Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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El niño de Belén

por Contemplata aliis tradere

Si Dios fuera el gerente de una empresa habría que despedirlo por lo mal que organizó el nacimiento de su hijo. 

Ni una plaza en los hoteles, ni una clínica con maternidad, ni un guardia de tráfico, ni un albergue medianamente confortable. 

Nadie se enteró de que nacía el hijo de Dios, nada menos que el hijo de Dios. Qué va, a los pocos días tuvo que salir huyendo con su padre y con su madre hacia Egipto, que en burro está lejísimos, porque alguien lo quería matar. Los periódicos no hablaron de fracaso porque no se enteraron. Nació del todo pobre y desconocido.

¿Por qué quiso Dios que esto fuera así? Sólo los pobres y humildes lo ven. Hubo excepciones porque sí lo vieron unos pastores y pocos días después unos magos que venían siguiendo una estrella. Ambos grupos tenían en común una cosa: que se dejaron arrastrar. Estaban abiertos a la sorpresa. No calcularon. Hoy es Nochebuena. Me acaba de llamar una chica de Tomelloso, que es de Ucrania. Al parecer, le gusta escuchar charlas de las que yo predico y muchos ratos está con los auriculares puestos. Su marido le dice: “Si en vez de Chus escucharas inglés ya sabrías más que Shakespeare”. Me dice: “Yo no quiero pasar la vida calculando, me niego a ser esclava de la eficacia, busco lo que me alimenta y hace bien”.  

Los que viven de sí y de sus proyectos nunca llegarán a Belén. Se quedan en un mundo donde no sucede nada. Están llenos de actividad y de ruido pero nunca sucede nada porque dos y dos siempre son cuatro. Quieren cambiarlo todo pero todo sigue igual. Unos identifican el pecado con la inmoralidad y luchan contra ella pensando que para eso ha venido el niño; otros ponen el pecado en las injusticias y desigualdades y luchan pensando lo mismo;  los más piensan que el niño viene a hacer un mundo mejor y, claro, se ahogan en el mal que actualmente hay en el mundo.
 
Yo creo que el niño viene para despertar en nosotros asombro y ternura pero me temo que para ello debemos de entrar en la lógica de Dios y no en la nuestra. ¿Para qué queremos un mundo mejor si desde el que tenemos se puede llegar a Belén? A Jesús toda la vida le preguntaban: ¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel? La chica ucraniana tiene una niña de tres años, una rubita preciosa de cuento de hadas. A veces, la pequeña se pone los auriculares y está un rato escuchando y haciendo gestos de aprobación con la cabeza. Cuando su madre se los quita le dice: “No, que tengo que escuchar a Chus”.  Tal vez no haya que despedir a Dios de la empresa. Es verdad que va de raro pero, a lo mejor es que no conocemos sus gustos.

El otro día estuve en una reunión con motivo de la navidad. Salí de allí sin niño, así que me tuve que dedicar al piscolabis. El interés de aquella gente no era el niño sino erradicar la pobreza del mundo, terminar con los desahucios, mejorar las estructuras, hacer un mundo nuevo. Me quedé frio, pues pensé que, al menos, habría algún villancico. Pero no, según escuché, la navidad nos convoca a apoyar todas las manifestaciones de protesta que hay ahora en Madrid en las que no pegan los villancicos. Hubo un momento en que sentí escrúpulos: ¿”Estaré yo fuera de la realidad, no seré una burbuja”? La verdad es que sentía muy poca comunión con aquellos cristianos que tanto me llamaban la atención.
Sin embargo, no les juzgaba. La mayoría era gente muy adulta; todo lo que les oí me sonaba a siglo pasado. Hubo una época en que estas cosas a mí me ilusionaban mucho y me hacían bastante radical. Nunca llegué a desear la metralleta porque no tengo ese carácter ni, gracias a Dios, las ideas me llegaron tan adentro. Con la tortilla me martilleaba un pensamiento: La pobreza de Belén requiere de nuestra pobreza para ser entendida.  A mí me interesa ser pobre para llegar a Belén. Para eso es necesario que no quiera construir un mundo mejor, ni cambiar las estructuras, sino aceptarme tal como soy porque si veo el pecado en el mundo y no lo veo dentro de mí soy un embaucador.

El mal está dentro de mí y Belén también. Querer salvar al mundo es huir de mí mismo y darme buena conciencia. Si me identifico con alguna cruzada como la de la moralidad, el buen comportamiento, el cambio de   estructuras, la creación de un mundo nuevo, no me conoceré a mí mismo. Si quiero erradicar el pecado del mundo librándolo de la pobreza material o de la inmoralidad soy un pelagiano cualquiera que creo en mis obras sin percatarme de la cantidad de soberbia que hay en esa actitud.  No descubriré mi belén interior. Por eso, si alguien viene a mi reunión a rezar o a cantar villancicos no lo dejo perder el tiempo; lo adoctrino o lo institucionalizo. De esa forma ni lo dejo entrar ni entro yo.

Mi racionalismo huye de la interioridad, del silencio, de la intimidad porque no soporta mi pobreza. Necesita de lo exterior para decirle cómo tiene que ser, qué tiene que ponerse este año, qué es lo que hay que consumir. Mi razón es mi carcelero, estoy en una cárcel. Me manipula de tal manera que me quiere hacer feliz cambiando de móvil cada año. San Alberto Magno hace ocho siglos sacó a la razón de lo oscuro. La promocionó para que mediante la experimentación descubriera el mundo que Dios nos había regalado, un mundo limpio y bello, un mundo en que el niño de Belén era adorado porque cabía en todas partes.  Sin embargo, por envidia, Satanás ha infectado la razón humana con todas sus obras y descubrimientos haciéndola que haga de nube para que no veamos la estrella que conduce al portal.

Por eso, mi tentación es confundir la nube con el pesebre y pensar que Dios está en ella. Cuando salí de esa reunión mi apetencia más profunda era rezar, por mí y por los demás. Le di gracias al Señor por sentir esta llamada porque el racionalismo engendra una gran falta de piedad y yo soy muy proclive a caer en ese tipo de tentaciones. En ese tirón interior a la oración descubrí yo el Belén durante el piscolabis. Me reconcilió con todos. ¿Qué se yo cual es el Belén que el Señor regala a cada uno? No me daba cuenta de que al defender la postura contraria a lo que había visto y escuchado allí yo caía en lo mismo que mi corazón criticaba. Me identifiqué con el vacío y la sequedad que saqué de la reunión pero tampoco el pesebre estaba en mi vacío, solo estaba mi juicio.
 
“¿Dónde estás, pues, Señor? ¿A quién preguntamos? A los pastores les condujo un ángel; a los magos, una estrella. Fe y ciencia. ¿A quién vamos a acudir? Tú, Señor, tienes palabras de vida eterna. Danos un corazón nuevo. Introdúcenos en tu misterio y secreto porque nosotros siempre vamos por fuera. Aunque llegáramos al establo no entraríamos porque seríamos insensibles al misterio. 

Gracias por esa llamada a la oración en la que descubrí el belén, un belén gratuito al que no se llega con el afán por cambiar mi vida y la de los demás. En la oración que me regalaste fue en lo único en que me encontré limpio. Ese es mi presente: oro, incienso y mirra.” 
Uno de mis sobrinos tiene un bar. En navidad cierra a cal y canto y sólo abre para las reuniones familiares. A los que abren sus bares este día los llama “ansias”. Son unos ansias, dice. Lo pregona bien claro y alto: “Estos días no son para ganar dinero sino para otra cosa”. Su razonamiento me hizo pensar y darme cuenta de que soy un ansias, sobre todo escribiendo. ¿Pero es que no puedo pasar un día sin escribir algo? Yo en esto tengo un contencioso conmigo mismo y con el Señor. Lo he venido sintiendo todo el mes de diciembre, aunque la cosa viene de largo.

No pienses que he cambiado, sigo en el tema del descubrimiento del niño en el pesebre de Belén. Las palabras de mi sobrino me hicieron sentir más culpabilizado de lo que estaba. Como me siento bien escribiendo y, aunque me cuesta, me gratifica,  me defiendo razonando el tema de mis ansias. “Si yo, me digo, trabajo para el Señor… no puede ser malo. Jamás se me ocurriría escribir algo que no fuera del Señor y para su pueblo”. Eso es verdad, pero en ocasiones no estoy del todo tranquilo. No sólo me pasa escribiendo sino predicando o haciendo otras cosas. Me dedico a ello con los cinco sentidos y el alma entera de modo que esa absorción no me parece del todo buena. Hasta querer ser bueno y convertirme me impide llegar al pesebre. Para entrar en el belén tengo que sentir su gratuidad.

Es como si yo me casara con un chica que, al gustarme tanto, empiezo a escribir una novela sobre ella y me absorbo de tal manera que paso de ella. El día que me diga: “me voy de casa”, me llevaré una gran sorpresa. “¿Cómo?, le diré. Pero si todo el día estoy pensando en ti y diciendo de ti lo más bello que puede brotar de mi corazón”… “No sé, me responderá, lo único que sé es que ni me acompañas, ni nos comunicamos ni me das nunca un beso. Yo te necesito a ti, no a tu novela”.

El mundo de las obras nos atrae demasiado.

Nos sirve para justificarnos.

Obras son amores, dice el refrán, pero se equivoca.
 
Para que crezca mi alma necesita Belén, necesita interioridad, intimidad, contacto. Conozco la fonte que mana y corre, dice San Juan de la Cruz. El crecimiento es gratuito, no hay que pagar por él; eres tú el que necesitas al niño del pesebre, no él a ti. Tú no le salvas, es él el que viene a salvarte. 

La Navidad necesita una intimidad que no puede ser sustituida por nada. Ni construyendo el belén más bello del mundo. Mi sobrino hace un belén de siete metros cuadrados.

Tampoco son necesarias las multitudes ni un número considerable de gente. Las pasionistas de Oviedo son siete. En la misa del gallo sólo estaban ellas y una persona que llevó al sacerdote. Están en el campo, algo lejos de la ciudad. Cada una tocaba un instrumento distinto. Una de ellas me hablaba de su gran alegría interior durante la misa. Algo especial le llegaba al corazón por encima de los instrumentos y de todo lo que hacían para que todo saliera bien.

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