Viernes, 19 de abril de 2024

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Mis manos de sacerdote

Mis manos de sacerdote

por Un alma para el mundo

                 En este día 25 de septiembre recuerdo el momento en que el Obispo me ungió las manos, y mi madre las ató con una cinta de seda, que aún conservo. Es un gesto de gran valor teológico. Las manos del sacerdote son ungidas para poder tomar el pan que se ha de convertir en Cuerpo de Cristo, para dar la absolución en el sacramento de la Penitencia, para administrar el Sacramento del Bautismo, la Confirmación, la Unción de enfermos, y bendecir el Matrimonio.

                Esta mañana me miraba las manos y rogaba a Dios que no perdiera nunca la Unción. Que mis manos estén siempre dispuestas  para trasmitir la Gracia que El nos regala. Somos hombres con manos ungidas. Antiguamente a los sacerdotes se les besaba las manos al saludarlos. Ahora ha quedado como único rito al terminar la celebración de la Primera Misa, y en las Bodas de Plata y Oro.

                Lo que se me ocurre decir en estos momentos es que ahí tenéis mis manos para que Dios pueda llegar a vosotros.  Y que valoremos siempre las manos ungidas de todo sacerdote. El Señor está actuando a través de ellas.

                Recuerdo una homilía de Benedicto XVI centrada en las manos ungidas del sacerdote. Traigo aquí algunos de sus bellos párrafos:

 

                Por tanto, reflexionemos nuevamente en los signos con los que se nos ha entregado el sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la imposición de las manos, con el que él tomó posesión de mí diciéndome: «Tú me perteneces». Pero de este modo nos ha dicho también: «Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón. Tú estás protegido bajo el hueco de mis manos y te encuentras en la inmensidad de mi amor. Estás en el espacio de mis manos; dame las tuyas».

                Recordamos, además, que nuestras manos han quedado ungidas por el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad para afrontar el mundo, para «tomarlo en la mano». El Señor nos ha impuesto las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, seamos las suyas. Quiere que dejen de ser instrumentos que toman las cosas, los hombres, el mundo para nosotros mismos, para someterlos a nuestra posesión, y que por el contrario transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean instrumento de servicio y por tanto de expresión de la misión de toda la persona que se convierte en su garante y que le transmite a los hombres.

                Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, más en general, la técnica como poder capaz de dominar el mundo, entonces las manos ungidas tienen que ser un signo de su capacidad para dar, de la creatividad para plasmar el mundo con amor y para esto tenemos necesidad sin duda del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento, la unción es signo de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y entrega mucho más que aquello que procede de sí mismo. En cierto sentido, queda expropiado de sí en virtud de un servicio, en el que se pone a disposición de uno más grande que él. Si Jesús se presenta hoy en el Evangelio como el Ungido de Dios, el Cristo, entonces esto quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre y en unidad con el Espíritu Santo y que, de este modo, entrega al mundo una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, una nueva manera de ser profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por aquel por quien el mundo ha sido creado. Pongamos hoy nuestras manos nuevamente a su disposición y pidámosle que nos lleve siempre de la mano y que nos guíe.

                El Señor ha puesto su mano sobre nosotros. El significado de este gesto lo expresó con las palabras: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Juan 15, 15). No os llamo ya siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver ya la institución del sacerdocio. El Señor nos hace amigos suyos: nos confía todo; se confía a sí mismo para que podamos hablar con su «yo» «in persona Christi capitis». ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos. Los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son en el fondo manifestaciones de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega del libro –de su palabra que nos confía–, la entrega del cáliz con el que nos trasmite su misterio más profundo y personal. De todo esto forma parte también el poder de absolver: nos hace partícipes de su conciencia sobre la miseria del pecado y la oscuridad del mundo y pone en nuestras manos la llave para volver a abrir la puerta hacia la casa del Padre…

                        No os llamo ya siervos, sino amigos. El corazón del sacerdocio consiste en ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente «in persona Christi», a pesar de que nuestra lejanía interior de Cristo no puede comprometer la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote, significa ser hombre de oración. De este modo le reconocemos y salimos de la ignorancia de los siervos. De este modo aprendemos a vivir, a sufrir y a actuar con él y por él. La amistad con Jesús es siempre por antonomasia amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con Cristo total, con la cabeza y el cuerpo; en la lozana vid de la Iglesia animada por su Señor. Sólo en ella la Sagrada Escritura es, gracias al Señor, Palabra viva y actual. Sin el sujeto viviente de la Iglesia que abarca las edades, la Biblia se fragmenta en escritos que con frecuencia son heterogéneos y se convierte en un libro del pasado. Es elocuente en el presente sólo allí donde está la «Presencia», donde Cristo sigue haciéndose nuestro contemporáneo: en el cuerpo de su Iglesia.

        Ser sacerdote significa ser amigo de Jesucristo, y serlo cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios tiene que vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra llamada sacerdotal: sólo así nuestra acción de sacerdotes puede dar fruto.

        Quisiera concluir esta homilía con una palabra de Andrea Santoro, ese sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras rezaba; el cardenal Cè nos la comunicó durante los ejercicios espirituales. La frase dice: «Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne… Sólo somos capaces de salvación ofreciendo la propia carne. Hay que cargar con el mal del mundo y compartir el dolor, absorbiéndolo en la propia carne hasta el final, como hizo Jesús». Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que pueda venir al mundo y transformarlo. ¡Amén!

 
Juan García Inza
juan.garciainza@gamil.com

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