Jueves, 02 de mayo de 2024

Religión en Libertad

Buenos días, libertad


La presión popular fue tan grande que las autoridades de Berlín Este tuvieron que abrir la mano y permitir el paso de un lado a otro de la ciudad sin restricciones. Lo demás lo hizo el pueblo.

por José Joaquín Iriarte

Opinión

La deliciosa película de Wolfgang Becker «Good bye Lenin» cuenta la historia de Christiane, una mujer entregada a la causa del comunismo cuyo marido huyó a Alemania Occidental, La acción se desarrolla en 1989, en Berlín Este. Poco antes de la caída del Muro de Berlín, a Christiane le da un soponcio al enterarse de que su hijo Alex se ha visto envuelto en unos disturbios callejeros con ocasión de una manifestación contra el líder comunista Honecker. Christiane entra en coma del que sale ocho meses después. En ese tiempo se ha operado la gran transformación del final de la división alemana y de dos mundos antagónicos. El médico recomienda a la familia que Christiane descanse y que no sufra sobresaltos que podrían afectarle seriamente a su salud. Su imaginativo hijo planea una farsa con ingeniosas y desternillantes ocurrencias. Alex detiene el tiempo para que su madre piense que nada ha cambiado en su ciudad y busca la complicidad de un amigo y de toda la familia. Al final, Christiane, muere pero enterándose de la comedia que se ha urdido en su entorno familiar.
 
El recuerdo de esta película viene a cuento porque dentro de unos días, el 9 de noviembre, se cumplirá el 20· aniversario de la caída del Muro de Berlín que supuso el comienzo de una etapa nueva de la historia. Con el llamado «Muro de la Vergüenza», cayó también, como un castillo de naipes, el «telón de acero» y todo lo relacionado con setenta años de dictadura comunista: la Guerra Fría, el Pacto de Varsovia, el «equilibrio del terror», las dos Alemanias y, sobre todo, una utopía escrita desde el odio y la negación del hombre.
 
Después de la II Guerra Mundial y el reparto del botín de los países aliados, la Alemania derrotada fue partida en dos. Berlín se convirtió en una isla gobernada por las potencias victoriosas. La capital de la República Federal Alemana (RFA) pasó a ser la ciudad de Bonn. La huida de alemanes del Este hacia Occidente (lo que llamaban «votar con los pies»), se convirtió en una pesadilla para las autoridades de la autoproclamada República Democrática Alemana. El flujo de fugitivos llegó a tal extremo que había que cortar por lo sano la hemorragia. Y así, «de la noche a la mañana» en su sentido más literal, en la noche del jueves, 12 de agosto, a la mañana del viernes, 13 del mismo mes de 1961, se erigió el Muro de Berlín. Los berlineses vieron desde sus ventanas o en la calle al marchar al trabajo la estampa medieval de una ciudad amurallada. Se había levantado algo más que un muro. Era un símbolo de la libertad amordazada. Hasta en la mismísima Puerta de Brandeburgo llegaba la insólita tapia. Bach, si hubiera estado vivo, habría incorporado a sus Conciertos de Brandeburgo algunos compases patéticos.
 
Un médico español, profesor en la Universidad Libre de Berlín, me decía sobre el terreno:
- ¿Te fijas? Es una aberración. Como si levantaran un muro en la Puerta del Sol, partiendo en dos mitades la plaza y la ciudad.
 
En aquel lugar emblemático de la división de dos mundos, Kennedy pronunció su famoso «Ich bin ein Berliner» (Yo soy un berlinés). Y Felipe González, a la sazón presidente del Gobierno español,  se atrevió a formular una predicción: «Este Muro se cae con el diálogo». No fue exactamente el diálogo lo que derribó el Muro. Más bien fue el monólogo sobre una situación progresivamente insoportable de los que se sentían prisioneros en su propia casa.
 
La inventiva en estos casos suele ser muy fecunda.  Los habitantes de Berlín Este emplearon los medios más sofisticados e ingeniosos para escapar. Cinco mil lograron su propósito, unos doscientos cayeron abatidos por las balas de los temibles «vopos», los guardias de fronteras del lado comunista. Treinta y siete escaparon a través de un túnel construido por berlineses del sector occidental que empezaba en el sótano de una antigua panadería y llegaba hasta un retrete de la parte oriental. Dos familias escaparon en un globo de fabricación casera. Dos jóvenes lo hicieron a cuerpo descubierto, uno consiguió escapar  y el otro, Peter Fechter, se hizo famoso después de muerto. Fue la primera víctima mortal del Muro. Falleció por disparos de los centinelas que le alcanzaron la pelvis. Pedía auxilio y no fue escuchado. Sin asistencia médica, en pleno día y desangrándose, dejó de existir una hora más tarde a la vista del público que mostró su indignación ante un gesto tan inhumano.  
 
Las demandas de libertad de circulación, las crecientes evasiones y las protestas callejeras desembocaron en una manifestación multitudinaria en Berlín Oriental –un millón de personas- contra la dictadura comunista. El 9 de noviembre de 1989 ocurrió el milagro. La presión popular fue tan grande que las autoridades de Berlín Este tuvieron que abrir la mano y permitir el paso de un lado a otro de la ciudad sin restricciones. Lo demás lo hizo el pueblo. La gente se encaramaba a la muralla y empezó a derribar con picos y palas aquel monstruo de hormigón y cemento que les había asfixiado durante veintiocho años. La cerveza corría gratis en los bares cercanos al Muro, todo el mundo se abrazaba, una reunión del Gobierno de la RFA quedó interrumpida no sin antes entonar el himno nacional.
 
Mientras tanto, en Roma, el Papa Juan Pablo II, que sufrió en su juventud el doble zarpazo de las dictaduras nazi y comunista, seguía con interés la evolución de los acontecimientos. Lo mismo que Gorbachov en su despacho del Kremlin.
 
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