todos sus amigos.

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.

Angela Pellicciari es historiadora y autora de La verdad sobre Lutero y Una historia de la Iglesia.

Traducción de Carmelo López-Arias.

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