Martes, 15 de octubre de 2024

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Día de la Raza

'Primer desembarco de Cristóbal Colón en América' (1862), de  Dióscoro Teófilo Puebla y Tolín.
'Primer desembarco de Cristóbal Colón en América' (1862), de Dióscoro Teófilo Puebla y Tolín (Museo del Prado). Junto al Almirante, los primeros frailes que llevaron la fe al nuevo continente.

por Gastón Escudero Poblete

Opinión

“Y así fue: que un jueves, a las dos horas después de medianoche, llamó el Almirante a un hidalgo dicho Escobedo, repostero de estrados del Rey Católico, y le dijo que veía lumbre. Y otro día de mañana, en esclaresciendo, y a la hora que el día antes había dicho Colom, desde la nao capitana se vido la isla que los indios llaman Guanàhaní, de la parte de la Trotamontana o Norte”.

Así relata Gonzalo Fernández de Oviedo, primer cronista de las Indias, en su Historia General y Natural de las Indias (1535), aquel hecho deslumbrante, sobrecogedor, maravilloso y, en cierta medida, mágico, que dio inicio a la civilización de lo que hoy llamamos “América”.

Fue el 12 de octubre de 1492 a las dos de la mañana. Fecha y hora llenas de significado. La hora, porque marca el paso de la oscuridad de la noche a la luz del día, símbolo de la llegada de la Luz del Evangelio que, a lomos del legado cultural de Grecia y Roma y de la sangre y costumbres de vástagos de iberos y visigodos, venía a liberar a los nativos de la barbarie. La fecha, porque 39 años antes los turcos otomanos se habían apoderado de Constantinopla abriendo para el islam la puerta de una Europa debilitada por luchas y divisiones entre los reyes cristianos, con lo que era cosa de tiempo para que la medialuna engullera con sus tenazas a la Cruz. Sin embargo, el 2 de enero de 1492 las fuerzas de la España católica conquistaron Granada expulsando al islam de las tierras ibéricas después de ocho siglos de ocupación y, nueve meses después, Colón ponía a disposición de esa misma España todo un continente para ser cristianizado. No deja de ser llamativo que en el origen de ambos acontecimientos estuviera una mujer (¡y qué mujer!), Isabel de Castilla, quien fuera designada por la Providencia para levantar el glorioso Imperio Español que aplastó la cabeza de esa amenaza que parecía encaminada a acabar con el cristianismo.

El mito del Buen Salvaje, asumido por el progresismo como dogma, cuenta que los nativos americanos vivían en paz e inocencia hasta que los perversos blancos europeos cristianos llegaron a esclavizarlos y contaminarlos con su avaricia. Las crónicas, los restos arqueológicos y las hoy remanentes costumbres ancestrales dicen otra cosa. Los nativos no eran por naturaleza mejor que los europeos, por el contrario, al igual que aquellos, tenían luces y sombras, solo que habitaban tierras que no habían recibido el baño purificador del cristianismo. Por eso practicaban la guerra y el sometimiento con tanto o mayor encarnizamiento que los conquistadores, y realizaban sacrificios humanos (especialmente de niños), y ofrecían las vísceras a sus dioses (que en realidad eran demonios) siempre sedientos de sangre humana. Así lo atestiguan los frecuentes hallazgos de restos de cientos y miles de infortunados, siempre ignorados (me refiero a los hallazgos) por la prensa y la academia progresista. ¡Es que no hay nada peor que la realidad para echar a perder el relato ideológico!

La hazaña de Colón y compañía dio lugar a lo que la enseñanza escolar denomina equivocadamente “colonia”. Digo “equivocadamente” porque lo que hicieron nuestros antepasados hispanos no consistió en la mera explotación de nativos y recursos naturales; no señor. De acuerdo con su cosmovisión, ellos levantaron en tierras americanas nuevas “Españas” (como se les llamaba en aquel entonces), reproducciones de aquellas otras “Españas” ibéricas: Castilla, Aragón, Andalucía, León, Asturias… Todas −ibéricas y americanas− unidas por su lealtad a la misma Corona y por su fe en el mismo Dios Uno y Trino, encarnado en la Santa Iglesia Católica.

Porque aquellos hispanos reprodujeron en América la civilización de la cual provenían y que portaban en sus almas. Y lo hicieron como si no fueran a volver a su tierra de origen, como efectivamente ocurrió con la mayoría, unos porque −como era previsible al inicio de la aventura− murieron en el intento, otros porque desde el inicio quisieron crear un nuevo mundo para habitarlo y hacerlo su hogar, otros porque una vez en América se enamoraron de ella haciéndola su Hispano-América. ¡Tremendo contraste con los ingleses que llegaron a Norteamérica, quienes sí colonizaron instalándose allí pero sin mezclarse con los nativos!; de hecho casi los exterminaron y, a los pocos que quedaron, los redujeron a guetos o reservas.

Apenas llegados, los hispanos se cuestionaron (aspecto muy idiosincrático suyo, siempre cuestionándose, para bien y para mal) si los nativos eran o no personas (ignoro si alguna vez los ingleses hicieron cuestionamiento semejante). Y la reina Isabel declaró a los nativos no sólo personas sino también “sus hijos” (súbditos), y ordenó “que ninguno sea osado de les hacer mal ni daño”.

Dado que, según la reina, las nativas eran personas, los hispanos se aparejaron ellas haciéndolas concubinas o esposas (España fue el primer país europeo en validar los matrimonios mestizos), engendrando hijos y formando familias. Y levantaron ciudades construyendo casas, plazas, iglesias, hospitales y universidades –obras desconocidas para los indios−, con un estilo de asombrosa belleza, porque las construyeron para habitarlas y usarlas. Y aplicaron la enseñanza de San Agustín, de que allí donde llega el cristianismo deja a un lado lo que no es compatible con el Evangelio y adopta aquello que sí lo es, por lo que prohibieron los sacrificios humanos a la vez que recogían la cultura indígena. Y así fue como en 1596 se creó en Perú la cátedra universitaria de quechua, obligatoria para los clérigos pues debían evangelizar a los nativos en su idioma. (A propósito de universidades, otro contraste con Norteamérica: cuando se creó la primera universidad allí, la de Harvard, en 1636, en Hispanoamérica ya existían 23, comenzando con la de San Marcos creada en 1551; y no me imagino que en Harvard haya existido una cátedra del idioma de los pieles rojas o los apaches).

La gloria del Imperio Español causó la envidia de sus rivales europeos. Casi desde el inicio urdieron una leyenda negra tergiversando la historia, y en eso los ingleses tuvieron el principal interés, tanto político como religioso. Lo primero, porque pronto comenzaron a disputar el poder español en América. Lo segundo, porque el protestantismo –que se apoderó a Inglaterra en 1534− encontró en el falseamiento histórico la manera de lavar sus culpas (botón de muestra: la persecución de la brujería en los países del norte de Europa –protestantes− excede con mucho a la Inquisición española en rigor, número de ejecuciones y extensión de tiempo).

Mientras tanto, el Imperio español se fue agotando, como termina ocurriendo con todos los imperios. Por eso, no fue extraño que a comienzos del siglo XIX la invasión francesa a España provocara movimientos independentistas en los virreinatos hispanoamericanos, promovidas por las élites criollas influenciadas por las ideas provenientes de Francia e Inglaterra −rivales de España−. Cabe hacer notar que en las guerras a que dichos movimientos dieron lugar, los nativos tomaron partido mayoritariamente por la Corona a la que se mantenían leales a pesar de no conocer al rey, debido probablemente a lo benévola que les resultó la obra civilizadora hispana.

La leyenda negra caló profundo en los españoles, manifestación inequívoca de su desproporcionada y curiosa capacidad de autoflagelación. En vez de enorgullecerse de la epopeya, se creyeron el cuento de sus enemigos al punto que hoy muchos se sienten culpables. Cosa absurda no sólo porque es mentira, sino porque ese sentimiento recae no en lo hicieron sus antepasados sino los nuestros; y digo “los nuestros” porque los suyos se quedaron allá. Es el tipo de tonteras a que da lugar el progresismo, el cual se hace eco de la leyenda negra porque, en su afán de acabar con el cristianismo, no trepida en falsear la historia. Y como España está indisolublemente ligada a la expansión de la fe católica, para destruir esta resulta útil demoler aquella.

12 de octubre, Día de la Raza, gran Fiesta. Obviamente, los políticos progresistas (de la mano de otros que lo que no tienen de progresistas lo tienen de despistados) han querido vaciarla de contenido cambiando el día de celebración y variando su significado. Para nosotros, amantes de la Tradición y de nuestra Cultura Cristiano-Occidental, es ocasión propicia para conmemorar la obra de nuestros antepasados: recemos por ellos, conozcamos su epopeya, enorgullezcámonos de lo que hicieron y transmitámoslo a nuestros hijos. Es parte de la lucha cultural que hemos de dar.

Gastón Escudero Poblete escribe desde Chile.

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