Martes, 30 de abril de 2024

Religión en Libertad

Aniversario sacerdotal

Sacerdote diciendo misa.
Cuando se siente la llamada de Dios al sacerdocio, hay que responder a ella. Foto: Josh Applegate / Unsplash.

por Pedro Trevijano

Opinión

Este 25 de febrero hizo ya cincuenta y ocho años que soy sacerdote. Creo que es un buen momento para reflexionar si ha valido la pena y si ha logrado dar sentido a mi vida.

Por supuesto debo decir que estoy encantado de haber sido y seguir siendo sacerdote católico. Me pareció una buena manera de llenar de sentido mi vida y creo que acerté plenamente. Si uno se siente se siente llamado por Dios al sacerdocio, acepte alegremente esa llamada, de la que los Evangelios, San Pablo y la Iglesia nos dicen supone una especial predilección de Dios.

El Evangelio nos narra la llamada de Jesús a dos publicanos, Zaqueo (Lc 19,1-9) y Mateo (Mt 9,9). A Zaqueo le hizo quedarse en su casa, al otro le hizo su apóstol. Creo que Mateo fue objeto de una especial predilección de Dios. Si uno sospecha que Dios le llama como a Mateo, pidiéndote que le consagres tu vida, no crea que eso sea una faena, sino que lo que indica es que Dios, aunque uno no lo entienda y le parezca increíble, ha puesto su confianza en ti. No le fallemos.

La razón fundamental de esta vocación está en la donación y entrega de sí mismo, en el amor. Como Cristo se entregó totalmente al servicio del Reino de Dios, quien está dispuesto a consagrar su vida entera al servicio del Evangelio puede renunciar al matrimonio y a la familia, donde el celibato sirve para “entregarse más fácilmente y sin dividir su corazón sólo a Dios” (Lumen Gentium 42).

Es fundamental comprender que lo que Dios quiere es lo mejor para nosotros, pues todo creyente, y muy especialmente el sacerdote, debe buscar qué es lo que Dios espera de él, pues lo que Dios quiere es nuestra colaboración para construir el Reino de Dios, en plena fidelidad a la Iglesia y a su Magisterio, para ser de verdad canales por los que Dios hace llegar su amor al mundo. Y es que apostar la vida por Cristo vale la pena. Por ello la razón principal de nuestro sacerdocio está en la donación y entrega de sí mismo, en el amor, que es lo que da sentido a la vida.

A una persona que vea que su vocación es el sacerdocio, hay que pedirle que tenga espíritu de oración y de sacrificio, profunda alegría y sentido del humor, así como el convencimiento de que vale la pena apostar la vida por la causa de Cristo. El valor de nuestra vocación depende de la capacidad de amar sinceramente, y de amar de forma especial a los que nadie ama. Toda persona, y en especial los sacerdotes, debemos tener la inquietud de no conformarnos en ser como somos, sino aspirar a ser mejores.

Hay tres tareas que el sacerdote debe hacer en su vida.

La primera predicar a Jesucristo, crucificado y resucitado, aunque ésta es tarea de todo fiel cristiano. Para ello todos los días debemos dedicar un rato a rezar, porque sin oración no hay vida cristiana. Busquemos tiempo y lugar para ello, y no la descuidemos.

La segunda, la celebración de la Eucaristía, donde estoy encantado de que mi sacerdocio sea una participación muy especial del sacerdocio de Cristo, de que cuando pronuncio las palabras de la Consagración Cristo se sirva de mí para que el pan y el vino se transformen en su Cuerpo y Sangre, de que yo sea el instrumento para que los demás y yo mismo recibamos a Jesús y nos unamos profundamente con Él, y de que Jesucristo esté realmente presente en la Sagrada Forma.

La tercera el sacramento de la Penitencia, sacramento por el que se obtiene no sólo el perdón de los pecados, sino que consigue en tantísimos casos devolver la paz y sobre todo la esperanza a tanta gente. Por eso la crisis de este sacramento, del que al menos una parte de la culpa la tenemos los sacerdotes, que no damos facilidades para recibir este sacramento, en el que se reciben tantos frutos espirituales, como nos señala el final de la epístola de Santiago: “Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierta a un pecador de su extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados” (5,19-20).

Cuando repaso mi vida sacerdotal, por una parte no puedo sino dar gracias a Dios por todas las gracias que me ha concedido en estos años, aunque por otra he de pedirle perdón por las veces que me he escaqueado en su servicio, aunque tal vez la frase que más me impacta es una que decimos en voz baja antes de la Comunión: “Jamás permitas que me separe de Ti”. 

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